La palabra de Adrián, "Bien", resonó en la oficina como el portazo de una celda. No sonó a triunfo, ni a alivio, ni a nada que pudiera interpretarse como una emoción humana. Fue un sello, frío y contundente. Y en el silencio pesado que le siguió, cada segundo se estiraba como un chicle, haciéndome consciente de cada latido desbocado de mi corazón, del leve temblor de mis manos que escondí tras la espalda, del zumbido en mis oídos que ahogaba el sonido del aire acondicionado.
Me había lanzado a la piscina impulsada por la rabia que Anastasia había encendido en mí, pero ahora que estaba en el aire, en ese vacío entre la decisión y las consecuencias, el pánico empezaba a congelarme las venas. ¿Qué acabo de hacer? La pregunta martilleaba mi mente con la fuerza de un taladro. Había vendido mi nombre, mi estado civil, un año de mi vida, por un poco de estabilidad y la venganza momentánea contra una arpía. Miré a Adrián, su rostro era un mármol impasible mientras sus ojos, aquellos ojos gris