Tenía ocho años cuando el mundo dejó de tener sentido.La vida en la mansión Soler era todo menos simple. Desde fuera, parecía un palacio sacado de una revista de arquitectura de lujo: columnas blancas, jardines simétricos, fuentes con esculturas clásicas, y un portón de hierro forjado que protegía nuestra privacidad como si fuera un tesoro. Pero la opulencia es una máscara. Yo, con mi vestido de seda azul y las trenzas perfectamente apretadas por mi niñera, era solo una muñeca más dentro de esa vitrina de perfección.Mi madre, Elena Soler, era una presencia cálida, hermosa y silenciosa. Recuerdo cómo solía acariciarme el cabello por las noches, entonando una canción francesa que nunca supe si era real o inventada. Tenía una fragancia a jazmín que impregnaba las sábanas de mi cama incluso después de que se marchaba. Esa noche, esa última noche, su perfume también estaba allí… pero su voz, no.—Ariana, mon trésor —me dijo de pronto desde la puerta del jardín, interrumpiendo mis juegos
Leer más