Capítulo 3: La Propuesta

El sonido del bip-bip-bip de mi alarma no fue una interrupción, sino una declaración de guerra. Hoy no sería una marioneta de la ansiedad. Apagué el dispositivo con precisión milimétrica y me senté en la cama, la espalda recta, respirando el aire frío de las 5:00 a.m. que olía a silencio y control.

La ducha fue un ritual glacial. Me quedé bajo el chorro de agua helada hasta que la piel me ardía y el cerebro se quedaba en blanco. Salí a correr cuando la ciudad aún dormitaba, y mis zancadas eran un intento de aplastar los "qué pasaría si" que susurraban en mi conciencia. Regresé a casa con el cuerpo sudoroso y la mente más clara, bañada en una falsa pero necesaria sensación de dominio.

Desayuné mi té verde y mis huevos revueltos con la atención de un científico. Llené el plato de Luna, que tejía figuras alrededor de mis tobillos.

—Hoy lo arreglo, preciosa —le prometí, rascándole detrás de las orejas.

Al cruzar las puertas de VegaCorp, el cambio en la atmósfera fue palpable. "Buenos días, Valeria", "¡Hola, Val, buen finde!". Saludos que antes se perdían en el aire ahora se dirigían a mí con calidez calculada. Mi sonrisa era tensa y automática. Mi mirada se desvió hacia la oficina de cristal de Adrián. Allí estaba, de espaldas, completamente absorto en una hoja de cálculos. Anastasia estaba a su lado, demasiado cerca, pero él parecía no notar su presencia.

—A veces solo los más guapos se quedan con las mujeres más hermosas, ¿no? —comentó una voz tímida a mi lado. Era Gonzalo, el nuevo de contabilidad.

—Eso es lo que piensa quien no tiene una visión más profunda —dije, ajustando la correa de mi bolso—. Cuando es amor verdadero, el físico es lo de menos.

Gonzalo asintió, un poco consolado.

—¿Quieres tomar un café en el receso? Sin compromiso. Soy nuevo y quisiera tener al menos un amigo.

Acepté. Cualquier ancla a la normalidad era bienvenida. Pasamos los quince minutos sentados frente a frente. Mientras él hablaba de su mudanza, yo reorganizaba mentalmente mi agenda, marcando las 12:15 p.m. como el momento en que abordaría a la señora Méndez.

La mañana transcurrió con lentitud. Cerca del mediodía, la vi emerger de su oficina con el ceño fruncido. La seguí hasta la cafetería.

—Señora Méndez, buenos días —saludé, forzando una calma que no sentía.

—Valeria, hola —respondió, colgando el teléfono con un suspiro—. Estresada. Mi hijo mayor decidió que ser adulto significa discutir con agentes de tránsito. Y el pequeño tiene fiebre. Esto, sumado al lanzamiento del nuevo labial... es un cóctel molotov.

Parpadeé. Mi cerebro se bloqueó por completo. No entendía el lenguaje de la maternidad.

—Eso... suena muy difícil —logré articular—. Debe ser... complicado equilibrar todo.

Aproveché el silencio incómodo.

—Señora, sobre el viaje a Tailandia...

Sus ojos se iluminaron al instante.

—¡Ah, sí! ¿No es emocionante? Solo quedan cuatro candidatos. Deberías sentirte tremendamente orgullosa.

—Justamente de eso quería hablarle —dije—. El viaje me genera una ansiedad considerable. Siento que quizás mi perfil no sea el más adecuado. Por eso quisiera ceder mi puesto.

Ella se detuvo en seco y me miró por encima de sus gafas.

—¿Cederlo? ¡Imposible! Fui yo quien pidió que te hicieras cargo del proyecto del serum. Necesitaba a alguien con tu meticulosidad para confirmar las críticas. Y tú me diste justo lo que necesitaba.

Me quedé helada. Yo no había sido una visionaria. Había sido un instrumento.

—Pero... no me siento capaz.

—Nadie lo está, al principio —replicó—. Es tu momento, Valeria. No lo desperdicies.

Asentí, el nudo en mi garganta tan apretado que apenas podía respirar.

—Tiene razón. Gracias por su confianza.

Me retiré sintiéndome como un barco a la deriva. En el pasillo, Gonzalo me esperaba con dos tazas de café. Acepté la mía, agradeciendo el gesto silencioso. Pasamos la tarde hablando de series y departamentos, un paréntesis de normalidad en medio de mi naufragio.

Esa noche, llegué a casa vencida. Lo había intentado y había chocado contra un muro de ambición corporativa. Me puse la ropa de deporte y salí a correr, esperando que el agotamiento físico anestesiara el mental.

Mis pasos me llevaron de nuevo a la misma tienda de conveniencia. Compré el mismo sándwich de plástico. El déjà vu era deprimente. Me senté en la misma mesa de metal frío, bajo la misma luz anaranjada.

Y entonces, apareció.

Adrián estaba allí, impecable, con otra bolsa de comida que despedía aroma a lujo. Se sentó frente a mí sin decir palabra, abrió su recipiente y el aroma delicioso inundó el espacio. Disimulé mi decepción clavando la mirada en mi jugo.

Entonces, hizo lo impensable. Sacó otro plato idéntico al suyo y lo deslizó hacia mí. Dentro, el salmón teriyaki brillaba bajo la luz del farol.

—No —dije, por puro reflejo.

—Si no te lo comes, se lo tendré que dar a los perros callejeros —declaró—. Sería un crimen gastronómico.

Miré el plato y luego mi triste cena. La batalla entre mi orgullo y mi hambre fue breve. Con un suspiro, aparté mi sándwich y acepté el suyo. El primer bocado fue una revelación. Cerré los ojos, perdida en un placer tan básico que casi me hizo olvidar todo.

—¿Cómo te fue con la jefa? —preguntó, como retomando una conversación interrumpida.

Casi me atraganto.

—¿Me estabas espiando?

—Las paredes de cristal tienen más ojos que un campo de girasoles —respondió—. Pero no hacía falta. Tu cara lo dice todo.

—Al parecer, nada de lo que haga sirve de algo —admití—. Me rindo. Aceptaré mi destino en Tailandia.

Él negó con la cabeza.

—Deberías aceptar el puesto. Es la oportunidad de tu vida.

—¡Eso es muy fácil decirlo para ti! —estallé—. A ti todo te parece un juego. A mí me cuesta... el desorden, la incertidumbre.

—No es un juego —replicó, y su voz perdió toda burla—. Pero hay una grieta en el reglamento por la que podrías escapar.

Mis tenedores se detuvieron en el aire. Lo miré, esperando.

—La jefa fue clara —continuó, inclinándose—: solo los solteros tienen ventaja. Es política de la empresa. Si de verdad no quieres ir, la solución es simple.

—¿Cuál? —pregunté con un hilo de voz.

—Sencillo, Park —dijo, clavándome sus ojos—. Cásate.

La palabra quedó flotando entre nosotros, enorme, absurda. Solté una risa corta y amarga.

—¿Cásarme? ¿En serio? ¿Con quién? Mira a tu alrededor. No soy Anastasia. Soy Valeria Park. Nadie aceptaría casarse con una nerd obsesiva como yo.

Él no apartó la mirada. No sonrió.

—Yo estaría dispuesto.

El mundo se detuvo. Solo existían sus ojos fijos en los míos y esas tres palabras.

—¿Qué? —fue lo único que atiné a decir.

Él no repitió la oferta. Revisó su teléfono con despreocupación, se levantó y, antes de marcharse, dijo:

—Piénsalo. Dame tu respuesta mañana.

Y así, todo mi drama inició al peor de todos...

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