Edith Gutiérrez, una correctora de textos perfeccionista y un matrimonio fracturado, corre contra el tiempo para interceptar una carta enviada a su esposo. La carta, cargada de rabia y acompañada de su anillo de boda, es su último intento de cerrar las heridas de una traición descubierta. Pero al perder su teléfono y el último camión, su misión parece desvanecerse. En su desesperación, Edith cruza caminos con Adam Mireles, un músico callejero cuya guitarra lleva las cicatrices de un amor perdido. Juntos, recorren las calles, mientras intentan comprar un boleto a Puebla, comparten sus historias. Edith, atrapada en la infidelidad de Daniel y Adam, perseguido por el recuerdo de Clarisa. Es la novela que habla del peso de las palabras, la redención y los encuentros fugaces que cambian todo.
Leer másLa Ciudad de México, en octubre de 2002, palpitaba bajo un cielo tejido de neón y sombras profundas. Los cláxones de los escarabajos verdes componían una sinfonía caótica, entrelazada con el eco lánguido de cumbia rebajada que se escapaba de un puesto de cassettes pirata en la esquina de Madero. El aroma a elotes asados y el murmullo de conversaciones flotaban en el aire fresco, como si la ciudad se resistiera a dormir. Edith Gutiérrez, recién llegada de Monterrey, caminaba con pasos rápidos por las calles adoquinadas del Centro Histórico, su rostro ensombrecido por una urgencia que le apretaba el pecho. Mechones desordenados caían sobre sus hombros, reflejo de un desasosiego que no la abandonaba. Había arrojado su Nokia 3310 al suelo en un arranque de pánico al correr hacia la terminal TAPO, desesperada por alcanzar el último camión a Puebla, donde la esperaba una misión que le quemaba el alma.
En la terminal, bajo las luces parpadeantes de la TAPO, Edith llegó jadeando al mostrador de salidas. El lugar estaba casi desierto, salvo por un empleado de camisa arrugada que la observó con cansancio.
—El último camión a Puebla salió hace diez minutos, señorita. El próximo es a las cinco de la mañana.
Edith sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.
—No puede ser… —musitó, rebuscando en su bolso, donde el vacío de su teléfono perdido la golpeó de nuevo.
Recordó el tropiezo en la banqueta de la entrada, el Nokia resbalando de su mano mientras intentaba llamar a su amiga en Puebla. Una maldición baja escapó de sus labios, sus manos temblando. Estaba sola, con apenas unas monedas, sin teléfono y con una carta que debía interceptar antes de que destruyera lo poco que quedaba de su mundo.
Una voz cálida rompió su espiral de pánico.
—¿Todo bien?
Adam Mireles, un músico callejero con una guitarra al hombro, se acercó con una sonrisa impregnada de confianza y un toque de picardía. En su mano sostenía un Nokia con la pantalla agrietada, el mismo que Edith había perdido.
—Creo que esto es tuyo. Lo vi atorando la puerta de la entrada, supongo que se te cayó cuando corrías como si te persiguiera el mismísimo diablo.
Edith lo miró, atrapada entre el alivio y la frustración.
—Gracias, pero está roto. Y no, no estoy bien. Perdí el camión, y necesito estar en Puebla antes de que… —se detuvo, su voz quebrándose bajo el peso de lo no dicho.
Adam alzó una ceja, divertido pero empático.
—Oye, esta ciudad siempre da una segunda oportunidad. Vamos, te ayudo a pensar un plan. Tengo una tocada en un bar de la Roma esta noche. Podemos pasar por ahí, juntar algunas monedas y buscarte otro camión.
Edith soltó una risa seca, su perfeccionismo asomando como un escudo.
—¿Un plan? Necesito un autobús, no un paseo. Y no es ‘juntar monedas’, es ‘recaudar dinero’. Suena más… preciso.
Adam rió, exasperado pero encantado.
—Vaya, una correctora de palabras. ¿Siempre tan perfeccionista?
