Capítulo 6: La Intrusión

El informe de seguimiento del lanzamiento del labial "Éclat" ardía en las manos de Adrián. No era el papel lo que quemaba, sino la ira contenida que le recorría las venas. Señaló una cifra con el dedo, clavando la mirada en Anastasia, quien se retorcía frente a su escritorio de cristal.

—¿Me explicas esto, Anastasia? —su voz era un filo de hielo—. El mismo error de cálculo en el margen de distribución. Exactamente el mismo que cometiste en el informe del serum hace un año. ¿Es que no revisas nada?

Anastasia palideció. Sus dedos, perfectamente manicurados, se aferraron al borde del escritorio.

—Adrián, cariño, debe haber sido un error del sistema —balbuceó, acercándose e intentando posar una mano sobre su brazo en un gesto que pretendía ser conciliador—. Ya sabes, esas cosas pasan a veces.

Él permitió el contacto por un segundo, pero su mirada no se suavizó. Justo entonces, por el rabillo del ojo, vio a Valeria salir del baño. Su cabeza estaba gacha, sus hombros ligeramente encorvados. Una punzada de... algo... lo atravesó. Nos vio juntos, pensó de inmediato. Cree que hay algo. La idea le resultó tan absurda como irritante. Con un movimiento brusco, se liberó del agarre de Anastasia.

—Está bien —dijo, su voz aún tensa pero forzando un tono más neutral—. Supongo que tienes razón. Pero trata de que estos errores no se vuelvan a repetir. 

La sonrisa de Anastasia fue instantánea, amplia y vacía, como la de un niño al que le han perdonado una travesura. Se derritió ante lo que interpretó como su "encanto juvenil" ablandándolo.

—¡Por supuesto que no! ¿Vamos a almorzar? Tengo un poco de hambre. —hizo un puchero infantil.

Adrián asintió, distraído. Su mente aún estaba en Valeria, en esa expresión triste que había cruzado su rostro. Anastasia lo siguió como una sombra, y en el camino se unieron a ellos un par de colegas de marketing. La conversación fue banal, ruidosa, llena de risas huecas y chismes de oficina. Adrián participó con su sonrisa habitual, la que usaba como escudo, pero su atención estaba en otra parte.

Al entrar en el gran comedor, el bullicio era el de siempre. Hasta que una risa, clara y genuina, se elevó por encima del murmullo general. Una de las chicas de su grupo hizo un comentario despectivo sobre "colegas ruidosos y sin educación". Todos rieron. Todos menos Adrián.

Su mirada escaneó la sala hasta encontrarlos. En un rincón, lejos del centro de poder donde él siempre se situaba, estaba Valeria. No estaba sola. La acompañaban ese tipo nuevo que venía de contabilidad —Gonzalo, creía recordar— y una chica que no reconoció. Pero no era eso lo que le detuvo el aire. Era la escena. Valeria estaba... riendo. De verdad. Con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, una sonrisa amplia y relajada que nunca le había dirigido a él. Llevaba unos días viendo a ese Gonzalo merodeando por su área, pero esto... esto era diferente.

Y entonces lo vio. Gonzalo, con una naturalidad que a Adrián le pareció obscena, estiró la mano y le agarró la muñeca a Valeria para señalar algo en su panecillo. Ella no se encogió. No retiró el brazo como si la hubieran quemado. Solo sonrió y negó con la cabeza, con una tolerancia en sus ojos que Adrián no le conocía.

Algo se tensó dentro de él, un resorte apretándose en su pecho. Recordó con una nitidez exasperante la semana pasada, cuando se le cayeron todos sus resaltadores al suelo frente a su escritorio. Él, condescendiente, se había agachado a recogerlos. Al intentar dárselos, sus dedos habían rozado los de ella. Valeria había retirado la mano como si él fuera portador de una plaga, con una expresión de puro pánico. "Qué nerviosa, la señorita Park", había pensado entonces, con divertido desdén.

Ahora, viendo cómo permitía que ese don nadie la tocara sin inmutarse, aquel recuerdo le supo a hiel. La molestia, irracional y punzante, le nubló la razón por un instante. Se zafó del brazo de Anastasia sin mirarla y comenzó a caminar.

Sus pasos, calmados pero cargados de una autoridad que hacía que las conversaciones a su paso se apagaran, lo llevaron directamente a su mesa. Los tres se dieron cuenta de su presencia de inmediato. La risa murió en sus labios. Gonzalo palideció visiblemente.

—S-Señor Han —tartamudeó el joven, poniéndose rígido—. ¿Desea algo?

