La mañana se abrió paso lentamente entre las cortinas pesadas del apartamento de lady violeta Lancaster. El aroma del pan recién horneado y de las hierbas dulces impregnaba el aire, desplazando el silencio denso que había reinado durante toda la noche. Leonard, aún con el recuerdo de lo que había escuchado la noche anterior —las palabras de Lady Violeta susurradas al libro—, se incorporó con cautela en la cama. Sus ojos, todavía cargados de sospecha, buscaron el reloj de bolsillo en la mesita. Cada tic-tac se clavaba en su mente como si le recordara que estaba atrapado en un mundo que no era el suyo.
Un leve crujido de la puerta lo sacó de sus pensamientos. Lady Violeta entró, vestida con un delicado vestido color marfil, con encajes que dejaban entrever la perfección que tanto se enorgullecía de mostrar. En sus manos sostenía una bandeja de plata adornada con una vajilla impecable: una jarra con jugo de granada, panecillos dorados, huevos preparados con finura y una pequeña flor fres