Ella se sonrojó. Había pasado años en Madrid, sola tras un exilio autoimpuesto, corrigiendo textos para editoriales pequeñas, anclándose a la precisión del lenguaje para no naufragar. Allí conoció a Daniel Larrea, un empresario cuya calma y sonrisa discreta la rescataron de su soledad. Se casaron en Venecia en 1998, bajo un cielo de acuarela, con votos que Edith escribió con la misma meticulosidad que aplicaba a sus traducciones. Pero el matrimonio se había fracturado. Una llamada en el teléfono de Daniel, meses atrás, reveló un mensaje que no era para un colega, sino para una desconocida en un hotel de lujo en Puebla. Las palabras de la carta que Edith envió desde Monterrey —rabia, dolor, el anillo de boda— eran su intento de cerrar esa herida, pero ahora temía que la abriera aún más.
—Confía en mí —insistió Adam, su voz cálida como el eco de una guitarra—. Conozco estas calles. Algo aparecerá.
Edith vaciló, pero la sinceridad en sus ojos la desarmó. Asintió, y juntos se sumergieron en las venas palpitantes de la ciudad.
Edith no podía dejar de pensar en Daniel mientras seguía a Adam por la Alameda Central, donde los escarabajos verdes tocaban el cláxon y los vendedores de elotes llenaban el aire de humo dulce. Daniel, con su voz pausada y sus manos que siempre parecían saber dónde posarse, había sido su ancla en Madrid. Él la había encontrado en una librería, corrigiendo un manuscrito con un lápiz rojo, frustrada por una frase mal construida.
—Eres demasiado dura contigo misma —le dijo entonces, y ella rió por primera vez en meses.
Pero en Puebla, la ciudad que los recibió tras su boda, algo se rompió. Daniel viajaba constantemente, sus ausencias llenas de excusas que Edith quiso creer. Hasta que el mensaje en su teléfono —“Hotel Ancira, 8 p.m., no lo olvides”— destapó una verdad que ella no quiso nombrar. La carta, escrita en un arranque de furia, contenía no solo el anillo, sino palabras que Edith, la correctora, sabía que cortarían como navajas.
Adam intentó parar un taxi, pero el conductor, de bigote canoso, rió al escuchar “Puebla”.
—¿A estas horas? Mil quinientos pesos, puro efectivo. Y esa tarjeta tuya parece clonada.
Edith estalló, su frustración desbordándose.
—¿En serio? ¡No tienes dinero! ¿Por qué me haces creer que puedes ayudarme?
Adam frunció el ceño, herido pero firme.
—¿Y quién más te ayuda? Nadie, ¿verdad? Hago lo que puedo.
Edith, herida por su propia impotencia, se alejó hacia las calles oscuras de Madero. La ciudad la engulló: vendedores de tamales, jóvenes con walkmans, un hombre con una botella que la miró demasiado tiempo. En un callejón, una figura encapuchada se acercó, y Edith, sin cartera ni teléfono, se paralizó. Entonces, Adam apareció, su presencia como un faro.
—¡Oye, amor, te estaba buscando! —dijo, pasando un brazo por sus hombros con naturalidad.
El extraño se desvaneció en la multitud.
—¿Por qué sigues aquí? —preguntó Edith, temblando, su voz más suave ahora.
—Porque no te dejo sola en estas calles —respondió Adam, su tono cálido pero firme—. Vamos, intentémoslo juntos.
En la Plaza de Santo Domingo, bajo lámparas tenues, los escribanos tecleaban en máquinas de escribir, sus clics como un latido antiguo. Adam señaló a uno, bromeando.
—Podrías reescribir esa carta, algo menos… intensa.
Edith negó, pero sonrió levemente.
—Demasiado tarde. Ya la envié.
Adam tocó un son jarocho en un callejón adornado con murales de Frida Kahlo, las notas flotando como luciérnagas. Edith vio melancolía en sus ojos, un eco de Clarisa, su ex. Adam le contó, entre acordes, cómo Clarisa había sido su musa. Se conocieron en un bar de Coyoacán, ella bailando al ritmo de una banda de ska, él tocando covers de Café Tacvba. Se enamoraron bajo los árboles de la Plaza Santa Catarina, planeando una vida juntos, incluso una propuesta de matrimonio que nunca llegó a concretarse. Pero Clarisa, con su risa que llenaba el aire, se alejó cuando los sueños musicales de Adam chocaron con la realidad de gigs mal pagados y noches interminables.
