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Capítulo 1: El Anuncio que lo Cambió Todo

Apenas terminó la reunión inicial, el gentío se dispersó como hormigas azucaradas, pero el zumbido de las conversaciones solo tenía un tema: Tailandia. Tailandia. La palabra resonaba en mi cabeza como un tambor enloquecido, ahogando el ritmo ordenado de mis pensamientos. Todos a mi alrededor parecían efervescentes, con sonrisas ansiosas y sueños de ascensos en un país exótico.

Yo, en cambio, sentía cómo el pánico trepaba por mi espina dorsal, frío y implacable. Mis manos reposaban sobre el teclado, mis ojos miraban fijamente la pantalla llena de números, pero mi mente era un tifón de catastróficos "qué pasaría si...". Mi agenda, esa fiel y meticulosa compañera, estaba hecha trizas. Había tareas pendientes, sí, pero mi cerebro se negaba a procesar nada que no fuera la imagen de mi gata, Luna, sola y confundida, y la de mi vida perfectamente ordenada, hecha añicos.

—Oye cuatro ojos. —La voz, cargada de una familiar mezcla de burla y diversión, me arrancó brutalmente de mi espiral de ansiedad. Era Adrián. Se había apoyado en el marco de mi cubículo, con esa sonrisa de don Juan que tanto me sacaba de quicio. Este no era el momento para bromas, no estoy de buen humor.

—Teníamos reunión a las nueve. —dijo, arqueando una ceja con aire de superioridad—. ¿Se te escapó de tu superagenda?

¡La reunión! —El grito fue interno, pero mi cuerpo reaccionó como si hubiera explotado una bomba. Me levanté de un salto, con el corazón embistiendo mis costillas. Mis manos, torpes y temblorosas, se abalanzaron sobre la pila de carpetas que debía llevar. Fue entonces cuando todo se desmoronó. Mi codo hizo contacto con la caja de lápices —la misma que siempre estaba perfectamente alineada en la esquina superior derecha del escritorio—, enviándola a volar en un arco de madera y grafito.

El sonido fue atroz. Una cacofonía de crujidos y golpeteos que silenció instantáneamente el murmullo de la oficina. Lápices de colores, portaminas, mis resaltadores favoritos… todo rodó por el suelo en un desastre patético de color y desorden.

El silencio fue aún peor. Podía sentir decenas de pares de ojos clavados en mí. El calor de la vergüenza me subió por el cuello hasta las mejillas. Yo, Valeria, la mujer que tenía su vida bajo control, acababa de protagonizar el caos más bochornoso frente a toda el área, y sobre todo, frente a él.

Adrián emitió un silbido bajo, casi de admiración ante el nivel del desastre.

—Vaya, cuatro ojos. Sabía que tenías un lado salvaje, pero no pensé que lo mostraras así, a lo grande —comentó, sin poder disimular su sonrisa de oreja a oreja.

No le contesté. Me agaché, con las mejillas aún en llamas, y comencé a recoger los lápices con movimientos bruscos e ineficaces. Cada lápiz que recogía era un recordatorio de mi pérdida de control. ¿Cómo iba a manejar cinco años en otro país si no podía ni manejar una caja de lápices?

De pronto, una mano apareció en mi campo de visión. Una mano grande, de uñas cuidadas pero no perfectas, que recogió mi resaltador rosa fluorescente. Era la mano de Adrián. Se había agachado frente a mí.

—Tranquila cuatro ojos, es un Tarro de Lápices —murmuró, y su voz era extrañamente baja, solo para mí. Por un segundo, no había burla en ella, sino algo que parecía... curiosidad—. No es el fin del mundo.

—Para ti nada lo es —le espeté, arrebatándole el marcador de un manotazo—. Tú vives en el fin del mundo y te parece un parque de atracciones.

Él soltó una risa, genuina esta vez, no la risa performática que usaba para su audiencia.

—Touché. Pero en serio, respira. Parece que vas a desmayarte.

Al decir eso, sus dedos rozaron los míos al intentar pasarme un portaminas. Fue un contacto breve, casi imperceptible, pero una descarga eléctrica de pura tensión me recorrió el brazo. Retrocedí como si me hubiera quemado.

—Yo... yo puedo solo —balbuceé, incorporándome de golpe. Tenía los lápices apretados contra el pecho, un botín desordenado de mi propia incompetencia. —Y no me llames cuatro ojos, tengo nombre, señor Han. —le exigí.

Adrián se levantó con una fluidez exasperante. Su sonrisa burlona había vuelto.

—Como digas. Pero la reunión empezó hace cinco minutos. La señora Méndez preguntó por el informe de presupuestos. Tu informe.

¡El informe! Otra puñalada de pánico. Lo tenía en el escritorio, sin revisar los últimos datos.

El informe trimestral era el más importante. Asentí con la cabeza, demasiado alterada para hablar, y me dirigí a la sala de juntas, sintiendo cómo sus ojos me seguían, grabando cada uno de mis movimientos torpes.