Adrián no le contestó directamente. Su mirada, cargada de una frialdad que no necesitaba palabras, barrió la mesa y se posó en Gonzalo con una intensidad que hizo que el muchacho se encogiera. Luego, clavó sus ojos en Valeria.

—Se oía la risa desde allá —dijo, su voz tranquila pero impregnada de un sarcasmo cortante—. Vine a ver si el chiste era realmente tan bueno.

La chica nueva, Elena, se apresuró a intervenir, nerviosa.

—Disculpe, señor Han, quizás fue mi risa. No volveremos a hablar tan alto.

—No hay problema —lo dijo relajado, pero la sonrisa que esbozó no llegó a sus ojos—. Quiero hablar con ustedes.

Sin esperar invitación, tomó una silla de una mesa vacía y se sentó, cruzando los brazos sobre el pecho. La tensión se hizo palpable. Valeria le lanzó una mirada de incredulidad, como preguntándole qué demonios estaba haciendo. Él la miró fijamente, desafiante.

—Me sorprende verte en compañía, Valeria —comentó, usando un tono de jefe a subordinado que sabía que la irritaba—. No es lo habitual.

Ella abrió la boca, pero ningún sonido salió. Se quedó muda, atrapada entre la incomodidad y la confusión. Los tres jóvenes permanecieron en silencio, paralizados por la incómoda presencia del "príncipe" de VegaCorp en su mesa de plebeyos.

Adrián miró su reloj de pulsera con exagerada calma.

—El horario de almuerzo para su departamento caducó hace diez minutos —anunció—. Están tomando un tiempo extra no autorizado.

Elena y Gonzalo se levantaron como si les hubieran pinchado con un alfiler, recogiendo sus bandejas a toda velocidad.

—¡Disculpe, señor Han! —murmuró Elena.

—¡Nos retiramos ya! —añadió Gonzalo, casi tropezándose con la silla.

Valeria, captando la situación, también se puso de pie para seguirlos.

—Valeria —la voz de Adrián la detuvo en seco—. Tú quédate.

Ella se quedó helada, mirándolo con los ojos muy abiertos. Gonzalo y Elena asintieron con expresión de "lo siento" y huyeron sin mirar atrás. De repente, estaban solos en aquel rincón de la cafetería. Adrián mantenía los brazos cruzados, observándola con una intensidad que la hacía sentirse bajo un microscopio. Valeria miraba a su alrededor, visiblemente incómoda.

—¿Tienes cosas que hacer hoy? —preguntó él, rompiendo el silencio.

Ella frunció el ceño, confundida. —¿Perdón?

—Últimamente has tenido una actitud muy despreocupada respecto al trabajo —continuó él, su voz gélida—. Tu desempeño ha decaído.

Valeria parpadeó, la indignación empezando a vencer a la confusión. —No entiendo por qué me reprende. La señora Méndez me ha dicho todo lo contrario.

—Me parece irónico —espetó él, levantándose de la silla con un movimiento fluido— que a alguien que solo parece importarle no ir a Tailandia, le preocupen tanto los buenos comentarios de su jefa.

La dejó con la palabra en la boca, sin darle tiempo a replicar. Dio media vuelta y comenzó a alejarse, pero se detuvo un momento para lanzarle la última orden sobre el hombro. —Tienes que entregarme el informe de seguimiento del proyecto "Éclat" antes de irte hoy. No se demore.

—Con todo respeto, la fecha de entrega no es hoy, es en tres días.

—Lo quiero —interrumpió —Para hoy, señorita Park.

Se marchó, dejando a Valeria plantada, boquiabierta y con un nudo de furia e incomprensión en el pecho. Anastasia, que lo había observado todo desde la distancia con una mezcla de celos y confusión, se quedó igualmente perpleja, sin entender ni una palabra de lo que acababa de presenciar.

***

El zumbido fluorescente de la oficina era el único sonido que acompañaba el tecleo furioso de Valeria. Gonzalo se deslizó hacia su cubículo con la cautela de un espía, apoyándose en la partición.

—Oye, ¿qué fue eso en la cafetería? —susurró, mirando de reojo hacia la oficina vacía de Adrián.

Valeria no dejó de teclear. —Ni idea —mintió, sintiendo cómo el rubor le subía por el cuello—. Parece que hoy se levantó con el pie izquierdo.

—O con ganas de cazar —musitó Gonzalo, bajando aún más la voz—. Hay que andar con cuidado. Oídos por todas partes.

