—¿Valeria?
El zumbido de la oficina se cortó de golpe. Sentí cómo todas las miradas se clavaban en mi espalda, pesadas como ladrillos. El informe. El maldito informe del cuarto trimestre. La petición de la señora Méndez había caído como una bomba en el silencio expectante que había seguido a mi entrada catastrófica. No me giré. No podía soportar ver las sonrisas burlonas, los ceños fruncidos de desaprobación. Respiré hondo, una bocanada de aire que me quemó los pulmones, y me ajusté la chaqueta con un tirón brusco, como si pudiera ajustar también mi desmoronada compostura.
—Sí, señora Méndez. Está listo —dije, y mi voz sonó extrañamente serena, como si perteneciera a otra persona.
¿LISTO? ¡NO ESTÁ LISTO! ¡ESTÁ SOBRE LA MESA DE TU COCINA, IDIOTA! —gritó una voz histérica en mi cabeza, la voz de mi pánico.
Cállate —le respondió otra parte de mí, más fría, más determinada—. Lo has visto docenas de veces. Los números, las proyecciones. Es solo replicarlo. Respira y teclea.
Sin siquiera mirar a Gonzalo, me senté de golpe en mi silla. Las manos, que antes temblaban, se posaron sobre el teclado con una familiaridad reconfortante. Este era mi territorio. Aquí, entre fórmulas y datos, yo mandaba. Cerré los ojos un instante, visualicé la carpeta azul, las gráficas, las tablas. Y entonces, empecé a teclear.
El sonido de mis dedos golpeando las teclas se convirtió en un staccato frenético, una metralleta de datos. El mundo exterior desapareció. Ya no existían las miradas curiosas, ni el sudor secándose en mi frente, ni la mancha de pasta de dientes en mi blusa. Solo existían las cifras, las celdas que se llenaban, los porcentajes que se alineaban. Era una carrera contra el tiempo, una maratón de un solo sprint.
—Tranquila, Val —escuché la voz baja de Gonzalo a mi lado—. Todos la hemos cagado alguna vez con un informe.
Pero yo no —le susurró mi orgullo al oído interno—. Yo nunca. Y hoy no será la excepción.
No le respondí. No podía permitirme ninguna distracción. Escribí, calculé, proyecté. Mi mente, tan nublada hacía solo una hora, funcionaba ahora con la precisión de un reloj suizo.
Cada número caía en su lugar con un clic satisfactorio. Era como bailar una coreografía que me sabía de memoria, un ballet de dedos y neuronas.
Cuando el reloj de la pared marcó las 11:00 en punto, levanté la vista. Mis dedos se detuvieron. En la pantalla, el informe completo, pulcro y perfecto, me devolvía la mirada. Justo en ese momento, la puerta de la señora Méndez se abrió de nuevo.
—Valeria, el informe —dijo, extendiendo la mano.
Me levanté, las piernas algo débiles, y le alcancé las hojas que acababan de salir de la impresora, aún calientes. —Listo, señora Méndez.
Ella tomó los papeles, hojeándolos rápidamente. Una sonrisa genuina, de aprobación, iluminó su rostro.
—Excelente. Sabía que podía contar contigo. Puntual como siempre, incluso contra viento y marea.Asentí, sin confesar que acababa de establecer mi récord personal de velocidad tecleando. En cuanto ella desapareció en su oficina, me dejé caer en la silla, la respiración agitada. Lo había logrado. Por los pelos, pero lo había logrado. El agotamiento me golpeó entonces con toda su fuerza, una ola pesada y dulce. Cerré los ojos, dejándome llevar por la sensación de victoria pírrica.
Cuando los abrí, me di cuenta de que la oficina estaba casi vacía. La hora del almuerzo. Aproveché para agarrar las toallitas húmedas de Gonzalo —¿por qué un hombre llevaría toallitas húmedas en el bolsillo? Qué raro, pero bendita rareza— y me dirigí al baño a intentar recomponer el desastre.
