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Capítulo 4: El precio de Soñar

La noche fue un campo de batalla y mi mente, el territorio en disputa. Adrián Han. Esas dos palabras se convirtieron en un mantra absurdo que martillaba mis pensamientos. "Yo estaría dispuesto". ¿En serio? ¿Él? ¿El don Juan de corbata carísima y sonrisa de anuncio de colonia? ¿Casarnos? La idea era tan ridícula que casi me echo a reír allí mismo, en la oscuridad de mi habitación. Pero la risa se ahogó en mi garganta, porque si era una broma, yo era el chiste. Y no me gusta ser el chiste. Soy patética, lo sé. La chica Nerd que usa lente y coleta y el director de Marketing juntos, sí que sería la noticia del siglo. ¿Y si era un experimento social? 

Di tantas vueltas en la cama que las sábanas formaron un nudo perfecto alrededor de mis piernas, como si también el universo inanimado conspirara para recordarme mi desorden interno. Mi cerebro, mi querido y lógico cerebro, acostumbrado a organizar datos en pulcras hojas de cálculo, se negaba en redondo a procesar aquella... locura. ¿Acaso existía el PowerPoint de presentación para este disparate?  ¿Dónde estaba el protocolo para "tu rival profesional te pide que te cases con él para evitar una transferencia a Tailandia"? Spoiler: no existe. Y si existiera, probablemente recomendaría un examen psicológico urgente.

A las 4:00 a.m., el cuerpo me traicionó y el agotamiento pudo más que el caos mental. Me rendí. Y entonces, pasó…

Desperté en mi habitación rosa. No un rosa cualquiera, sino el rosa "algodón de azúcar" que elegí a los doce años y por el que discutí con mamá, que quería un beige "más serio". Reconocí al instante la textura de la colcha, el leve hundimiento del colchón justo en el centro, el modo en que la luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba el póster de ese BTS que tanto me gustaba entonces. Todo estaba en su sitio. Ordenado. Limpio. Seguro. Una paz que no sentía desde hacía años me envolvió como un abrazo. Era la tranquilidad de saber que el mundo tenía un orden y que alguien más estaba al mando.

Bajé las escaleras, deslizando la mano por la barandilla de madera que mi padre pulía cada sábado por la mañana. Llegué a la sala y ahí estaba él. En su sillón, con el periódico desplegado y esa taza de café gigante que decía "El mejor papá del mundo" que le regalé en primaria. Al verlo, un torrente de emociones me arrasó: una alegría tan pura que casi duele, una nostalgia que me agarrotó el estómago y ese vacío familiar, ese hueco que nunca se llena del todo. Corrí. No lo pensé. Mis piernas me llevaron hacia él como si un imán me tirara.

—¡Papá! —grité, y mi voz sonó extrañamente pequeña, como la de la niña que fui.

Mis brazos se cerraron alrededor de sus piernas con una fuerza que no sabía que tenía. Él olía a colonia suave y a tabaco de pipa, el aroma de mi infancia, el perfume de la seguridad. Él dejó el periódico a un lado y me alzó como si yo no pesara nada, sentándome en sus rodillas. Y entonces, sin poder evitarlo, rompí a llorar. No eran lágrimas discretas, sino sollozos que me sacudían todo el cuerpo.

—Te extrañé tanto, papá —logré decir entre hipos, enterrando la cara en su pecho.

Él me acarició el pelo con esa mano grande y cálida que siempre sabía exactamente cómo consolar.

—Yo también te extrañé, mi niña —susurró, y su voz era el sonido más tranquilizador del mundo—. Pero si dejaras de dormir tanto, no me extrañarías. —Lo dijo en broma, con un guiño, y yo pude sentir su pecho vibrar con una risa silenciosa.

Lo miré, estudiando su rostro. Era él. Exactamente como lo recordaba. Cada arruga, cada cana en sus sienes, la manera en que se le fruncía levemente el entrecejo al sonreír.

—¿Por qué te fuiste? —pregunté, y esta vez el dolor en mi voz era real, punzante, el de la adulta que sigue extrañando a su padre—. ¿Por qué me dejaste sola con... con todo esto?

Él me secó las lágrimas con la yema del pulgar, con una ternura que me partió el alma en mil pedazos.

—Yo nunca me fui, Valeria. Nunca. Siempre estuve aquí, a tu lado. En cada decisión que tomas, en cada paso que das. Siempre.

La niña que aún llevo dentro sonrió a través de las lágrimas. Lo abracé con todas mis fuerzas, apretándome contra él, deseando con toda mi alma que ese instante de perfección, de absoluta seguridad, no terminara nunca.

Pero entonces, un sonido del mundo real empezó a colarse en mi paraíso. Lejano al principio, como un mosquito molesto. Luego, más claro, más insistente, más... real.

Bip. Bip. Bip.

Mi alarma. El hechizo se rompió. Sentí cómo el cuerpo sólido y cálido de mi padre empezaba a desvanecerse entre mis brazos, volviéndose ligero como el aire.

—¡No! —grité, aferrándome con desesperación—. ¡No te vayas! ¡Quédate, por favor!

