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Capítulo 2:El tablero de Tailandia

A la semana siguiente, una capa fina de normalidad artificial se había depositado sobre mi vida en VegaCorp. Pero era una normalidad precaria. El cambio más inmediato fue palpable en las miradas de mis compañeros. Ya no era Valeria, la chica nueva cuyo nombre nadie recordaba. Ahora era la Valeria. La que había plantado cara a Anastasia y cuyas sugerencias la señora Méndez escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada, como si descifrara un código secreto en mis palabras.

Sin embargo, la atención incómoda no era mi mayor problema. Mi mayor problema era de color rojo.

En la pared de cristal de la sala de juntas, junto a la pantalla de proyecciones, la señora Méndez había instalado el "Tablero de Tailandia". Un diagrama limpio y despiadado que exhibía los nombres de todos los candidatos iniciales para el puesto en Bangkok. Cada mañana, al pasar frente a esa pared, sentía un escalofrío que me recorría la espalda. Y cada mañana, uno o dos nombres aparecían tachados con una línea roja gruesa, definitiva, como un verdugo ejecutando sentencias a plena luz del día. Los rumores volaban por los pasillos: a Marco lo tacharon porque su esposa se negó en redondo a mudarse; a Elsa, por un informe de desempeño que la tachó de "poco visionaria".

Pero mi nombre, VALERIA PARK, persistía. Aquellas letras negras sobre el fondo blanco se me antojaban una acusación pública. Cada vez que la señora Méndez me llamaba a su oficina —"Valeria, un momentito, por favor"—, yo caminaba sintiendo el peso de ese tablero sobre mis hombros. Entraba en su santuario, alfombrado y silencioso, y ella me ofrecía una silla frente a su desk de roble macizo.

—Necesito su ojo crítico con estas cifras de lanzamiento para el serum de ojos 'Éclat' —decía, deslizando una carpeta hacia mí con movimientos precisos—. Sus números nunca mienten.

Y yo, con las yemas de los dedos ligeramente sudorosas, analizaba las gráficas, señalaba inconsistencias, proyectaba tendencias. La señora Méndez asentía, a veces haciendo una nota en su tablet con un stylus de oro que parecía más una varita mágica que un utensilio de oficina.

—Es precisamente esta meticulosidad la que valoramos —murmuraba una vez, sin levantar la vista—. La persona que vaya a Tailandia debe tener una visión para el detalle que bordee lo obsesivo.

¿Desde cuándo lo obsesivo se había convertido en una cualidad trending topic?

Sus palabras, aunque eran un elogio, me sabían a hiel. Yo era tan buena en mi trabajo que me estaba cavando mi propia tumba profesional a miles de kilómetros de distancia. La ansiedad se enroscaba en mi estómago, una serpiente que apretaba sus anillos con cada nuevo cumplido. Pero en la superficie, solo había una sonrisa tensa y un "Gracias, señora Méndez. Haré lo que sea necesario". La hipocresía de la profesional ambiciosa me quemaba por dentro.

Esa noche, el silencio de mi apartamento me recibió como un eco de mi agotamiento. Había sido un día particularmente intenso, revisando los datos de un producto que amenazaba con convertirse en otro "Bálsamo Éclat". Necesitaba desconectar mi cerebro, así que encendí el televisor y me sumergí en el mundo predecible y colorido de una comedia romántica adolescente. Era mi vicio secreto, mi pequeña rebelión contra la imagen de mujer de hielo que proyectaba en la oficina.

Mientras en la pantalla dos chicos se miraban con ojos llenos de estrellas, yo me acurrucaba en el sofá, abrazando un cojín como si fuera un salvavidas. Pero ni siquiera el clímax más empalagoso podía competir con el zumbido de ansiedad en mi cabeza. Los números bailaban detrás de mis párpados cada vez que los cerraba: porcentajes de ventas, proyecciones de riesgo, la maldita línea roja del tablero.

Frustrada, apagué la televisión. El vacío del apartamento se volvió palpable, opresivo. Fui a la nevera, abriéndola con la esperanza de encontrar algo más inspirador que mi realidad. El interior me devolvió una imagen patética: un limón mustio, un tarro de aceitunas con el líquido turbio, un trozo de queso que había desarrollado una geografía propia de moho verde. La nevera de una soltera de veinticinco años cuya vida social era un erial y cuyas habilidades culinarias se limitaban a quemar agua. Una ola de autocompasión me golpeó con fuerza. ¿Era esto todo? ¿Trabajar hasta el agotamiento para llegar a casa a una nevera vacía y a la compañía de mis propias neurosis?