Me lavé la cara con agua fría, sintiendo cómo la tensión se aliviaba levemente. Al levantar la cabeza, me encontré con el reflejo de Anastasia en el espejo. Estaba justo a mi lado, lavándose las manos con movimientos lentos y estudiados. Su mirada, cargada de un desdén glacial, se clavó en mí a través del cristal. La ignoré, concentrándome en secarme la cara con una toallita. Voté la toallita en el cesto de basura, me di la vuelta para irme lo más rápido no sin antes agarrar otra toalla para secar mis manos.
—No importa lo que hagas —dijo su voz, fría como el mármol del lavabo, deteniendo mi próximo paso en seco—. Nunca alcanzarás ese puesto.
Me sequé las manos con calma, fingiendo una serenidad que no sentía, sabiendo perfectamente a qué se refería. —No te preocupes por eso, Anastasia. No tengo pensado ir.
Ella soltó una risa breve, cortante como un cuchillo. —Por favor, no caeré en tu juego de falsa modesta. He visto cómo miras el tablero. Sé que lo quieres. Pero déjame decirte algo, cielita —escupió la palabra con sorna—: muchas han intentado superarme. Y todas han terminado fuera de la empresa. Si te interpones en mi camino, acabarás exactamente igual.
Una bola de frío se formó en mi estómago. Tragué saliva con dificultad. Ella no me esperaba. Dio media vuelta y salió del baño con un contoneo de caderas que era un mensaje en sí mismo. Me quedé allí, paralizada, el eco de sus palabras resonando en el silencio del baño.
¿Era eso una amenaza?
Salí, sintiéndome como si acabaran de arrojarme a un pozo de hielo. Y entonces los vi. Al final del pasillo, Adrián y Anastasia estaban juntos. Él le mostraba una carpeta, pero ella tenía una mano posada en su hombro, un gesto íntimo, posesivo. Él no la apartaba. Sonreía. Mi corazón dio un vuelco doloroso. ¿Estaba burlándose de mí? ¿Era todo esto una broma cruel entre ellos? Por supuesto. Miré a Anastasia, perfecta, impecable, con su belleza de anuncio. Y luego me miré a mí, con mi blusa manchada, mi pelo revuelto y mis gafas de pasta. ¿En qué mundo alguien como Adrián Han preferiría casarse conmigo antes que con ella? La idea era tan absurda que casi me eché a reír. Considerar siquiera su propuesta era de una ingenuidad patética.
Con el ánimo por los suelos, me dirigí a la cafetería. Elegí mi triste ensalada preenvasada, pagué y me senté en una mesa del rincón, la más alejada de todo, deseando fundirme con la pared.
—¿Oye, Val? ¿Podemos sentarnos contigo?
Era Gonzalo. Y a su lado, una chica que no había visto antes. Llevaba gafas, como nosotros, pero en ella parecían un accesorio de moda. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta despreocupada y una sonrisa tímida pero amable. Una cierta inocencia emanaba de ella.
—Eh, sí, claro —dije, un poco sorprendida.
—Soy Elena, del departamento de Recursos Humanos —se presentó la chica, sentándose—. Llevo solo dos semanas. Gonzalo fue el primero en hablarme. Dijo que no muerdo... mucho.
Gonzalo se rió, un poco nervioso.
—Bueno, es que este lugar puede ser un poco... frío al principio. Pensé que podríamos formar un club de los nuevos. O de los raros. Lo que cuadre primero.Elena sonrió, mostrando unos hoyuelos.
—A mí me parece bien. Hoy, por ejemplo, me tocó organizar los archivos físicos de contratos de hace diez años. Creo que tengo polvo de la era jurásica en el pelo.—Ja, eso no es nada —intervino Gonzalo—. Ayer, en contabilidad, confundí los decimales en un informe y por poco causo un infarto colectivo. Creo que el señor Robles todavía está tomando tila para recuperarse.
No pude evitar soltar una sonrisa. Era la primera vez en todo el día que no me sentía bajo un microscopio.
—Bueno, yo hoy llegué tan tarde y tan hecha un desastre que creo que mi nombre ahora es sinónimo de "caos organizado" —confesé, partiendo un trozo de lechuga con el tenedor.—¿En serio? —preguntó Elena, sus ojos abiertos con curiosidad—. Tú siempre pareces tan... en control. Como si tuvieras un plan para todo.
