Capítulo 3 – Aarón

No sé exactamente qué fue lo que me detuvo esa tarde.

El mundo seguía girando como siempre, la gente hablaba, reía, caminaba frente a mí sin dejar huella. Estaba acostumbrado a no mirar. A no sentir. A no involucrarme. Mi vida era una coreografía precisa de poder, transacciones, y vacío. Pero entonces, allí estaba ella.

Ariana.

No la conocía. Ni su nombre, ni su historia, ni su mundo. Pero bastó un instante —un maldito instante— para que algo se rompiera en mí.

La vi cruzar la calle frente al Palais Garnier, saliendo de uno de esos cafés donde las élites parisinas desayunan como si nada pudiera tocarlas. Caminaba sola, sin escoltas, con el rostro al descubierto. Una mujer como ella no debería ir sola. No con esa presencia. No con ese cuerpo que parecía esculpido con saña y belleza al mismo tiempo. Era alta, de piel clara como la porcelana, cabello negro que caía como seda sobre su espalda y unos ojos azules que incluso desde la distancia parecían romper el aire. No eran solo sus rasgos; era algo más… algo que se movía con ella, como si el mundo tuviera que inclinarse a su paso.

Yo estaba sentado en mi auto, esperando a que terminara una reunión estéril con un ministro corrupto. No sé por qué miré por la ventana. No suelo hacerlo. Pero ese día lo hice. Y ahí estaba ella.

Durante unos segundos, mi respiración cambió. No fue deseo inmediato. Fue fascinación. Inquietud. Como si algo dentro de mí recordara haberla visto antes, aunque sabía que no era posible. Las mujeres más bellas de Europa han pasado por mi lado sin arrancarme una emoción. Ella, en cambio, lo trastocó todo.

Podría haberlo dejado pasar. Podría haber encendido el motor, seguir con mi día, ahogar esa imagen en la próxima reunión de negocios. Pero no lo hice.

—Síguela —le dije al chofer sin mirar atrás.

Él me miró por el retrovisor, dubitativo, pero obedeció.

Esa fue la primera línea que crucé.

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Durante semanas me limité a observar.

No soy un hombre impulsivo. He construido un imperio sobre la base del control absoluto. No doy un solo paso sin evaluar cada consecuencia. Así fue como mi apellido se convirtió en sinónimo de poder y mi nombre, en uno que se susurra, no se pronuncia. Pero con ella… mi juicio comenzó a flaquear.

Contraté a Etienne, un investigador privado con el que he trabajado en casos de alto perfil. Le di una sola orden: descubrir todo sobre ella.

El informe tardó tres días. Lo leí de madrugada, en mi despacho de Ginebra.

Ariana Soler. Veinticinco años. CEO de Noir Éternel. Heredera de uno de los imperios económicos más antiguos de Francia. Hija de Samuel Soler y Elena Delacroix. Su madre desapareció sin dejar rastro hace diecisiete años. El caso fue cerrado por falta de pruebas.

Me detuve allí.

Desaparición.

Era como si el destino me estuviera hablando.

Seguí leyendo. Educación en Suiza. Estudios en negocios internacionales y química cosmética. Lanzó su propia marca a los veintiún años, financiada por capital familiar, pero desarrollada desde cero por ella. Dicen que es brillante. Que no acepta órdenes. Que no confía en nadie.

Perfecto.

Mientras más leía, más entendía lo que me había impactado: no era solo su belleza. Era su fuerza. La manera en que contenía todo bajo control. Su vida era un escenario meticulosamente diseñado. Yo lo reconocía porque yo también vivía así.

Y sin embargo, detrás de todo, había grietas. La desaparición de su madre. La frialdad de su padre. Las conexiones ocultas de su familia con negocios turbios en los Balcanes y Marruecos. El legado del silencio.

Cada vez que encontraba una pieza más, mi interés se intensificaba.

Ariana no era una simple mujer rica. Ariana era un enigma.

Y yo tenía que poseerlo.

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Durante una semana no dormí bien. Soñaba con sus ojos, con su andar elegante, con esa energía contenida. Comencé a asistir a los eventos donde ella podría aparecer, manteniéndome lejos, en las sombras. No soy un hombre fácil de reconocer; me aseguro de ello. Aunque mi nombre lo conocen todos, mi rostro no aparece en las revistas.

La observaba. Medía sus gestos. Analizaba sus rutinas. Cada día la sentía más cercana, aunque ella no tenía idea de mi existencia.

Eso debía cambiar.

Pero no de forma impulsiva. Ariana no es de las que se enamoran con flores y sonrisas. No. Ella necesitaba razones. Necesitaba certezas.

Así que tracé un plan.

No podía acercarme como un extraño cualquiera. Tenía que presentarme como un igual. Un socio, un aliado, incluso un desafío.

Y para eso, debía encontrar su punto débil.

Su madre. Ahí estaba la llave.

No había sido una desaparición común. Lo sabía. Demasiados vacíos en el informe policial, demasiadas contradicciones. Etienne me lo confirmó: “El caso fue cerrado demasiado rápido para un escándalo de esa magnitud. Y nadie quiso hablar. Ni la prensa. Ni los empleados. Ni el padre.”

Ariana había vivido con esa sombra toda su vida. Y si yo podía aportar respuestas… ella no podría ignorarme.

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Esa noche volé a Marrakech.

No fue por turismo.

Allí, según los archivos ocultos que conseguí, fue visto por última vez uno de los empleados personales de Elena Delacroix. Un hombre llamado Mourad Bellarbi. Desapareció dos semanas después que ella.

Etienne organizó una reunión con alguien que decía conocer al tal Mourad.

Un hombre viejo, ojos cansados, manos ásperas.

—¿Qué quiere de mí? —me preguntó, desconfiado.

—Solo la verdad —le dije.

El hombre escupió al suelo y negó con la cabeza.

—La verdad está muerta, señor. Como todos los que la conocieron.

—Entonces tráemela tú.

Le puse un fajo de billetes en la mesa. No pestañeó.

—Mourad sabía cosas. Cosas grandes. Sobre la señora Delacroix… y sobre su esposo. Ella quería huir. Estaba asustada. Dijo que había descubierto algo que ponía en peligro a su hija. No dijo qué.

—¿Y después?

—Después… ella desapareció. Él también. Solo que a él lo encontraron, meses más tarde. Flotando en el río. Sin lengua.

Volví a casa con el estómago revuelto. Pero también con algo más: una certeza.

Ariana estaba metida en algo que ni siquiera ella entendía del todo. Y yo… yo tenía que estar cerca cuando lo descubriera.

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Días después, en mi despacho de París, llamé a mi abogado.

—Quiero una alianza.

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