Valeria tiene su vida perfectamente planificada… hasta que su jefe propone fingir un matrimonio para evitar un traslado a Tailandia. Ella solo quería estabilidad. Él solo quería escapar del trabajo. Pero ninguno planeó enamorarse.
Ler maisBip. Bip. Bip.
El reloj marcó las 3:00 a.m.Valeria abrió los ojos de inmediato. No lo pensó, simplemente actuó. Con un movimiento automático, apagó la alarma y se incorporó, dejando que sus pies se hundieran en la suavidad de la alfombra. La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz azul del reloj digital.
Sin detenerse, estiró las sábanas, alisó las esquinas de la cama con precisión quirúrgica y caminó hacia el baño. El agua fría la recibió como una bofetada de realidad. Le gustaba así: helada, exacta, despiadada.
Después de ducharse, se puso su ropa deportiva, se amarró el cabello en una coleta perfecta y salió a correr hacia el parque más cercano. La ciudad aún dormía, pero ella ya estaba cumpliendo su rutina. Cada paso, cada respiración, cada vuelta al circuito era una forma de mantener el control.
Una hora más tarde, regresó a su departamento. Segunda ducha. Ropa de oficina planchada de la noche anterior. Maquillaje natural. Té verde. Pan tostado con mantequilla y huevos revueltos.
Cuando la alarma volvió a sonar, marcando las 7:00 a.m., Valeria sonrió apenas. Todo iba según el plan.
Salió de casa y caminó al metro, como todos los días desde que comenzó a trabajar en VegaCorp. Le gustaba esa sensación de constancia: los mismos rostros somnolientos, el mismo asiento vacío junto a la ventana, el mismo trayecto que conocía de memoria. A las 8:00 a.m., cruzó las puertas automáticas del edificio con el logotipo plateado que relucía bajo la luz del vestíbulo. Su tarjeta de acceso emitió el pitido habitual, un sonido breve pero tranquilizador. Todo estaba bajo control. Como debía ser.
El aire acondicionado la envolvió al instante. El contraste entre el calor húmedo del verano y el frío impecable de la oficina me produjo una satisfacción casi física. Inspiré profundo.
Ese olor a papel, café y tecnología nueva era, para mí, es el equivalente a la calma.—Buenos días, Valeria. Como siempre puntual. —me saludó Laura, la recepcionista, mientras acomodaba un ramo de flores marchitas sobre su escritorio.
—Buenos días, Laurita —respondí con una sonrisa leve, ajustando la correa de mi bolso sobre el hombro. —Como debe ser.
Tres pasos después, mi celular vibró. Un recordatorio:
*Revisión de presupuestos 8:15
*Reunión de equipo 9:00*Almuerzo con Karla cancelado*Comprar comida para LunaMi gata. Mi única constante emocional. Solo pensar en dejarla más de unas horas me revolvía el estómago cada día. Era una simple bola de pelo blanca con ojos enormes, pero cuando la adopté, fue como si el mundo dejara de sentirse tan inestable. Había aprendido que los humanos eran impredecibles, nunca se sabe cuando se van. Pero Luna, no. Ella es diferente, siempre estaba ahí.
Entré en mi oficina, encendí el computador y respiré con alivio al ver todo en su lugar: las carpetas etiquetadas por color, los post-its alineados milimétricamente, el aroma a café recién hecho llenando el aire.
Miré mi reloj, y eran las 8:15. Perfecto. Hora de revisar el presupuesto de campaña para un cliente.
El día iba de maravilla. O al menos lo era, hasta que la puerta se abrió sin previo aviso.
—¿Sabes qué haría este lugar más agradable? —dijo una voz masculina, arrastrando las palabras con una confianza que solo él podía tener—. Una planta. O dos. Y quizá… un poco menos de rigidez militar. —dijo, despreocupado.
Alcé la vista y lo vi. Adrián Han. Jefe de proyectos, favorito de la jefa y, probablemente, la persona más incompatible con mi concepto de eficiencia. No dudo que su puesto se lo haya ganado con esfuerzo, aunque a veces nuestros conceptos de esfuerzo están muy alejados de ser iguales.
