Eran pasadas las once de la noche, pero yo no podía dormir.
La imagen de ella —con ese vestido negro que parecía pintado en su piel— seguía clavada en mi cabeza como una espina exquisita. Ariana Soler. Ese nombre se había tatuado en mi mente desde el momento en que la vi salir del café en el centro de Paris hacía casi seis meses. No supe entonces por qué algo dentro de mí se encendió con tanta violencia. Pero lo supe cuando la miré a los ojos en la gala. Había algo más que belleza… era magnetismo, una oscuridad velada que se parecía mucho a la mía. Estaba en mi estudio, apoyado en la barandilla del ventanal que daba al lago. Milán dormía, pero yo no. Con un vaso de whisky en una mano y el móvil en la otra, repasaba los últimos informes que Sebastián me había enviado. —No hay nada concluyente aún —dijo su voz a través del altavoz—, pero lo que encontré sobre la mansión Soler no es normal. Documentación traspapelada, remod