—Necesitamos más —le dijo ella, y se fue con un hombre de traje impecable, dejando a Adam con su guitarra y un corazón roto.
Un turista dejó monedas en la funda de la guitarra.
—¡La ciudad siempre da algo! —dijo Adam, guiñándole un ojo a Edith.
En el Zócalo, bajo la imponente Catedral Metropolitana, compartieron una manta prestada. Edith habló de Madrid, de cómo el perfeccionismo era su escudo contra el vacío, de Daniel, de la carta que ahora temía que él leyera. Adam confesó más sobre Clarisa: cómo sus canciones aún llevaban su nombre, cómo cada nota era un intento de recuperarla. Sus palabras eran cicatrices compartidas, y en el frío de la noche, sus alientos se mezclaron como promesas no dichas.
En un bar de la Roma, con paredes de ladrillo y un equipo de sonido que tronaba “María Chuchena”, Adam saludó al dueño.
—¡Mireles! ¿Otra vez tocando por chelas?
—No esta vez —respondió, afinando su guitarra.
Entonces la vio: Clarisa, radiante en un vestido rojo, riendo con un hombre de camisa impecable. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el bar se desvaneció. Edith, captando el dolor en la postura de Adam, entrelazó su brazo con el suyo.
—Tranquilo, soy tu novia esta noche —susurró, su voz un ancla.
Adam tocó “Cielito Lindo”, pero lento, melancólico, cada nota un lamento por Clarisa. El público aplaudió, llenando el sombrero de billetes. Al salir, Edith lo detuvo.
—Amas a Clarisa. Regresa, enfréntala.
Adam volvió al bar, habló con Clarisa. Regresó con una mezcla de alivio y pérdida.
—¿Sigues tocando? —preguntó Clarisa, su voz suave pero distante.
—A veces —dijo Adam—. Ahora paso más tiempo recordando… nuestros mejores momentos.
Clarisa rió, un eco de su pasado juntos.
—Esta noche, cuando tocaste, recordé todo. Me propusiste matrimonio, ¿sabes? Éramos jóvenes.
—Éramos felices —respondió Adam, nostálgico.
—Deberíamos desayunar. Tú, yo… y Edith. Me gustaría conocerla mejor.
Adam sonrió, pero sus ojos eran un torbellino.
—Hablé con ella. Acepté un desayuno: ella, yo… y el bebé que espera. Fue feliz conmigo, Edith. Mi martirio terminó.
Cerca de Tacuba, un clarividente bajo un toldo de luces los recibió.
—Tú, músico, tus canciones dicen más de lo que admites. Y tú —miró a Edith—, crees estar atrapada, pero tienes opciones. Él es una buena opción.
Edith se sonrojó, su mente volviendo a Daniel.
—Estoy casada.
—Pero, es más fácil amar como quieres que dejar que me digan cómo debes hacerlo —contestó el clarividente.
Edith no tuvo respuesta a esa aseveración y corrió a buscar un teléfono público. Llamó a su amiga en Puebla.
—¿Sacaste la carta?
—No pude —respondió la amiga—. Intenté entrar a su casa, pero me dio miedo.
Frustrada, Edith colgó. En un hotel cercano, compartieron una habitación para descansar antes del camión de las cinco. Edith reveló más sobre Daniel: cómo su calma la había conquistado, cómo sus promesas en Venecia se sentían ahora como ecos lejanos. La carta, confesó, era su última arma, pero también su mayor miedo. Si Daniel la leía, podía romper lo poco que quedaba de ellos. Adam escuchó, sus ojos reflejando su propia pérdida.
—No sé si quiero salvar lo que tuvimos o dejarlo ir —admitió Edith.
Adam, acercándose, le dio un beso fugaz, cargado de anhelo. Fue todo. Se acostaron, vestidos, en silencio, la ciudad cantando fuera.
Con el dinero recaudado, corrieron a la TAPO. Adam negoció un boleto para el camión de las cinco. En una banca de metal, Edith marcó el número de Daniel en un teléfono público.
—¿Edith? ¿Dónde estás? —preguntó él, su voz cargada de alivio y culpa.
—En camino —mintió ella—. Estaré en Puebla antes de las nueve. Espérame.
Adam le dio un papel.
—No lo leas ahora. Es para Puebla.
