Ella camina entre los muertos, los siente, los comprende... pero jamás había visto a uno resucitar. Él ha renunciado al amor, convencido de que no lo merece. Sin embargo, el lazo predestinado entre ambos se enciende desde el primer encuentro, ardiendo con una intensidad imposible de ignorar. En un mundo donde humanos, inmortales y no vivos simulan una armonía frágil, la paz es solo una ilusión. Secretos oscuros se ocultan en las sombras, enemigos acechan en cada rincón y la línea entre la vida y la muerte nunca ha sido tan delgada. Juntos, deberán desafiar las reglas de su mundo y enfrentar no solo a quienes los quieren destruir, sino también a los demonios que llevan dentro. ¿Hasta dónde llegarías por alguien que no pertenece a tu especie? ¿Puede el destino vencer al miedo y al sacrificio?
Leer másCordelia
—¡Oye! Te ves guapísima —dijo con esa voz apática que te hacía sentir como si te estuviera lanzando un ladrillo a la cara en lugar de un cumplido. —¿Y eso a qué viene? —le contesté, arrastrando las palabras mientras la miraba de arriba abajo, más por costumbre que por verdadero interés en su atuendo. Fernanda estaba impecable, como siempre. Pero no tenía tiempo para analizar su estilo. Porque, en menos de un segundo, ya estaba gritando. —¡Ya está, Cor! —me agarró de los brazos con una fuerza innecesaria, como si fuera a arrancarme del sofá por completo—. ¡Ya basta de lloriquear por ese escuincle malparido! Me tambaleé cuando me obligó a levantarme. Logré zafarme de su agarre y me quedé parada ahí, cruzando los brazos, aunque me sentía como un trapo viejo que alguien había descolgado a la fuerza. —¡Uy sí! —le reproché, arqueando una ceja coloqué las manos en mis caderas—. Como si fuera por ese baboso y ordinario por el que estaba llorando... Ella no se lo creyó ni por un segundo. —¿Entonces? —preguntó, cruzándose de brazos como una madre a punto de soltarme un sermón. Su mirada me recorrió de arriba abajo, como si fuera un proyecto de renovación en ruinas—. ¡Mírate! ¡Se ve que hace un mes no te bañas! ¡Hueles espantoso! Además de tener una cara de culo. Levanté un brazo por puro instinto y me olí. ¡Oh, no! Pues sí, estaba apestosa. —¡Ay ya! No sé a qué vienes, pero lo mejor es que te vayas —dije, tratando de sonar firme, aunque mi voz salió de lo más chillona—. No olvides dejar la copia de mi llave en la mesita. Pero ella no iba a rendirse. —¡No me voy! —chilló como una niña malcriada. Se dejó caer en el sofá con un desplante que habría sido divertido en otra situación—. ¡Es tu cumpleaños, por el amor de Dios! "¿Mi qué?" Me quedé mirándola, parpadeando, mi cerebro trataba de procesar esa palabra como si fuera un concepto nuevo. Cumpleaños. "¡Ay, no!" Yo ni siquiera sabía en qué día estaba. Fernanda exhaló con fuerza, dejando caer la cabeza contra el respaldo del sofá. Pero al segundo la retiro sintiendo asco. —¡Esto huele a m****a! De verdad no te reconozco, Cordelia. El imbécil de Juan te volvió una pordiosera mal oliente. Solo escuchar su nombre me revolvió el estómago. Literalmente. Tuve que tragar saliva para no vomitar ahí mismo. Cerré los ojos y, por un momento, su cara apareció en mi mente. Esa cara que alguna vez me hacía sonreír y que ahora me daba ganas de acabar con todo. —¡Lo encontré con otro tipo en la cama! —escupí de golpe, como si las palabras fueran veneno que necesitaba sacar de mi cuerpo—. ¡Con mi propio hermano! ¿Te lo puedes creer? Recordar cómo los había encontrado me hacía sentir como si me hubieran llenado de estiércol la garganta. No era solo la traición de Juan. Era Diego, mi hermano gemelo, mi otra mitad. La única persona que se suponía que nunca me haría algo así. Pero los