Capítulo 4: El brindis

La sala del trono resplandecía como un escenario cuidadosamente preparado. Candelabros de cristal, alfombras bordadas con hilos de oro, y un centenar de nobles vestidos con sus mejores galas. Esa noche no era una simple recepción: era una declaración al reino. Una promesa ante la corte.

Emma—dentro del cuerpo de la infame Violeta Lancaster—entró al salón con la espalda recta, el rostro imperturbable y un vestido rojo intenso que parecía hecho de brasas. Los murmullos crecieron como una ola de asombro. El color, el porte, el momento. Todo era una declaración de guerra… o de poder.

“Dios mío… ¿cómo terminé aquí?”, pensó Emma mientras avanzaba, deseando esconderse y no ser el centro de atención. Pero en esta historia, eso era imposible.

Violeta, en la novela, había manipulado durante más de diez capítulos cada ocasión para alejar al príncipe Leonard de su verdadero amor, Lady Arabella. Y lo había logrado. No con cariño, no con bondad, sino con astucia, mentiras y chantajes.

Y ahora, Emma era Violeta. Y se suponía que debía casarse con el príncipe.

—Sus Altezas —anunció el maestro de ceremonias, con voz grave—, el reino de Theros se complace en confirmar la unión entre el príncipe heredero, Leonard de Aurell, y la dama Violeta Lancaster, del ducado de Westerlyn.

Un aplauso protocolario se extendió por el salón, acompañado de miradas de sorpresa, confusión… y furia contenida. Especialmente desde la esquina donde Lady Arabella —la dulce heroína de la historia original— observaba con los ojos cristalinos y las manos temblorosas.

Ella debía ser la prometida. Ella era la elegida por el corazón del príncipe. Pero la política había hablado. O mejor dicho, Violeta había ganado.

Emma levantó la copa con elegancia, ocultando la tormenta interna que la consumía.

A su lado, Leonard hizo lo mismo. Su perfil parecía tallado en hielo: impecable, fuerte… y frío. Pero al alzar su copa, sus dedos se tensaron apenas un segundo, como si aquello que decía no fuera tan fácil de aceptar como aparentaba. Cuando habló, su voz fue como el filo de una daga envuelta en terciopelo.

—Esta alianza no es solo entre dos nombres nobles —dijo con tono firme—. Es un acto de responsabilidad para preservar la paz entre nuestras casas. Mi compromiso con Lady Violeta es el reflejo de lo que Theros necesita: estabilidad. No lo que el corazón desee… sino lo que el reino exige.

Las palabras, aunque formales, eran un cuchillo dirigido al corazón de Arabella… y también al de Emma.

No había ternura en su voz. No había una mentira romántica para disimular la frialdad. Había, sin embargo, respeto. Y un leve rastro de resignación.

Solo quien lo mirara con atención podría haber notado cómo su mandíbula se apretaba sutilmente al pronunciar la palabra “corazón”. O cómo sus ojos, fijos en el horizonte de copas elevadas, evitaban por un instante cruzarse con los de Emma… como si lo que acababa de decir lo condenara también a él.

El brindis se completó, pero antes de retirarse, Leonard se acercó un poco más. Su espalda recta, su porte regio… pero en su mirada, una sombra pasajera de cansancio, de duda. Y entonces le susurró:

—Sé que no me amas… y no espero que lo hagas. Esto es política, nada más. —Una pausa—. Pero compórtate como futura reina… y yo te trataré con la cortesía que exige el trono.

Emma tragó saliva. Sonrió con educación, aunque dentro de ella se alzaba una tormenta. Su voz fue tan serena como afilada:

—Qué amable, alteza. Pero la cortesía no me interesa… si viene con cadenas.

Él arqueó apenas una ceja ante su respuesta poco ortodoxa, pero no dijo nada más. Se alejó.

Desde la distancia, Arabella no soportó más. Caminó hasta él y le llamo.

—Leonard… —susurró Lady Arabella—. ¿Por qué no dejas esto? Eres el príncipe, todos te respetan.

—No puedo dar al pueblo lo que quiero. Pero puedo darle lo que necesita.

Y se fue.

Emma se quedó quieta, conteniendo el aliento. No por celos, no por dolor. Por miedo. Porque sabía que, según la novela, su muerte vendría antes del capítulo veinte. Violeta no sobrevivía. Nunca lo hacía.

Miró su copa de vino. Observó a los nobles. Se escuchaban risas falsas, pasos de vals, y cuchicheos venenosos. El escenario estaba armado.

Y ella era la villana que debía caer.

Pero esta vez…

—Esta vez escribiré otro final —murmuró para sí, con una sonrisa apenas visible.

Las copas aún tintineaban en el salón. La música continuaba, más suave, mientras las risas comenzaban a menguar entre los invitados. La ceremonia había terminado, y el compromiso estaba sellado, al menos públicamente. Violeta Lancaster era ahora, oficialmente, la futura princesa consorte.

Emma, atrapada en ese papel, caminó por el pasillo lateral del palacio, deseando que los muros dejaran de oprimirla. La atmósfera estaba cargada de flores, incienso y expectativas.

—Parece que hemos sobrevivido a la primera parte —dijo una voz a su izquierda, grave, templada, como el filo de una espada envainada.

Emma se detuvo. Leonard. El príncipe. A solas.

Se volvió con la serenidad ensayada que la versión original de Violeta habría perfeccionado durante años. Pero Emma no era esa mujer. Ella no buscaba su amor, ni soñaba con su corona. Lo único que quería… era salir viva de la novela.

—¿Sobrevivido? —respondió ella con una ceja levantada—. Qué romántica elección de palabras, Alteza.

Leonard esbozó una sonrisa apenas visible. No era un gesto cálido, pero sí curioso. Como si algo en ella ya no encajara con la imagen que él tenía.

—No me malinterprete. No soy un hombre de grandes emociones. Menos aún cuando sé que esto... —hizo un leve ademán entre ambos— es más un tratado que una unión.

—Vaya. Pensé que me susurrarías versos robados y promesas dulces —dijo Emma con ironía—. Estoy devastada por tu franqueza.

Eso hizo que él alzara ligeramente la barbilla. Su mirada se clavó en la de ella. Oscura. Medida. Como si buscara una grieta en el mármol.

—Siempre fuiste directa —murmuró—. Pero ahora... pareces distinta. Más afilada. Menos desesperada.

Emma se tensó. El verdadero comportamiento de Violeta estaba escrito: celosa, impulsiva, hambrienta de atención. Justo lo que ella trataba de no ser.

—Tal vez maduré —replicó con un tono ligero—. O tal vez vi con claridad el tipo de trato que me espera. Un matrimonio sin amor, por conveniencia, para aplacar al duque de Westerlyn y afianzar alianzas.

Él dio un paso hacia ella. No había amenaza, pero sí una firmeza que casi se podía tocar.

—¿Eso es un reclamo?

—No —contestó, manteniéndole la mirada—. Es un hecho. Y yo valoro los hechos. Los romances apasionados están sobrevalorados... sobre todo cuando conducen al exilio, al duelo o a la traición.

El silencio entre ellos fue espeso. Luego, Leonard habló, más bajo.

—Lady Arabella... no debería haberte avergonzado esta noche.

Emma parpadeó, sorprendida.

—¿Eso fue lo que creíste? ¿Que me sentí avergonzada?

—No lo sé. Francamente, no sé qué piensas. Antes creía conocer cada uno de tus movimientos. Y ahora… pareces leerme tú a mí.

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