Si solo supieras, pensé. —Las apariencias engañan —dije en voz baja—. A veces siento que estoy pataleando bajo el agua para no ahogarme, mientras todos creen que estoy nadando perfectamente.
—¡Exacto! —exclamó Gonzalo, señalándome con su sándwich—. Es como ese dicho... "Pato en el agua". Tranquilo por fuera, pero pataleando como loco por debajo.
Elena asintió con entusiasmo.
—Sí, totalmente. En recursos humanos, todo son sonrisas y protocolos, pero por dentro es un campo de batalla de egos y políticas de oficina. La semana pasada, dos gerentes casi se agarran a puñetazos por quién se quedaba con la sala de juntas con la nueva pantalla táctil.—¿En serio? —pregunté, genuinamente intrigada. Era un vistazo a una parte de la empresa que nunca veía.
—Sí. Fue épico. Al final, la señora Sanches decidió que la sala sería para quien presentara el mejor informe trimestral —dijo Elena, bajando la voz—. Por eso está tan intensa todo el mundo con eso del tablero de Tailandia. No es solo el puesto. Es el poder. El que lo gane tendrá la sartén por el mango.
El nombre de Tailandia me hizo encogerme internamente. Gonzalo mustió. —Uf, eso. Yo ni me molesto en mirar ese tablero. Sé que no tengo oportunidad. Pero ustedes dos... —nos miró a Elena y a mí—. Podrían tener una oportunidad.
Elena se rió, incómoda.
—Yo solo soy una becaria. Mi mayor ambición es que me renueven el contrato.—Y yo... —dije, buscando las palabras correctas—. Yo no estoy segura de querer esa clase de... vida.
Gonzalo nos miró, primero a una, luego a la otra, y sacudió la cabeza con una sonrisa.
—Vaya par. Las dos con talento de sobra y ninguna con ganas de comerse el mundo. Este club de los raros va a ser más interesante de lo que pensaba.Por primera vez en todo el día, una risa genuina me salió del pecho. Era leve, pero estaba ahí. Miré a Gonzalo y a Elena, dos extraños que, en medio del caos, se habían convertido en un inesperado puerto seguro. Y por un momento, gracias a la risa de Elena, había olvidado la absurda propuesta que pendía sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Mientras que Gonzalo seguía contando anécdotas tan absurdas sobre su anterior jefe de contabilidad —que intentó "optimizar" el presupuesto de café usando achicoria.
—¡No puede ser! —exclamó Elena, secándose una lágrima de risa—. ¿Y qué pasó?
—Pues que el señor Robles tomó un sorbo, puso cara de haber mordido un limón y dijo: 'Gonzalo, esto sabe a pies mojados. Vuelve a comprar el de siempre' —imitó Gonzalo la voz grave de su jefe, haciéndonos reír de nuevo.
En ese momento de distensión, Gonzalo, con una naturalidad que me tomó por sorpresa, estiró la mano y me agarró suavemente la muñeca.
—Oye, ¿no te vas a comer el panecillo? —preguntó, señalando el pan intacto junto a mi ensalada.Antes de que pudiera responder, lo tomó con su otra mano. El contacto fue breve, inocente, pero para alguien como yo, tan poco acostumbrada al contacto físico casual en la oficina, fue... notable. No desagradable, solo inesperado.
—Claro, adelante —dije, recuperando mi mano y notando un leve calor en la mejilla.
Fue en ese preciso instante, en el clímax de nuestra pequeña burbuja de complicidad, cuando sentí una presencia. Una alteración en la atmósfera del comedor. Alcé la vista lentamente. Y allí estaba: Nuestro Director Don Juan; Adrián Han. Al lado de nuestra mesa, su sombra cayendo sobre nuestros platos de comida barata. Su perfume caro, una mezcla de notas amaderadas y cítricas, invadió nuestro espacio, un recordatorio brutal de los diferentes mundos que habitábamos.
Gonzalo y Elena se callaron, sintiendo el peso de la culpa de no saber qué hacer.
—Vaya. Parece que la señorita Park ha encontrado... compañía. ¿Lo están pasando bien en su... rincón?