Fue entonces cuando Luna, mi gata de pelaje blanco como la nieve, se materializó entre mis pies, rozando su lomo contra mis piernas con un ronroneo que era un bálsamo para el alma. Me agaché hasta quedar a su altura, tomando su carita entre mis manos. Sus grandes ojos azules me miraron con una sabiduría felina que siempre lograba calmarme.

—Hola, mi vida —susurré, restregando mi nariz contra la suya—. Mamá está hecha polvo. Tienen su nombre en una lista, Luna. En una lista roja. Y no sé cómo sacarlo de ahí sin que me echen a la calle. —Mi voz sonó quebrada, vulnerable—. Me costó tanto conseguir este trabajo... ¿recuerdas? Las cien entrevistas, las noches en vela preparando portafolios...

Luna emitió un suave "miau" y se restregó con más fuerza, como si intentara absorber mi ansiedad. Respiré hondo, un suspiro tembloroso que empañó por un segundo mis gafas.

—Todo saldrá bien —me dije, más a mí misma que a ella, como un mantra desesperado—. Tiene que salir bien.

Decidí que el encierro no me ayudaba. Me cambié la ropa de oficina, que olía a café tensión y desesperación, por un suéter de lana gruesa y unos jeans cómodos. Salir a caminar, aunque fuera sin rumbo, siempre me ayudaba a ordenar las ideas. La noche era fresca, y el aire olía a lluvia lejana. Caminé sin prisa, dejando que el ritmo de mis pasos me calmara.

Pasé frente a tiendas de ropa con escaparates brillantes. En uno de ellos, una pareja joven y radiante elegía ropa. La chica, con el rostro iluminado, sostenía una blusa azul celeste contra su cuerpo, girando hacia su novio.

—¿Qué te parece? —preguntó, con una voz cargada de emoción.

El chico no miró la blusa. La miró a ella, con una sonrisa tan llena de admiración y ternura que sentí un punzante dolor en el pecho. Fue como una puerta que se abriera de golpe en mi memoria: las noches de verano en la universidad, tumbada en la hierba con Cris, señalando constelaciones imaginarias. Su mano entrelazada con la mía, su risa tranquila. Una sonrisa nostálgica y amarga se dibujó en mis labios. Eso era cosa del pasado. Un lujo que en mi vida actual, no podía permitirme.

Apreté el paso, pero unos metros más adelante, otro escaparate me detuvo en seco. Era una boutique de vestidos de novia. Y en el centro, bañado por un foco que lo hacía parecer etéreo, colgaba un vestido estilo princesa. Blanco inmaculado, con un corpiño de encaje delicado y una falda de tul que se expandía en una nube de ensueño. Por un instante, un solo instante, me vi en él. No con un rostro específico a mi lado, sino con una sensación: la de entregarse a un momento sin calcular riesgos, sin planificar cada paso. Fue una ilusión poderosa, dulce y cortante.

Luego, la imagen se desvaneció. Me ajusté las gafas con un gesto brusco, anclándome de nuevo a la realidad, y seguí caminando, un poco más rápido, como si pudiera huir de mis propios anhelos.

Finalmente, la necesidad física de comer me llevó a una tienda de conveniencia. El ambiente fluorescente y el olor a comida precocinada eran lo opuesto absoluto a la boutique de novias. Compré un sándwich de plástico, una bolsa de patatas con sabor artificial a queso y un jugo de naranja demasiado dulce. Me senté en una de las mesas metálicas del exterior, bajo la luz anaranjada y mortecina de un farol. El frío del asiento de hierro traspasó la tela de mis jeans. Abrí el jugo con un chasquido sibilante y estaba a punto de hincarle el diente al sándwich cuando una sombra larga se proyectó sobre mi mesa.

—La dieta de los campeones, veo —dijo una voz que conocía demasiado bien, cargada de una sorna que me erizó la piel al instante.

Alcé la vista y allí estaba Adrián Han, como una aparición en mi noche de patetismo. Vestía el mismo traje caro de la oficina, pero se lo había complementado con un abrigo de lana negra, largo y bien cortado, que le daba un aire de ejecutivo de revista. En una mano llevaba una bolsa de tela de un restaurante japonés de esos donde una cena cuesta lo que yo gano en un día; en la otra, su maletín de cuero.

—¿Qué haces por aquí? —pregunté, la voz más áspera de lo que pretendía—. Tenía entendido que su majestad residía en los dominios de la Zona Norte, lejos de nosotros, los plebeyos.

Una sonrisa se dibujó en sus labios. —Hasta los dioses del Olimpo tenemos que bajar a la tierra a comprar, cuatro ojos. Mi apartamento está a diez minutos. Este antro me pilla de camino.