encontré a los dos, en mi casa, en mi habitación, cogiendo como perros, ensuciando mis sabanas nuevas... El solo hecho de pensar en cuántas veces me lo metió después o antes de metérselo a mi hermano por el trasero, me llenaba de asco. De ganas de querer arrancarle ese pedazo de carne podrida. Fernanda ni se inmutó. —¡Claro que sí! Te lo vengo diciendo hace una vida... —respondió con una tranquilidad irritante, mirándose las uñas esculpidas. "¿Cuándo se hizo eso?" —¿Qué? ¿Desde cuándo? —bufé, llevándome las manos a la cabeza. —Desde siempre. Pero no escuchas —respondió, levantando un dedo acusador—. Te dije que Juan era demasiado… ¿cómo decirlo? Flexible. Me quedé mirándola, sin saber si reír, llorar o aventarle un almohadón. Opté por lo último y se lo lancé directo a la cara. Ella lo esquivó como si lo hubiera esperado, riéndose como si todo esto fuera un juego. Pero no lo era. Para mí no. —¿Sabes qué es lo bueno de estar muerta, Cor? —dijo de pronto, con su tono casual—. Que ya no tienes que lidiar con cosas como… eso. Me congelé. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Lo decía con una naturalidad que a veces me ponía los pelos de punta. Aunque, claro, después de años de hablar con ellos, debería haberme acostumbrado. Pero no lo hacía. Nunca lo hacía. —Estás insoportable, ¿sabías? —continuó Fernanda mientras señalaba el desorden a mi alrededor—. Y encima de todo, tu casa es un desastre. Si algún día decides dejarme cruzar al otro lado, espero que lo hagas después de limpiar un poco. No pude evitar soltar una risa seca, a medio camino entre la incredulidad y la resignación. —Qué considerada eres —murmuré, dejándome caer de nuevo en el sofá. Ella sonrió y, por un momento, parecía tan… viva. Se levantó, agarró un calcetín del suelo con dos dedos y lo levantó como si fuera tóxico. —Además, tu licencia ya terminó. Vamos, hay que ir a trabajar —dijo con un tono autoritario, tirando el calcetín al bote de la basura. La miré como si me hubiera hablado en otro idioma. —¿Qué? —solté con incredulidad—. Estoy en medio de una crisis existencial, Fernanda. ¿Y tú me sales con que mi licencia terminó? Ella rodó los ojos. —Creo que es tu estado natural, ¡querida! Recuerda que los muertos no van a embalsamarse solos. Ahora, súbete al regazo de la dignidad y ve a bañarte. —¿Qué? No. Estoy bien así. Podemos irnos ya —intenté, pero hasta yo sabía que no era convincente. Fernanda levantó una ceja, esa mirada que decía: “ni lo intentes”. Dio un paso hacia mí y me apuntó con un dedo. —Cordelia, llevo años aguantando tus crisis y tus excusas, pero esta vez no voy a tolerarlo. No voy a dejar que arrastres tu olor a pecueca, macueca y sudor, peor que cadáver rancio por toda la ciudad. —¡No es para tanto! —protesté, aunque el rubor en mis mejillas me delató. —¡Sí lo es! —gritó, me agarró por los hombros y me dio la vuelta, empujándome hacia la puerta del baño—. Anda, métete a la ducha. No voy a moverme de aquí hasta que salgas oliendo a algo que no sea m****a fermentada. Bufé y me giré para mirarla por encima del hombro. —¿Sabes qué? Eres la peor amiga que he tenido. Fernanda sonrió con una dulzura que sabía perfectamente que me irritaba. —Y tú eres la más apestosa que he tenido. Ahora, quita ese olor. Suspiré con dramatismo y me metí al baño, cerrando la puerta con un golpe que sabía que ella iba a ignorar. *** Salí del baño con el cabello mojado y el ánimo un poco menos pesado, aunque no estaba dispuesta a admitirlo. Fernanda me esperaba junto a la puerta, inspeccionándome como si fuera un producto en un estante. —Mucho mejor —dijo, satisfecha—. Ahora pareces casi humana. —Y tú casi una persona funcional —repliqué, empujándola