Al entrar en la sala de juntas podía oler a café caro de vainilla y chocolate. Me deslicé en la primera silla libre, que, para mi horror, estaba justo al lado de mi director, Adrian. Quién se inclinó hacia mí, y su aroma a jabón de limón y algo indefiniblemente caótico invadió mi espacio personal —Ya relájate, Valeria —susurró, su alianza rozando mi oreja—. Al menos tus catorce correos surgieron efecto.

La señora Méndez, sentada a la cabecera de la mesa, me lanzó una mirada impasible sobre el borde de sus gafas.

—Valeria. Nos alegra que te unas —dijo con una calma que sonaba a reprimenda. —Si ya estamos todos —comenzó, pasando la vista por el equipo de marketing —. Adrián, proceda con el reporte trimestral. Espero que me traigas cifras nuevas.

Adrián se levantó con esa despreocupación que tanto lo caracterizaba. Tomó el control remoto y comenzó a proyectar una serie de gráficos coloridos. —Como ven, el lanzamiento de la base de líquida "Seducción" fue un éxito rotundo —explicó con una sonrisa confiada—. Superamos las proyecciones de venta en un quince por ciento. Sin embargo —hizo una pausa dramática, mirándome directamente a mí—, los detalles más finos de los ingresos, el análisis de las bajas en ciertos mercados y el desglose de costos... bueno, creo que Valeria tiene ese dominio. Ella ha estado inmersa en los números. Valeria, ¿te importaría tomar la palabra?

¿Qué?

El suelo pareció ceder bajo mis pies. No estaba en el guión. Yo era la asistente meticulosa, la que preparaba los datos, no la que los exponía frente a todos. Mi agenda mental, ya de por sí hecha trizas, ardió en llamas. No había preparado un discurso, no había ensayado.

Todos los ojos se clavaron en mí. Anastasia, sentada al otro lado de Adrián, no pudo ocultar una sonrisa de suficiencia, esperando mi fracaso.

Pero entonces, algo clickeó dentro de mí. Los números. Los malditos números. Esos sí los tenía bajo control. Eran mi territorio seguro en medio del caos. Respiré hondo, me levanté y caminé con una calma que no sentía hacia el frente. Tomé el control remoto de las manos de Adrián, evitando tocar sus dedos.

—Gracias, Adrián —dije, con una voz que sonó sorprendentemente firme—. Como bien decía, las ventas generales son positivas...

Y entonces, me sumergí en los datos. Hablé de ingresos, de fluctuaciones en el mercado asiático, de la campaña publicitaria que había funcionado y de la que no. Mis palabras fluían con una seguridad que ni yo misma sabía que tenía. Podía sentir la mirada sorprendida de mis compañeros. La "rara" de la oficina, la que nunca alzaba la voz, estaba desgranando un informe complejo con la autoridad de una directora.

—Sin embargo —continué, cambiando a la siguiente diapositiva—, hay un punto crítico que no podemos ignorar. Nuestro serum hidratante para pieles secas, "Bálsamo Éclat", ha registrado un aumento del treinta por ciento en quejas. Los usuarios reportan reacciones alérgicas y enrojecimiento severo.

Por un instante todos guardaron silencio, quizás procesando todo lo que había expuesto en cuestión de minutos.

—¡Eso es una exageración! —saltó Anastasia, con una risa forzada—. La mayoría de las reseñas son buenas. Son unos pocos casos aislados.

La miré fijamente. Por primera vez, no me sentí intimidada.

—En el control de calidad, "unos pocos casos" pueden ser la punta del iceberg de un problema mayor —repliqué con calma—. Ignorarlo sería un error que podría costarnos la credibilidad de la marca.

La señora Méndez asintió lentamente, frunciendo el ceño.

—Tiene razón. ¿Qué sugiere?

—Sugiero —dije, sintiendo cómo un hilo de confianza me recorría— que formemos un equipo de crisis. Revisemos los lotes afectados, reevaluemos la fórmula con el departamento de I+D y busquemos un ingrediente de reemplazo que mantenga la eficacia sin los efectos secundarios. Transparencia total con los consumidores.

Hubo un silencio en la sala. Luego, la señora Méndez esbozó una rara sonrisa de aprobación.

—Una solución lógica, muy metódica y valiente de su parte, señorita Valeria. —dio unos aplausos, lo que me sorprendió mucho al principio.

—Es precisamente este tipo de pensamiento crítico y liderazgo el que buscamos para nuestro nuevo jefe de área en Tailandia. Demuestras un potencial inmenso.

Sus palabras, pensadas como un elogio, sonaron en mis oídos como una sentencia. ¡Tailandia! Las alarmas internas en mi cabeza estallaron en una sinfonía de pánico. Mi éxito, en lugar de salvarme, me estaba empujando directamente hacia el abismo.

Me senté, sintiéndome mareada. Adrián se inclinó hacia mí, y su voz era un susurro cargado de ironía y algo más que no pude identificar.

—Lo ves —murmuró, su aliento rozando mi oreja—. Todo salió bien, nadie se quebró un pié.

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