—¿Por qué haces tanto por mí? —preguntó Edith.
—Porque a veces conoces a alguien que te hace querer ser mejor, aunque sea por una vez.
Edith subió al camión, el papel en el bolsillo. Adam, con su guitarra, se quedó bajo las luces de la TAPO, la ciudad cantando a su alrededor.
En el camión, el traqueteo del motor arrulló a Edith. La ciudad se desvanecía en la carretera, sus luces de neón cediendo al negro de la noche. Sacó el papel de Adam, desdoblándolo bajo la tenue luz del autobús. Era una letra de canción, escrita en tinta negra con caligrafía apresurada:
“Bajo las luces de esta noche rota,
tu sombra danza donde el alma explota. No sé si eres eco o un nuevo camino, pero esta ciudad me dio tu destino.”Debajo, una nota:
Edith, sigue buscando tu eco. No dejes que las palabras perfectas te roben el corazón: Adam.
Pensó en Daniel, en los votos perfectos que escribió en Venecia, en cómo el amor se les escapó entre mentiras y silencios. Pensó en Adam, en su guitarra, en cómo hizo que la ciudad cantara para ella.
En Puebla, el amanecer pintaba el cielo de tonos rosados. Edith llegó a casa. Daniel, con una maleta a medio cerrar, la miró sorprendido.
—Edith… llegaste.
Ella asintió, buscando la carta en el buzón. No estaba.
—Daniel, tenemos que hablar. Sobre la carta, sobre nosotros.
—La leí —admitió él, su voz temblando—. Hubo alguien en ese hotel. No era un plan para un colega, te mentí.
Edith sintió el peso del anillo en su bolso, junto al papel de Adam. Miró a Daniel, sus ojos cansados pero sinceros, y por primera vez en meses, no buscó las palabras perfectas.
—Hablemos, entonces —dijo, su voz firme pero abierta—. Pero no prometo nada.
El sol ascendía sobre Puebla, y en algún lugar, en la Ciudad de México, Adam tocaba una nueva canción, su guitarra resonando con el eco de una noche que nunca olvidaría.
En el vértigo de la Ciudad de México, donde los cláxones tejían una sinfonía caótica con los aromas de tacos al pastor y el murmullo de sueños juveniles, Adam Mireles, un joven de mirada inquieta y corazón palpitante, cruzó por primera vez las puertas de la UNAM. Era una mañana de primavera, con el cielo despejado como un lienzo azul y el aire cargado de promesas efímeras. Entre el mar de aspirantes al examen de admisión, sus ojos tropezaron con los de Clarisa Bonfil, una joven de sonrisa radiante y pasos firmes, que avanzaba con la determinación de quien sabe que el mundo le pertenece. Ella, con su cabello suelto ondeando como un estandarte y una chispa de idealismo en la mirada, era un verso fugaz que Adam no podía dejar de recitar. En ese instante, el bullicio se desvaneció, el tiempo se detuvo y su corazón, sin pedir permiso, se rindió ante ella.Durante el año siguiente, Adam, impulsado por el vértigo de un amor que lo consumía, la buscó incansablemente. La encontró en los pasill
Se limitaba a vegetar, observando el mundo sin interés. Una vez, intentó reaccionar, volver a la realidad. Caminó hasta el hospital nuevo, atraído por un impulso vago. El patio, amplio y sereno, estaba flanqueado por árboles que mecían sus retoños, indiferentes a los dramas que se tejían en los pasillos. Se sentó en una banca, queriendo olvidar. Los pacientes, con batas azules, salían al sol con pasos vacilantes, rostros sin sonrisas, entregados a una resignación que Adam reconocía. Había olvidado por qué estaba ahí; solo sentía las horas pasar, lentas, como un reproche. Cuando los doctores salieron a hablar con los familiares, sus voces firmes lo sobresaltaron. ¿No estaba él, sentado en esa banca, más enfermo que aquellos pacientes, consumido por una muerte silenciosa?Las noches eran peores. Un fuego oscuro ardía en su interior, una mezcla de rabia y autodesprecio. Para llenar el vacío, buscaba compañía en mujeres que despreciaba por tener que pagarlas, un acto que lo dejaba más hue
