Ariana Soler lo tiene todo: belleza hipnotizante, éxito profesional como la dueña de la prestigiosa firma de cosmética Noir Éternel, y una vida aparentemente perfecta. Pero detrás de su seguridad férrea y sus ojos azul profundo se esconde una herida imposible de cerrar: la misteriosa desaparición de su madre cuando apenas era una niña. Un hecho que marcó su existencia y que aún la persigue con la fuerza de un susurro en la oscuridad. Aarón Montero, un empresario poderoso y obsesionado con el control, lleva años siguiendo los pasos de Ariana desde la distancia. Para él, ella no es solo una pieza clave en una alianza estratégica… es la única mujer que ha logrado desestabilizar su mundo. Fascinado hasta la obsesión, decide que la única forma de tenerla cerca es con una propuesta que nadie esperaría: un matrimonio por conveniencia. Lo que ninguno imagina es que el amor, la ambición y la oscuridad del pasado comenzarán a entrelazarse de forma peligrosa. Porque entre secretos familiares, traiciones escondidas, amantes prohibidos y pasiones desbordadas, tanto Ariana como Aarón descubrirán que sus promesas pueden no ser suficientes para mantenerse a salvo… ni del uno ni del otro.
Leer másTenía ocho años cuando el mundo dejó de tener sentido.
La vida en la mansión Soler era todo menos simple. Desde fuera, parecía un palacio sacado de una revista de arquitectura de lujo: columnas blancas, jardines simétricos, fuentes con esculturas clásicas, y un portón de hierro forjado que protegía nuestra privacidad como si fuera un tesoro. Pero la opulencia es una máscara. Yo, con mi vestido de seda azul y las trenzas perfectamente apretadas por mi niñera, era solo una muñeca más dentro de esa vitrina de perfección. Mi madre, Elena Soler, era una presencia cálida, hermosa y silenciosa. Recuerdo cómo solía acariciarme el cabello por las noches, entonando una canción francesa que nunca supe si era real o inventada. Tenía una fragancia a jazmín que impregnaba las sábanas de mi cama incluso después de que se marchaba. Esa noche, esa última noche, su perfume también estaba allí… pero su voz, no. —Ariana, mon trésor —me dijo de pronto desde la puerta del jardín, interrumpiendo mis juegos solitarios—. Ven conmigo, quiero hablarte. Corrí a su lado, acostumbrada a que cada momento con ella era un regalo. Mamá no era como las otras madres de la élite parisina. No gritaba, no posaba para las cámaras, no coleccionaba joyas como trofeos. Era etérea, como una mariposa que se posaba solo por segundos antes de alejarse. —¿Qué pasa, mamá? —le pregunté, tomándola de la mano. —Quiero que recuerdes algo muy importante, Ariana. Pase lo que pase, tú eres fuerte. No necesitas a nadie para sostenerte. ¿Me lo prometes? Yo no entendía, pero asentí. —¿Me vas a dejar sola? Ella sonrió con los ojos húmedos. Fue la sonrisa más triste que he visto. —Nunca estarás sola, aunque no me veas. Créeme. Esa fue la última vez que la vi. Desperté con el corazón encogido. Sentí el frío antes de abrir los ojos. Su perfume no estaba. Su sombra no se reflejaba en la pared. Bajé corriendo las escaleras de mármol, gritando su nombre. Nadie respondió. Ni las niñeras. Ni el personal. Ni siquiera mi padre. Samuel Soler era un hombre al que el mundo temía. Empresario, coleccionista de arte, inversor en tecnología, diplomático ocasional. Siempre impecable. Siempre inexpresivo. Esa mañana estaba en su estudio, bebiendo café negro y hojeando el periódico como si nada hubiera pasado. —¿Dónde está mamá? —pregunté, con la garganta hecha un nudo. Él bajó el periódico lentamente y me miró. —Tu madre ha tenido que irse. Por asuntos personales. —¿Y por qué no se despidió? —insistí, temblando. —Porque no podía. No debes hacer más preguntas. Lo dijo con un tono tan seco que supe que la conversación había terminado antes de empezar. Pero yo no dejé de hacer preguntas. En silencio, a escondidas. En los pasillos, escuchando detrás de puertas cerradas. Encontré cartas rotas en la chimenea. Documentos escondidos en los cajones de su estudio. Fotografías antiguas donde mamá salía con una expresión distinta… como si supiera que algo la perseguía. A los ocho años, empecé a entender que la verdad no vive en la superficie. Y que en mi familia, lo que no se dice es más poderoso que lo que se muestra. Han pasado diecisiete años desde aquella noche. Y aún no hay respuestas. Mi reflejo me devuelve una imagen que, muchos dicen, impone. Alta, de figura estilizada pero marcada, piernas largas, cintura definida y curvas que atrapan miradas aunque no lo busque. Mi piel es blanca, pálida como el mármol de Carrara