Fue inútil. Se esfumó por completo, y la paz fue reemplazada por un vacío brutal en el pecho y un enfado sordo contra la realidad por ser tan, tan tozuda.

Desperté de golpe, jadeando. La habitación estaba a oscuras, pero un resquicio de luz matinal se colaba por la persiana. Me giré para mirar el reloj con un pálpito de horror.

8:07 a.m.

El pánico me electrocutó. ¡Nunca, en cuatro malditos años, había llegado tarde! Mi perfecto récord, mi orgullo, mi única constante en este trabajo de locos, estaba a punto de hacerse añicos. Y todo por un sueño y por las absurdas propuestas matrimoniales de un idiota engominado. Salí de la cama como impulsada por un resorte e inicié una coreografía de desastre: una ducha rápida con los ojos medio cerrados, me puse la primera falda y blusa que encontré —que no solo no combinaban, sino que la blusa, me di cuenta demasiado tarde, tenía una mancha de pasta de dientes del día anterior—, y salí disparada de casa como si me persiguiera el ejército de lo absurdamente tarde.

Llegué a la estación de metro justo a tiempo para ver las puertas de mi tren cerrarse con un sonido burlón. La desesperación se apoderó de mí. Sin pensarlo, salí corriendo a la calle y empecé a agitar el brazo como una posesa hasta que un taxi se apiadó de mí. Pero el universo, claramente aliado con Adrián en su misión de volverme loca, había dispuesto un embotellamiento bíblico en la avenida. Atrapada en el asiento trasero, no pude hacer nada más que maldecir en silencio y mirar con angustia cómo mi preciada puntualidad se esfumaba minuto a minuto, como arena entre los dedos.

Cuando por fin llegué a VegaCorp, el reloj del lobby marcaba las 9:35 a.m. Corrí a través del mármol brillante, sintiendo que mi dignidad se iba quedando pegada en el suelo con cada paso, y me abalancé hacia los ascensores. El primero que llegó estaba tan abarrotado que parecía una lata de sardinas con corbatas. No había espacio ni para una idea. Esperé, conteniendo la respiración y rezando, pero el siguiente ascensor no llegaba. Con un gemido de frustración que sonó sospechosamente como un "¡Me cago en todo!", decidí que las escaleras eran mi única opción.

Subir siete pisos a toda velocidad me dejó hecha un desastre: jadeante como un pez fuera del agua, sudorosa, con la ropa arrugada y el cabello húmedo pegado a la frente de una manera que solo podía describirse como "estilo naufragio". Cuando irrumpí en el séptimo piso, fue como si hubiera soltado una granada de humo de vergüenza. Todas las cabezas se giraron hacia mí. Vi ceños fruncidos, bocas abiertas, miradas de incredulidad. Valeria Park, la mujer de hierro, la reina de la puntualidad y las presentaciones impecables, había llegado convertida en un tifón de desorganización.

Me deslicé en mi silla como un fantasma, tratando de hacerme invisible, con las manos temblando sobre el teclado. Gonzalo, desde su cubículo contiguo, se inclinó hacia mí con una mueca de preocupación genuina.

—¿Val? ¿Todo bien? Parece que un camión te pasó por encima... y luego dio marcha atrás para asegurarse.

Intenté una sonrisa que se convirtió en una mueca de dolor.

—Sí, un poco —logré farfullar, con la voz aún entrecortada—. Tuve una... noche complicada.

Gonzalo, con una discreción que me hizo querer nombrarlo santo patrón de los oficinistas, deslizó una toallita húmeda sobre mi escritorio. —Por si acaso. Parece que luchaste con un ventilador y... bueno, no saliste bien parada.

Le sonreí con auténtica gratitud. Agarré la toallita como si fuera un salvavidas y, con la cautela de un ladrón en una película muda, empecé a levantarme de mi silla. El plan era simple: huir al baño, intentar recomponer el desastre que era mi apariencia y, con un poco de suerte, encontrar también los pedazos de mi cordura.

Justo en ese momento, la puerta de la oficina de la señora Méndez se abrió.

—Valeria —dijo su voz, clara y cortante como un cuchillo, acallando de inmediato el murmullo de la oficina—. ¿Revisaste ya el informe de proyecciones del cuarto trimestre que te dejé anoche? Necesito los números para la reunión con la junta a las once.

El mundo se detuvo. El informe. El maldito informe. Con un horror que me heló la sangre en las venas, recordé la carpeta azul, precisamente donde la había dejado: sobre la mesa de la cocina de mi apartamento, junto al plato del desayuno que no tuve tiempo de comer y justo al lado de la mancha de pasta de dientes de mi blusa.

—¿Valeria?

Estaba atrapada. Completamente, irrevocablemente atrapada. Entre la mirada expectante de mi jefa, las miradas curiosas de mis compañeros y el vacío que había dejado el sueño de mi padre, supe que había tocado fondo. Y, en un giro cómico y trágico del destino, la única tabla de salvación que flotaba en este océano de absurdos era la propuesta de un hombre que, probablemente, en ese mismo momento, se estaba riendo de mí desde su impecable oficina de cristal. La vida, a veces, tiene un sentido del humor realmente cruel.

 

 

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