Ella asintió, apretando los labios. Gonzalo se retiró, y Valeria permitió que sus dedos se detuvieran. La pantalla, llena de cifras, se desdibujó ante sus ojos. ¿Qué te pasó, Adrián? Él era su director. Ella, una empleada más. Seguía órdenes, cumplía horarios, luchaba por mantener su puesto como todos los demás. Nunca había tenido una queja en su expediente. ¿Por qué ese repentino interés en humillarla? La confusión le daba vueltas en la cabeza, mezclándose con un residuo de ira.

Decidió no darle más vueltas. Se concentró en el informe que él le había encargado —una tarea que, sospechaba, era tan innecesaria como caprichosa— y se sumergió en el trabajo.

El tiempo se esfumó entre fórmulas y párrafos. Cuando alzó la vista, la oficina estaba sumida en una penumbra azulada. Las sillas estaban vacías, las pantallas apagadas. Solo el sonido lejano de la aspiradora del personal de limpieza rompía el silencio. Miró instintivamente hacia la oficina de cristal de Adrián. Oscura. Vacía.

Un golpe sordo de indignación le sacudió el estómago. ¿En serio? ¿Me hizo quedarme hasta tarde para esto? ¿Para ni siquiera molestarse en recoger el trabajo? Respiró hondo, contando hasta diez. El informe estaba hecho, impecable. Lo guardó en la nube con un clic brusco, apagó el computador, se puso el abrigo y salió, sintiendo el frío del corredor vacío como un reflejo de su estado de ánimo.

El tren estaba casi desierto. Al bajar y comenzar a caminar hacia su apartamento, el rugido de su estómago fue un recordatorio brutal de que había saltado el almuerzo y la cena. Con un suspiro de resignación, desvió sus pasos hacia la familiar tienda de conveniencia, ese faro de patetismo y comida precocinada.

Pero al empujar la puerta, se detuvo en seco. Allí, en su mesa de metal, bajo su farola naranja, estaba él. Adrián. Con dos bolsas de papel de un restaurante italiano y dos botellas de agua. Valeria soltó un suspiro largo y cansado. ¿Hasta aquí seguía el acoso?

Caminó directamente hacia la mesa y se plantó frente a él, cruzando los brazos. Adrián la miró, pero no hubo sonrisa burlona, ni guiño, ni ningún otro de sus gestos habituales. Solo una seriedad intensa que la desconcertó aún más.

Sin mediar palabra, intentó pasar de largo, pero su brazo se extendió, bloqueándole el paso con suavidad pero con firmeza.

—No te molestes en comprar más de esa... cosa —dijo, señalando con la cabeza los sándwiches empaquetados—. Traje comida para dos.

Valeria se giró, la indignación hirviendo en su sangre.

—No necesito tu caridad, Adrián.

—No es caridad —replicó él, abriendo los envases de cartón. Un aroma delicioso a ajo, tomate y albahaca fresca inundó el aire—. Es comida. Y la comida no se niega, independientemente de quién la ofrezca.

Valeria se quedó de pie, dubitativa. Su estómago rugió de nuevo, traicionero. Adrián, sin mirarla, comentó con ironía:

—¿Vas a comer de pie? Eso es pésimo para la digestión.

Ella soltó una risa breve, amarga, pero su cuerpo, gobernado por el hambre, cedió. Se sentó con gesto de fastidio, cogió los tenedores de plástico y clavó uno en la pasta. Sabía tan bien como olía. Mejor, incluso. Cerró los ojos un instante, derrotada por el placer simple de una comida decente. Adrián comía en silencio, observándola.

—Esto de vernos aquí se está volviendo... cotidiano —comentó ella entre bocado y bocado, sin poder evitarlo.

—Ah, ¿así que ahora crees que te estoy siguiendo? —preguntó él, un destello de diversión en sus ojos.

Ella lo miró, con un tallarín colgando del tenedor.

—¿No es así?

Adrián soltó una carcajada, un sonido sincero y desprevenido que le cambió por completo el rostro. Le pasó una servilleta.

—Tienes salsa en la barbilla, Park.

Ella, avergonzada, la tomó y se limpió. Él la dejó comer en paz, y por unos minutos, solo existió el sonido de los cubiertos y el tráfico lejano. Cuando ella terminó, apoyando el tenedor con un suspiro de satisfacción, él dejó el suyo también.

—Entonces —dijo él, reclinándose en la incómoda silla de metal y mirándola fijamente—. ¿Ya pensaste en mi propuesta?

La pregunta cayó entre ellos como una bomba. Valeria se quedó paralizada, el confort de la comida evaporándose de golpe. Allí estaba. No había sido una alucinación. No era una broma. Él lo había dicho en serio.

El mundo se redujo a esa mesa de metal, a la luz anaranjada del farol, y a los ojos oscuros de Adrián Han, esperando su respuesta.

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