que cubre las paredes de mi baño. El cabello negro azabache me cae por la espalda como una cascada perfectamente controlada, y mis ojos —azules, fríos, profundos— no muestran piedad. Aprendí a convertir mi imagen en un escudo. Pero lo que más me representa es mi andar: firme, sin titubeos. Soy Ariana Soler. Heredera de una fortuna ancestral y fundadora de "Noir Éternel", una marca de cosmética que lleva cinco años redefiniendo la belleza como empoderamiento femenino. No vendo maquillaje. Vendo identidad. Y las mujeres me creen, porque yo misma soy mi mejor campaña. Pero por dentro… aún hay vacíos. No importa cuántas portadas ocupe, cuántas cifras rompa, cuántos hombres me deseen desde la distancia. En las noches, cuando apago todo y me quedo sola, me visita esa niña de ocho años. Me recuerda que mi madre sigue desaparecida. Que nadie me ha dicho nunca la verdad. Mi empresa nació del dolor. De las ganas de construir algo que dependiera solo de mí. Porque aprendí demasiado joven que no hay castillo que no se derrumbe si lo sostiene una mentira. Y mi familia… está construida sobre secretos. —Señorita Soler, hay alguien esperando en la sala principal —me dijo Olivia, mi asistente, una mañana de lunes. —¿Quién? —No quiso dar su nombre, pero dejó esto. Me extendió una pequeña caja negra. Dentro, una nota escrita con tinta azul: "Hay verdades que esperan. Es hora de abrir los ojos. Tu madre sabía más de lo que imaginabas." El corazón me dio un vuelco. ¿Quién era esa persona? ¿Cómo sabía lo que significaba para mí? ¿Por qué ahora? Me levanté de mi sillón ejecutivo con el pulso acelerado. —¿Dónde está? —Ya se ha ido. Solo dejó la caja. Miré por la ventana. Nada. Solo París, vibrante, hermosa, caótica. Ese mismo día, me encerré en el archivo privado que guardo en el piso inferior de mi departamento. Allí están todos los documentos que he recopilado por años. Registros médicos, reportes policiales, notas antiguas, transcripciones de llamadas. Y una pared entera dedicada a mi madre. Su rostro me observa desde múltiples ángulos. En algunas fotos sonríe, en otras parece saber que el fin estaba cerca. La caja negra y la nota serán archivadas allí también. Pero no como una prueba más. Esta vez lo sentí diferente. Esta vez, alguien quiere que descubra lo que siempre me han escondido. Y estoy lista. Desde que tengo memoria, no confío en nadie del todo. Mi padre jamás volvió a mencionar a mi madre. Mis tías viven entre cirugías y obras de caridad fingidas. Mis primos, hombres ambiciosos que huelen a dinero sucio. Y el apellido Soler, por más prestigioso que sea, tiene tantas sombras que podrías perderte en ellas. Pero yo no me pierdo. Yo observo. Analizo. Espero. Y actúo cuando es el momento justo. Quizá por eso, aunque muchos hombres se han acercado con sonrisas encantadoras y trajes a medida, ninguno ha logrado cruzar esa barrera invisible que me protege. No creo en el amor fácil. No creo en las promesas. No creo en los cuentos. Creo en mí. Y ahora, más que nunca, sé que la historia apenas comienza. Porque si alguien ha tocado mi pasado, significa que aún hay piezas en movimiento. Que la desaparición de mi madre no fue una huida. Fue una consecuencia. Y yo… voy a encontrar la causa. Aunque eso signifique destapar la podredumbre de mi propio apellido. Aunque eso signifique perderlo todo.El silencio en mi habitación era espeso, casi sólido, como si las paredes hubiesen absorbido todo el ruido del mundo y me lo devolvieran en forma de angustia. Había intentado dormir, pero el insomnio me estrujaba con la misma fuerza con la que lo hacían mis pensamientos. Me levanté, descalza, y caminé hacia la ventana. La ciudad dormía allá afuera, pero yo no podía darme ese lujo. No cuando tenía que fingir durante el día que todo iba bien.Michael no me había escrito. No desde hacía más de veinticuatro horas, y aunque sabía que nuestra relación estaba colgada de un hilo que no podía exhibirse, su silencio me hería más de lo que me gustaba admitir. Me preguntaba si él también sentía culpa. Si también pensaba en mí cuando cerraba los ojos. O si acaso su silencio era su forma de decir que esto había llegado al final.Encendí mi móvil. Ni un solo mensaje. Nada de él. Tampoco de Aarón. Aunque ese era otro asunto. Desde aquella noche en que me besó y luego fingió que no había ocurrido nada