suavemente para que se moviera de la puerta. —Ay, Cor, si no fueras tan insoportable, casi me caerías bien —respondió ella, siguiéndome mientras agarraba mi bolso. El aire denso de la Metrópolis nos envolvió al salir. La neblina se arremolinaba perezosamente bajo las luces de neón, como si formara parte del bullicio eterno. La calle vibraba con vida. El transporte aéreo zumbaba por encima de nuestras cabezas. Los anuncios holográficos proyectaban colores brillantes en cada esquina, parpadeando sin cesar. La cacofonía incesante de voces, pasos y música se fusionaba en un ritmo que nunca desaparecía, ni siquiera en las horas más oscuras. —Vamos rápido, que Doña María ya debe estar esperando con los chismes del día. —Sí, seguro trae algo sobre conspiraciones de vampiros o demonios esta vez —repliqué mientras revisaba que mi bata estuviera doblada en el bolso—. Un día de estos, alguien va a decirle a Doña María que tiene demasiada imaginación. —O demasiada información —respondió Fernanda con una sonrisa traviesa—. Por algo está muerta, ¿no crees? —soltó, como si nada. Me detuve un momento, mirándola. Fernanda hizo un gesto de “¿qué?” y siguió caminando como si no hubiera dicho nada importante. —Vamos, muerta o no, apúrate —dije, adelantándome con pasos rápidos. —Ay, tranquila, que las almas en pena pueden esperar un ratito más —respondió, con una risa ligera que me arrancó una sonrisa a pesar de mí misma.ZeirenLa casa estaba en silencio.Pero no de ese silencio incómodo, como el que reina en el Cielo.Este era otro. Uno lleno de cosas vivas.De palabras susurradas casi sin aliento.De promesas que colgaban en el aire y se concretaban una vez al mes.La Ciudad de los Renegados había cambiado. Ya no olía a ruina. Ya no gritaba abandono.Había faroles encendidos, calles de tierra pero limpias. Diferentes lugares para socializar, para convivir sin miedo.Y en medio de todo eso… nuestra casa.No era grande. No era lujosa.Pero era nuestra.Un sueño hecho realidad.Uno que no pensamos que realmente podríamos disfrutar juntos.Al principio, la idea era que cada uno viviera allí, pero no a la misma vez. Ella pasaría unos días y me dejaría detalles para crear la ilusión de que aún estábamos juntos... y yo haría lo mismo.¿Patético? Posiblemente sí, pero era la única salida que teníamos.Hasta que nos llegó la noticia.El relato más valiente que Fernanda y Damien nos pudieron dar: se atreviero
FernandaHabía una vez, en una tierra ni tan lejana ni tan mágica, dos almas destinadas a encontrarse. Como imanes imposibles de separar, tanto así que el universo conspira para reunirlas.Dicen que hay fuerzas invisibles que guían los pasos de esos enamorados, que la muerte misma se detiene para dejar que el amor suceda.Y ellos lo eran...Él era alto, atormentado, guapo hasta el pecado y con el pasado lo suficientemente trágico como para hacer llorar a una piedra.Ella, fuerte, valiente, con el corazón lleno de cicatrices y la determinación de quien ya lo perdió todo… pero que aún caminaba como si el mundo fuera suyo.Se cruzaban entre la vida y la muerte. Entre la luz y la oscuridad. Entre el cielo y el infierno.Y cuando sus miradas se encontraban, todo se detenía.El tiempo.El dolor.El mismísimo universo.Era amor. De ese que rompe reglas. De ese que hace temblar dimensiones.Un amor eterno.Poderoso.Inevitable.Romántico, ¿no?Sí… hasta que te das cuenta de que ese "gran reen
