Entré al Libro por Error... y No Quiero Morir
Entré al Libro por Error... y No Quiero Morir
Por: Espíritu libre
Capítulo 1: De crítica a villana.

Había libros malos. Y luego estaba Llamas de traición, una novela tan cargada de drama artificial que Emma Valmont juró haber desarrollado una alergia a las palabras "mirada intensa" y "suspiro contenido".

Lo terminó pasada la medianoche, cerrándolo con la misma expresión que uno hace tras beber café frío pensando que estaba caliente. Se recostó en su silla giratoria, exhalando fuerte. La portada aún brillaba bajo la lámpara: una silueta de mujer entre llamas, con un vestido rojo escarlata que parecía derretirse entre pasiones mal escritas.

Suspiró, se frotó el rostro, y encendió su laptop. Los dedos encontraron el teclado como una pianista frustrada: lista para componer una sinfonía de destrucción.

"Llamas de traición pretende ser una novela romántica medieval de alto voltaje emocional. Lo que entrega, en cambio, es un batido de clichés mal mezclados y personajes que no resistirían una conversación real sin colapsar."*

"La protagonista, la dulce y virginal lady Arabella, no tiene una sola línea que no contenga un jadeo, una lágrima o una súplica. Su mayor virtud es existir, su mayor conflicto: decidir si llorar frente al jardín o en la capilla. Es como si alguien intentara revivir a Blancanieves con menos neuronas y más escote."

"Leonard de Theros, el príncipe heredero, tiene el encanto emocional de una piedra preciosa: frío, bonito, pero completamente inerte. Torturado por un pasado que jamás se profundiza y atraído por Arabella sin ninguna razón lógica, su único talento real parece ser mirar intensamente desde balcones."

"Y luego está Violeta Lancaster. Ah, Violeta. La ‘villana’ de turno. Una mujer inteligente, astuta y con ambición... lo cual, en esta historia, equivale automáticamente a: perversa, traidora y sentenciada al infierno narrativo. Violeta no tiene matices, solo frases venenosas y vestidos provocativos. Una caricatura pintada con labial rojo y palabras envenenadas. Qué desperdicio."

"En resumen: Llamas de traición no enciende nada. Salvo la furia de quienes creen que las mujeres complejas merecen más que ser empujadas al fuego por tener una opinión."

Le dio clic a “publicar” con una sonrisa triunfal.

En cuestión de minutos, su reseña ya empezaba a cosechar reacciones. Algunas aplaudían su honestidad; otras la acusaban de destruir el trabajo de una autora joven. Pero Emma estaba acostumbrada. Ser crítica literaria no era para blandos. Su blog Valmont Sin Filtros era seguido por miles y temido por editoriales.

Apagó su laptop y se metió en la cama.

—Si yo fuera Violeta —murmuró, apagando la luz—, le prendería fuego al guion y me iría a vivir al bosque. Mucho más digno.

Cerró los ojos, satisfecha.

Y entonces, calor.

Primero leve, como una cobija demasiado gruesa. Luego, asfixiante. Como si algo invisible se filtrara por su piel, quemándola sin dolor, pero con firmeza.

Trató de moverse. No pudo.

Trató de hablar. Nada.

Y justo cuando sintió que iba a desvanecerse en la oscuridad… despertó.

Pero no en su cama.

El techo era de piedra tallada. El aire olía a incienso y lavanda. Las sábanas bajo su cuerpo no eran las suyas. Eran gruesas, de seda carmesí, con bordados dorados.

Se incorporó de golpe. El espejo frente a la cama la observaba. Pero no devolvía su reflejo.

Una mujer la miraba desde el otro lado. Majestuosa, altiva. Cabello oscuro recogido en un peinado complejo, labios rojos perfectos, joyas reales colgando de sus orejas. Y una mirada gélida que Emma reconoció al instante.

—No… —susurró.

Emma había tenido muchos sueños extraños a lo largo de su vida: desde exámenes de álgebra que nunca terminaban hasta ver a Jane Austen peleando con Stephen King por una reseña. Pero nada—absolutamente nada—se comparaba con esto.

Estaba en un castillo. No una simulación barata, sino uno real: torres, candelabros, vitrales, tapices bordados a mano. El tipo de lugar que olía a historia, a intrigas… y a perfume caro.

Y no solo eso. Estaba dentro del cuerpo de Violeta Lancaster.

La antagonista de Llamas de traición. La mujer a la que ella misma había destruido con palabras ácidas en su crítica. La que moría en el capítulo 20, traicionada, despreciada, sola.

—Esto no puede estar pasando… —murmuró, mirando sus manos enguantadas, las uñas perfectamente pintadas, el anillo de esmeralda que pesaba en su dedo como una sentencia.

Un suave golpe en la puerta.

—Mi señora, el príncipe Leonard la espera.

La doncella la escoltó por largos pasillos decorados con columnas de mármol y estatuas de guerreros. Emma caminaba como si flotara sobre una cuerda tensa. Cada paso era un recordatorio de que el guion se estaba torciendo. En el libro, Leonard jamás se comprometía con Violeta. Solo la usaba para causar celos a Arabella, hasta que esta última se lo ganaba con lágrimas, promesas de amor eterno y una canción en arpa.

Y sin embargo, allí estaba ella. En el umbral del Salón del Trono.

Leonard de Theros.

Alto, impecable, vestido con una túnica azul oscuro y bordados plateados. Su corona descansaba ligeramente sobre su cabello oscuro, y su expresión era más gélida que el mármol de los pisos.

—Lady Lancaster —dijo sin siquiera inclinar la cabeza—. Tomen asiento. Tenemos asuntos urgentes que discutir.

Emma tragó saliva y se sentó frente a él, intentando mantener el porte de una noble, aunque por dentro solo quería gritar ¿¡Qué rayos está pasando aquí!?

—¿De qué asuntos se trata, Su Alteza? —preguntó, con una voz más elegante de lo que esperaba. Al parecer, el cuerpo de Violeta también venía con modales preinstalados.

Leonard no perdió tiempo.

—El Consejo ha decidido que el compromiso entre usted y yo será anunciado esta noche en el baile de la corte. No es negociable.

Emma parpadeó.

—¿Compromiso?

—No finja sorpresa, milady —respondió con frialdad—. Sus tierras en la frontera occidental contienen recursos que la Corona necesita con urgencia. El matrimonio garantizará una alianza que evite conflictos con los duques del Norte. Es un acuerdo estratégico. No sentimental.

Ouch.

Si hubiera sido una escena de novela, ahí entraría una lágrima dramática o una súplica. Pero Emma no era Arabella. Y no tenía intenciones de mendigar.

—Entiendo. Será un honor servir a la Corona —dijo con una sonrisa digna de una máscara veneciana—. Y a su conveniencia.

Él la miró por fin. Y en esos ojos grises, Emma percibió lo que los lectores del libro nunca vieron: cansancio. Dolor.

—Lady Arabella… —empezó, y ahí lo dijo—. Mi corazón pertenece a ella. No tengo intención de ocultarlo. Tampoco espero que este matrimonio le sea placentero. Pero hará su parte. Como yo haré la mía.

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