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Capítulo 3: Los ojos que no debí mirar

El eco de las voces aún resonaba en los pasillos de piedra.

Emma se apoyó contra la fría pared del corredor, el corazón latiéndole con fuerza tras lo que acababa de escuchar. Un fragmento de conversación robada tras los tapices.

Así que ya empiezan a planear mi caída, pensó con amargura.

Y todavía faltaban diecisiete capítulos para su muerte oficial.

Consciente de que permanecer oculta demasiado tiempo solo levantaría sospechas, Emma alisó su vestido —un profundo azul noche con bordes de hilo plateado que resaltaban sus ojos, aunque no era momento de pensar en eso— y avanzó hacia el salón principal. Las puertas de madera tallada se abrieron como alas pesadas, y el sonido del laúd y los murmullos del baile volvió a envolverla.

Sabía lo que tenía que hacer: regresar, fingir, actuar. Nada nuevo. Era buena en fingir entusiasmo frente a libros mediocres. Esto no debía ser tan distinto.

Pero el destino —ese escritor torpe y dramático que guiaba las novelas románticas que tanto criticaba— tenía otros planes.

No había dado tres pasos dentro del salón cuando un cuerpo sólido chocó con el suyo.

—Oh, por...

Emma tropezó. Un brazo fuerte la sostuvo antes de que perdiera el equilibrio, y de pronto, sus ojos se encontraron con los de él.

Leonard.

El príncipe.

El héroe del relato.

Sus rostros estaban tan cerca que Emma podía contar cada pestaña, cada línea sutil de su expresión. Pero fue su mirada lo que la congeló. Esos ojos azules, tan fríos en apariencia, parecían ahora arder con una chispa de... desconcierto. Como si en ella hubiera algo que no podía descifrar. Algo que no encajaba en su mundo predecible de deber y destino.

Y ella, para su propio horror, sintió la corriente. Esa chispa maldita que tantas veces había leído en libros que había desmenuzado sin piedad: "Sus ojos se encontraron y el mundo dejó de girar..."

—No —susurró mentalmente.

Se separó de golpe.

No como una doncella nerviosa, sino como quien sabe exactamente lo que sigue en esa secuencia narrativa. Mirada intensa. Tensión. Sentimientos que germinan. Una danza. Una confesión. Un giro dramático. Y la villana... muerta.

Ella ya había leído ese libro. No iba a protagonizarlo.

—Mis disculpas, alteza —dijo con frialdad, haciendo una elegante reverencia—. No lo vi venir.

Leonard la observó, sin hablar. Sus ojos aún fijos en ella, como si el universo le hubiera jugado una mala pasada. Como si en ese instante algo —algo imperceptible— se hubiera quebrado dentro de su lógica cuidadosamente armada.

No era deseo. No era ternura.

Era… inquietud.

—No fue su culpa —dijo al fin, la voz grave, como un pensamiento en voz alta—. Fui yo quien no la vio.

Ella sostuvo su mirada un segundo más. Solo uno. Y luego dio media vuelta con la dignidad intacta, deslizándose hacia la sombra del salón como un espectro brillante.

Leonard la siguió con la vista, inexplicablemente atrapado por algo que no podía nombrar. No era la belleza —aunque era innegable—. Era esa energía contenida. Ese contraste entre sus gestos refinados y su mirada alerta, como si siempre estuviera evaluando el mundo desde una distancia invisible.

—¿Todo bien, mi príncipe?

La voz suave y melódica de Lady Arabella lo sacó del trance. Apareció a su lado como un pétalo arrastrado por la brisa, ojos miel, sonrisa delicada.

Leonard tardó un segundo en responder.

—Sí —dijo, pero su voz carecía de convicción.

Lady Arabella deslizó su mano con la suavidad de una flor entrenada para florecer en el momento justo. Sus dedos buscaron el brazo del príncipe, como tantas veces lo había hecho desde la infancia. Era un gesto familiar, cuidadosamente observado por los asistentes al baile. Un recordatorio sutil del compromiso que todos daban por hecho.

Pero esta vez, Leonard no se dejó llevar.

Antes de que sus dedos lo alcanzaran del todo, él giró ligeramente, con un movimiento tan natural que parecía casual, aunque no lo era.

—Lady Arabella —dijo en voz baja, lo bastante íntima como para que nadie más escuchara—. Recuerda que aún no se ha hecho ningún anuncio oficial. Este tipo de gestos podría malinterpretarse.

Ella parpadeó, desconcertada. El rechazo era sutil, sí, pero imposible de ignorar. Sus labios se curvaron en una sonrisa elegante, aunque los músculos de su rostro tardaron en responder.

—Lo lamento, alteza. Solo quería…

—Lo sé —interrumpió él, suavemente—. Pero es mejor mantener las formas. Este no es el momento… ni el lugar.

Ella asintió, aunque algo en su mirada se endureció apenas un poco.

Leonard volvió a mirar hacia la dirección en que Emma se había marchado. No entendía qué lo había alterado tanto. No era habitual en él dejar que algo —o alguien— lo sacara de su eje.

Pero aquella mujer… Violeta, como todos la llamaban, lo miraba como si viera detrás de la fachada. Como si no creyera una sola palabra de lo que él representaba. Y extrañamente, eso no lo enfurecía.

Lo intrigaba.

Emma avanzó por uno de los pasillos laterales del salón, lejos del bullicio, mientras su respiración seguía agitada. No por el tropiezo, ni siquiera por la intensidad de esos ojos dorados que la habían mirado con una mezcla de sorpresa y algo más peligroso: interés.

Interés. Maldita sea.

Apoyó una mano contra la pared recubierta de mármol, cerrando los ojos por un instante. No podía dejarse llevar. Había leído suficientes novelas como para saber lo que venía después de una mirada intensa y un contacto fortuito: enamoramientos absurdos, triángulos amorosos, y tragedias anunciadas.

Y ella era la villana.

No la protagonista. No la amiga sabia. La villana. La mujer a la que el lector debía odiar. La que interrumpía los destinos románticos y, peor aún, moría en el capítulo 20 apuñalada en una escena que ella misma, Emma, había descrito como "dramática como un mal guion de telenovela."

—No, no, no —murmuró para sí misma, alejándose del pasillo y subiendo por una escalinata lateral que daba al balcón.

El aire frío le golpeó el rostro, despejándole los pensamientos. Desde allí, el salón de baile parecía una caja de música, girando lentamente en su ridículo esplendor. Y ella… atrapada en una historia que había detestado. ¿Cómo carajos había terminado allí?

Lo había dicho como broma: “Este libro es tan malo que me dan ganas de meterme en él solo para arreglarlo.”

Y ahora estaba pagando el precio por burlarse.

Emma cerró los puños, clavando las uñas en las palmas hasta sentir el dolor. Las risas del salón se mezclaban con el eco de las palabras de Arabella. “No importa lo que digas”, pensó, mientras sus ojos recorrían la sala. En la sombra de un tapiz, dos figuras encapuchadas intercambiaban un pergamino sellado con lacre negro.

Se acercó sigilosa. El documento apenas alcanzaba a leerlo: “Neutralizar a Lancaster antes del equinoccio.”

El aire se volvió más frío. Sus dedos temblaron al guardar el papel entre los pliegues de su vestido. Ahora sabía que no solo debía sobrevivir a la trama… sino a una conspiración que ni siquiera el libro original había escrito.

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