ZeirenOdiaba esa oficina.Cada ángel que pasaba me saludaba con una reverencia ridícula, y cada vez que alguien me decía “Señor de la Transición” me daban ganas de estrellarles la cabeza contra la pared.No porque no supiera el peso del cargo.Sino porque ese cargo no me devolvía lo que más me importaba.Mi Eloah.Desde que Cordelia y yo fuimos separados por voluntad del Creador, el cielo se volvió una jaula luminosa.Todo demasiado blanco, demasiado perfecto. Sin una sombra donde perderse. Sin un rincón que pudiera doler.Y yo necesitaba sentir ese dolor.Porque lo único que me quedaba de ella… Era eso, el único sentimiento que tenía permitido experimentar.Dormir era inútil.Cada vez que cerraba los ojos, la sentía.Su voz, su piel, el sonido de su risa.Despertaba con el corazón hecho nudos. Y solo el peso de la responsabilidad me mantenía en pie. Porque me debía a este "trabajo" para que ella siguiera existiendo.En teoría, tenía tareas. Documentos. Audiencias.Pero el cielo, tan
CordeliaVolver al Averno fue como despertar en mitad de una pesadilla que ya conocía muy bien.La arena estaba agrietada, como si el corazón del mundo se hubiera partido en dos.El aire… el aire ardía de manera distinta. Se sentía más denso de lo común... más viejo y misterioso.Como si el lugar también lamentara la derrota que yo sentía.Pero yo no pensaba en el Averno.Ni en las ruinas.Ni en nada que tuviera que ver con mi vida ahora...Solo podía pensar en él.Zeiren.Él allá arriba… yo aquí.Separados.Vivos, sí. Pero divididos... rotos... solos.Mis pasos resonaban entre escombros, cada uno más pesado que el anterior. No porque mi cuerpo doliera, ya no era del todo humana, sino porque el alma...El alma estaba hecha trizas... pedazos que pesaban mil toneladas.Entonces los vi.Fernanda, de pie, con los brazos cruzados, y Damien un paso atrás, apoyado contra un muro de piedra cuarteada.Ambos enteros.Ambos esperándome.Ambos… testigos de mi ruina.Fernanda me vio primero.Sus o
Zeiren Una figura sin forma. Sin rostro. Sin tiempo.Y sin embargo… lo reconocí.El Creador.La Presencia. El Origen.Cordelia bajó la cabeza a mi lado, pero no por rendición. Fue respeto, asombro, comprensión.La luz que lo rodeaba no lastimaba. Sanaba.Y aún así, dolía. Porque nos veía. Nos juzgaba.Y todo se detuvo. Los ángeles no dijeron nada. Solo nos miraron. Los demonios corrieron a esconderse en las sombras.Yo tragué saliva. Sentía el cuerpo temblar, no de miedo, sino de… vacío. Como si toda mi existencia estuviera en un hilo, esperando una sentencia... y me partía al medio la sola idea de que nos volverían a separar.Cordelia me tomó la mano.—¿Nos va a castigar? —preguntó, apenas en un susurro.Negué con la cabeza.—No. Nos va a probar.Y entonces Él habló.—El orden cayó. Pero el destino eligió. ¿Qué harán ustedes ahora?Y yo… yo no tenía respuesta.Pero Cordelia sí.—Lo que sea necesario —dijo con seguridad sin levantar la cabeza.El mundo dejó de colapsar. El cielo qued
ZeirenMe quedé quieto.La respiración aún me costaba, como si el aire no supiera si quería quedarse en mis pulmones o abandonarme del todo. Mis manos temblaban. Tenía la piel rasgada, los huesos dolían como si cada uno hubiera sido forjado de nuevo a martillazos.Y entonces la vi.Cordelia.Deslizándose hacia mí como si no pisara el suelo, como si su propia presencia desplazara la realidad para abrirle paso. No llevaba la túnica negra esta vez. Era ella. Mi Eloah. O eso quise creer.Me arrodillé sin poder evitarlo. No por reverencia. Por necesidad. Por miedo. Por amor. Porque no entendía si lo que estaba viendo era real o una de las muchas alucinaciones que Azrael había puesto en mi mente como dagas.Ella se inclinó frente a mí. Me rozó el rostro con la yema de los dedos.Tibia. Viva. Verdadera.—Estás aquí... —susurré.Ella sonrió.No dijo nada. Solo me miró como si el universo entero le cupiera en los ojos. Como si todas las respuestas estuvieran encerradas en esa sonrisa que me ha
Último capítulo