Desperté con la tenue luz del amanecer colándose entre las rendijas de las viejas persianas. El aire de la habitación olía a polvo y madera envejecida, una mezcla que me resultaba absurdamente reconfortante. Mi cuerpo estaba cubierto por la colcha que encontré en el baúl del pasillo, la misma que mi madre usaba en sus tardes de lectura. Por un momento, me permití quedarme inmóvil, sintiendo el peso del silencio y de los recuerdos que parecían haberse deslizado entre las paredes para observarme mientras dormía.
Miré el techo, buscando respuestas en las grietas. No había pesadillas esa noche, aunque tampoco paz. Había una especie de expectativa suspendida, como si la casa misma me hubiese estado esperando.Me incorporé lentamente, sintiendo el crujido de la cama de madera bajo mi peso. Me puse de pie, descalza, sintiendo el suelo frío como un ancla que me recordaba dónde estaba. La casa de mi infancia. La misma donde escuché por última vez la voz de mi madre. Donde a