Asentí con sequedad. Antes de que pudiera decir nada, se sentó en la silla frente a la mía, colocando su bolsa de comida gourmet sobre la mesa con un golpe suave. El contraste entre su cena y la mía era tan obsceno como cómico.

—Me sorprendiste —dijo, y su tono había cambiado. La broma había desaparecido, reemplazada por una seriedad que no le había visto antes. Su voz era plana, directa, la de un jefe evaluando a un subordinado. Esta faceta suya, adulta y centrada, me desconcertó más de lo que estaba dispuesta a admitir. Siempre lo había catalogado como el niño mimado, el don Juan superficial. Verlo así, con la mirada fija y analítica, era como si hubiera activado un interruptor oculto.

—¿Sorprenderte? —repetí, recuperando algo de mi compostura—. Tú me lanzaste a los leones sin un aviso previo. No debiste exponerme de esa manera. No estaba en la agenda.

—Lo hice porque sabía que eras capaz —declaró, sin un ápice de duda. Sus ojos oscuros no se desviaban de los míos—. No me arriesgo a quedar como un idiota frente a Méndez si no estoy seguro del resultado. Y vaya si diste la talla. Los tienes a todos comiendo de tu mano, sobre todo a la jefa.

Su franqueza era un misil directo a mis defensas. Bajé la mirada hacia mi sándwich, sintiendo un calor incómodo en las mejillas. ¿Era un cumplido? ¿O solo una constatación de un hecho?

—Bueno... gracias por el voto de confianza —murmuré, forzándome a mirarlo de nuevo—. Pero para la próxima, agradecería ser informada. Me gusta prepararme.

—Lo tomaré en cuenta —asintió, con una formalidad que resultaba extraña en él. Luego, su expresión se oscureció ligeramente—. Hablando de lo próximo... solo quedamos cuatro en el tablero. Tú, yo, Ricardo de Publicidad y Sofía de Medios. Uno de nosotros se llevará el premio mayor.

La mención directa del puesto hizo que mi cuerpo reaccionara de inmediato. Bajo la mesa, mis dedos se enlazaron y comenzaron a apretarse con fuerza, un tic nervioso e infantil que creía haber superado en la adolescencia. Apreté hasta que los nudillos me dolieron, esperando que el gesto pasara desapercibido.

Adrián, sin embargo, parecía tener un radar para mi ansiedad. Sus ojos bajaron fugazmente hacia el espacio bajo la mesa, donde mis manos se torturaban en secreto, y luego volvieron a encontrarse con los míos. Había visto. Lo sabía.

—Es un puesto prestigioso, Valeria —continuó, su voz un poco más baja, casi un susurro conspirativo—. Un salto que te pondría años por delante en tu carrera. Jefa de área a nivel internacional. Es lo que la gente como nosotros sueña.

—No todos tenemos sueños tan... expansivos —logré articular, con una voz que intentaba sonar segura pero que se quebró ligeramente al final—. Y no hay nada de malo en querer una vida... más contenida.

Él soltó una risa breve y seca, carente de humor.

—Por favor, no me vengas con eso. En esta jungla, o subes o te devoran. No puedes ser la excepción a la regla, cuatro ojos. Es biología corporativa básica.

Su condescendencia, mezclada con la cruda verdad de sus palabras, encendió una llama de indignación en mi pecho. Lo miré directamente, y por primera vez en la noche, el miedo se transformó en un desafío claro.

—Lo que yo sueñe o deje de soñar, Adrián, no es asunto tuyo —dije, clavándole la mirada—. Soy yo, y solo yo, quien decide qué hacer con mi vida y mi carrera. Nadie más.

Él sostuvo mi mirada. No había enfado en sus ojos, sino algo parecido a la curiosidad, incluso a un respeto cauteloso. El silencio se extendió entre nosotros, solo roto por el lejano rumor del tráfico. Finalmente, una sonrisa leve, casi imperceptible, curvó sus labios.

—Tienes razón —concedió, abriendo su bolsa de comida y sacando un elegante bento box de laca—. No es asunto mío. Disfruta tu cena, Valeria.

Y allí nos quedamos, sentados en la fría noche, los dos polos opuestos de un mismo imán, comiendo en un silencio cargado de significados no dichos. Yo, con mi sándwich de plástico y mis dedos aún entrelazados con fuerza bajo la mesa, él con su cena gourmet y esa mirada que parecía ver más allá de mis defensas. El tablero de Tailandia seguía allí, entre nosotros, invisible pero tan real como la mesa de metal que nos separaba.

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