El saco colgado del hombro, la corbata mal anudada, una sonrisa despreocupada. De alguna forma, siempre parecía llegar tarde y aún así lograr que todo el mundo lo perdonara. Detrás de él, iba Anastasia, su secretaria “personal” con una sonrisa de oreja a oreja que me ponía los pelos de los brazos de punta.
—Buenos días, señor Han —dije, esforzándome por mantener el tono profesional, aunque no podía disimular mi tono de fastidio, —. Y no es rigidez. Es eficiencia.
—Ah, claro, eficiencia —repitió él, apoyándose en el marco de la puerta—. Como cuando me mandaste quince correos recordándome que el informe debía estar listo ayer. —dijo en burla, y Anastasia apoyó su comentario con una risa burlona.
—Catorce —lo corregí sin levantar la mirada—. Y sigue sin enviarlo. —mantenía mi mirada frente a la pantalla del computador.
Él soltó una carcajada.
—Diría que ya es acoso. Solo las exs tóxicas envían catorce mensajes. —con su comentario miro a Anastasia para buscar su aprobación.
—Con todo respeto señor Han, lo invito a terapia si piensa que catorce mensajes pidiendole el informe son igual a los mensajes tóxicos de su ex parejas. —dije, sin mirarlo a la cara, aunque ya sabia cual era su reacción.
Con el rabillo de mi ojos pude ver que su sonrisa burlona se había borrado, me sentí satisfecha, dejarlo en ridículo frente a todas las chicas de la oficina era mi pasión.
—Quizás tengas razón. Pero… ¿no te aburre tanto control?
—¿No se cansa tanto caos? —repuse con naturalidad.
El silencio que siguió fue breve, pero cargado de algo familiar. Esa era nuestra dinámica: polos opuestos orbitando el mismo universo, evitando chocar… aunque siempre lo hacíamos.
Si él era un incendio, yo era el manual de emergencias.La conversación se interrumpió cuando la voz de la directora general, la señora Méndez, resonó por los altavoces del pasillo. —Atención, equipo: todos a la sala de juntas en cinco minutos. Tenemos un anuncio importante.
Adrián y yo nos miramos. Ese tono solo podía significar una cosa, y esperaba que estuviera equivocada.
Quince minutos después la sala de juntas estaba llena, los murmullos se mezclaban con el sonido de tazas de café y hojas de papel moviéndose. La señora Méndez, impecable como siempre, caminó hasta el frente. Su sonrisa era amplia, pero sus ojos escondían esa emoción tensa que precede a una bomba.
—Como muchos saben —empezó—, gracias a sus esfuerzos estos últimos cuatro años a la compañía le está yendo muy bien. Y hemos buscado expandirnos, buscar nuevos horizontes. Me complace anunciarles que hemos abierto una nueva sucursal en Tailandia.
La oficina se llenó de aplausos. Pero algo dentro de mí sabía que aún no había acabado.
—Sin embargo, no es la única buena noticia. Queremos anunciar que entre la junta de jefes hemos decidido enviar a una persona de cada área de esta sede para que ocupe el puesto de jefe de área.
La sala se llenó de murmullos.
—El seleccionado o seleccionada vivirá allá durante cinco años, con todos los gastos cubiertos, junto con el aumento de sueldo que le corresponde a un jefe de área. —continuó la jefa—, pero… —alzó un dedo— Le daremos total importancia a personas totalmente solteras para este puesto, llegamos a la conclusión de que cinco años pueden incluir muchos riesgos cuando se trate de alguien casado.
Tragué saliva. Tailandia. Cinco años lejos. Cinco años de calor, idioma desconocido, horarios imposibles, comida extraña. Cinco años sin Luna. Mi corazón latía tan fuerte que apenas escuché el resto.Cinco años. Sin control. Sin rutina. Sin mi gata…
—El nombre se anunciará en dos semanas —concluyó—. Así que prepárense.
Tailandia… ¿Qué es lo peor que puede pasar en Tailandia?...