ArianaMe senté frente al ventanal de mi apartamento, con las luces apagadas y una taza de té frío entre las manos. Afuera, la ciudad seguía latiendo como si no supiera que dentro de mí algo se estaba rompiendo. El rostro de Aarón seguía viniendo a mi mente como un eco, pero no era eso lo que me tenía insomne esa noche. Era lo que había descubierto Lucas.—No te va a gustar lo que tengo que decirte —me había advertido por teléfono, y su tono fue suficiente para erizarme la piel.Ahora tenía frente a mí los informes. La carpeta estaba abierta en la mesa del comedor, como si esperara que yo la asimilara con más calma. No podía. Fabio Santino había salido del psiquiátrico poco después de haber ingresado, y aunque su rastro se había diluido por años, Lucas lo había ubicado en una clínica privada hace menos de seis meses. Lo inquietante era la proximidad. Su ubicación actual quedaba a solo cuarenta minutos de la ciudad.Me levanté y me acerqué a la car
ArianaNo dormí esa noche. No por completo. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes del rostro de Aarón me invadían, esa mirada intensa, la manera en la que se quedó parado en el umbral de mi casa, como si estuviera viendo un fantasma. O como si, por fin, hubiese encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando.El amanecer me encontró sentada en la sala, con una taza de té frío entre las manos. Isadora no tardó en aparecer, con el ceño fruncido y una manta que me arropó sin decir palabra. Se sentó frente a mí. Sabía que yo no iba a hablar todavía, pero también sabía que cuando lo hiciera, lo contaría todo.—Lucas viene en camino —dijo al fin, con voz suave—. Me llamó esta mañana. Dijo que tiene algo.Asentí, sin dejar de mirar la ventana. Las calles ya comenzaban a llenarse de ruido, pero dentro de mí todo estaba en pausa. Sentía que algo se avecinaba, como si una puerta invisible estuviera a punto de abrirse. Y, al otro lado, esperaba la verd
Ariana Desperté sobresaltada. Mi corazón palpitaba con fuerza, como si algo en mis sueños hubiese intentado advertirme de una amenaza latente, una sombra que avanzaba lentamente, sin prisa pero con precisión. Me incorporé de golpe y busqué a tientas mi teléfono en la mesita de noche. Eran las 6:07 a.m.Había dormido apenas unas horas. La conversación con Lucas Martini del día anterior me había dejado inquieta, especialmente la nueva conexión entre Gregorio Lanza y Fabio Santino. ¿Cómo era posible que ambos hubiesen coincidido en el psiquiátrico en 2002 y, además, tuviesen relación con mi madre? Era como si todo el rompecabezas estuviese a punto de encajar, pero faltara aún una pieza crucial.Me levanté, me envolví en una bata de satén y caminé descalza hasta la cocina. Necesitaba café y respuestas.—Buenos días, señorita Ariana —dijo Olivia al verme entrar, más despierta de lo que yo podía soportar a esa hora.—¿Desde cuándo estás despierta?<
Aarón A veces pienso que el castigo más grande no es lo que te hacen los demás, sino lo que te haces tú mismo cuando te miras al espejo y no te reconoces. Esta mañana me desperté con la luz colándose por las rendijas de las persianas de mi habitación. El silencio me envolvía, ese tipo de silencio que no es paz, sino amenaza. Desde que volví a Madrid, los recuerdos me asaltan como sombras que no puedo disipar. Ariana. Su nombre es una constante en mi mente, como una nota que nunca termina de sonar. Estoy en casa de mi madre, aunque nunca la he sentido como mi hogar. Ella se ha empeñado en tratarme como si todavía tuviera quince años, y yo me dejo cuidar porque no tengo la energía para discutir. Sebastián vino temprano, me dejó un montón de carpetas en la mesa del salón y me exigió que las revisara. Lo hice a regañadientes. Había informes sobre Fabio Santino, más documentos sobre el psiquiátrico en el que estuvo Gregorio Lanza, y una serie de fotografías
Ariana SolerLa ciudad había perdido todo color. Incluso el cielo, normalmente tibio y apacible a esa hora de la tarde, había adquirido un matiz gris, opaco, como si se solidarizara con el temblor que aún me recorría el cuerpo.Regresé a casa sin saber cómo. Las calles eran un borrón de luces y bocinas. Me senté en el suelo del salón, sin energía para alcanzar el sofá, con el expediente entre mis manos. El mismo documento que confirmaba que durante años, mi madre había sido tratada como una paciente psiquiátrica sin nombre. Oculta. Invisible.Me dolía la cabeza, los ojos, el alma. Me dolía todo.Esa noche, no dormí.Pegué las fotocopias en la pared de mi estudio, como si armar una línea del tiempo pudiera devolverme algo de control. Desde la foto de ella a las afueras del psiquiátrico, hasta el informe que mencionaba su desaparición dos días después. Había una firma en la parte inferior del documento final. Un nombre que se me clavó como
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