El sonido del bip-bip-bip de mi alarma no fue una interrupción, sino una declaración de guerra. Hoy no sería una marioneta de la ansiedad. Apagué el dispositivo con precisión milimétrica y me senté en la cama, la espalda recta, respirando el aire frío de las 5:00 a.m. que olía a silencio y control.La ducha fue un ritual glacial. Me quedé bajo el chorro de agua helada hasta que la piel me ardía y el cerebro se quedaba en blanco. Salí a correr cuando la ciudad aún dormitaba, y mis zancadas eran un intento de aplastar los "qué pasaría si" que susurraban en mi conciencia. Regresé a casa con el cuerpo sudoroso y la mente más clara, bañada en una falsa pero necesaria sensación de dominio.Desayuné mi té verde y mis huevos revueltos con la atención de un científico. Llené el plato de Luna, que tejía figuras alrededor de mis tobillos. —Hoy lo arreglo, preciosa —le prometí, rascándole detrás de las orejas.Al cruzar las puertas de VegaCorp, el cambio en la atmósfera fue palpable. "Buenos día
A la semana siguiente, una capa fina de normalidad artificial se había depositado sobre mi vida en VegaCorp. Pero era una normalidad precaria. El cambio más inmediato fue palpable en las miradas de mis compañeros. Ya no era Valeria, la chica nueva cuyo nombre nadie recordaba. Ahora era la Valeria. La que había plantado cara a Anastasia y cuyas sugerencias la señora Méndez escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada, como si descifrara un código secreto en mis palabras.Sin embargo, la atención incómoda no era mi mayor problema. Mi mayor problema era de color rojo.En la pared de cristal de la sala de juntas, junto a la pantalla de proyecciones, la señora Méndez había instalado el "Tablero de Tailandia". Un diagrama limpio y despiadado que exhibía los nombres de todos los candidatos iniciales para el puesto en Bangkok. Cada mañana, al pasar frente a esa pared, sentía un escalofrío que me recorría la espalda. Y cada mañana, uno o dos nombres aparecían tachados con una línea roja grues
Apenas terminó la reunión inicial, el gentío se dispersó como hormigas azucaradas, pero el zumbido de las conversaciones solo tenía un tema: Tailandia. Tailandia. La palabra resonaba en mi cabeza como un tambor enloquecido, ahogando el ritmo ordenado de mis pensamientos. Todos a mi alrededor parecían efervescentes, con sonrisas ansiosas y sueños de ascensos en un país exótico.Yo, en cambio, sentía cómo el pánico trepaba por mi espina dorsal, frío y implacable. Mis manos reposaban sobre el teclado, mis ojos miraban fijamente la pantalla llena de números, pero mi mente era un tifón de catastróficos "qué pasaría si...". Mi agenda, esa fiel y meticulosa compañera, estaba hecha trizas. Había tareas pendientes, sí, pero mi cerebro se negaba a procesar nada que no fuera la imagen de mi gata, Luna, sola y confundida, y la de mi vida perfectamente ordenada, hecha añicos.—Oye cuatro ojos. —La voz, cargada de una familiar mezcla de burla y diversión, me arrancó brutalmente de mi espiral de ans
Bip. Bip. Bip. El reloj marcó las 3:00 a.m.Valeria abrió los ojos de inmediato. No lo pensó, simplemente actuó. Con un movimiento automático, apagó la alarma y se incorporó, dejando que sus pies se hundieran en la suavidad de la alfombra. La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz azul del reloj digital.Sin detenerse, estiró las sábanas, alisó las esquinas de la cama con precisión quirúrgica y caminó hacia el baño. El agua fría la recibió como una bofetada de realidad. Le gustaba así: helada, exacta, despiadada.Después de ducharse, se puso su ropa deportiva, se amarró el cabello en una coleta perfecta y salió a correr hacia el parque más cercano. La ciudad aún dormía, pero ella ya estaba cumpliendo su rutina. Cada paso, cada respiración, cada vuelta al circuito era una forma de mantener el control.Una hora más tarde, regresó a su departamento. Segunda ducha. Ropa de oficina planchada de la noche anterior. Maquillaje natural. Té verde. Pan tostado con mantequ
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