Lo que alguna vez fue un refugio de risas y charlas se había convertido en un lugar de silencios cargados, Mireles apenas si cruzaba el umbral del cuarto de Miguel, donde la culpa y la distancia pesaban como el aire húmedo que envolvía la Ciudad de México. Miguel solo lo buscaba cuando necesitaba un favor o un oído para desahogarse; de lo contrario, era Adam quien, con una mezcla de esperanza y resignación, tocaba su puerta, buscando el eco de una amistad que se desvanecía. Pero tras el incidente con Lupita, Adam percibió una intención velada en la ausencia de su amigo. No era solo indiferencia; era un reproche silencioso, una barrera que Miguel había erigido. Consciente de su propia culpa, Adam decidió no buscarlo, aferrándose a una terquedad serena que le dolía como una herida abierta, un recordatorio de lo frágil que era su lugar en el mundo.Los días que siguieron fueron un desierto de soledad. Nadie lo visitaba, y la ciudad, con su bullicio incansable, parecía burlarse de su aisl
Adam se quedó paralizado, sin saber qué responder. La mirada de Lupita, brillante y desafiante, lo atravesó, y un nudo se le formó en el estómago. Miguel y Lupita rieron, como si la situación fuera un juego.—Sí —dijo Miguel, recuperando un poco su humor—. Claro que se pueden quedar. Adam es de confianza, ¿no? Ni parece hombre para esas cosas.Las risas de ambos resonaron, pero para Adam fueron como latigazos. Sintió el desprecio en sus voces, la burla a su timidez, a su incapacidad para responder con la misma chispa. No podía unirse a la risa; algo dentro de él se revolvía, una rabia silenciosa contra su propia fragilidad. ¿Por qué no encontraba las palabras para defenderse? ¿Por qué siempre se sentía un paso atrás, como un eco de lo que quería ser?—Está bien —dijo Miguel, poniéndose la chamarra—. Los dejo solos, a ver qué tal se portan. Vuelvo a las siete. Adam, no hagas tonterías, ¿eh? Y no aburras a Lupita. ¡Nos vemos!Tomó a Lupita por la cintura, le dio un beso rápido y salió,
Miguel encendió la lámpara. Lupita, alta, con cabello rojo y ojos vivos, lo saludó con una sonrisa cálida. Su manera desenfadada, su “qué onda”, fue sincera. Adam, nervioso, sintió un destello de posibilidad. Tal vez la ciudad, con toda su indiferencia, también guardaba encuentros que podían cambiarlo todo.—¿Qué te parece? —preguntó Miguel, con una chispa traviesa en los ojos.—Es más guapo que tú —respondió Lupita, riendo—, pero qué lástima que sea tan calladito.Adam se sonrojó y balbuceó algo. Lupita, con un salto juguetón, se acercó.—¡Mira, se pone rojo si lo tocas! —dijo, divertida.—Déjalo en paz —intervino Miguel, sonriendo—. No aguanta a las mujeres, es muy tímido, pero ya se le quitará.—No estaría mal —dijo Lupita, tomando a Adam del brazo y sentándolo a su lado—. Ven, no muerdo.—Señorita, yo… —tartamudeó Adam.—¿Señorita? —interrumpió Lupita, riendo—. Nada de eso, llámame Lupita, por favor.Miguel y Lupita estallaron en carcajadas. Adam, apenado, se unió a la risa para n
Una noche, mientras tocaba en La Libélula, Clarisa se acercó y le susurró al oído:—¿Sabes? Creo que la ciudad no es tan grande cuando estás con alguien que la hace sentir como casa. —Adam sonrió, su guitarra aún vibrando en sus manos.Por primera vez, la Ciudad de México no era solo un sueño o un desafío, sino un hogar en construcción, tejido con música, amor y la promesa de un futuro que él y Clarisa podrían escribir juntos.Los días de Adam eran un torbellino de clases, rondas hospitalarias y noches en vela estudiando. La Ciudad de México, con su caos de cláxones y luces, se había vuelto más familiar, menos intimidante, pero un anhelo persistente por conectar con alguien seguía jaloneándole el corazón. Tristeza y esperanza se arremolinaban en su mente, como los mayates danzando alrededor del foco en su cuarto. Su refugio era El Péndulo, un café-librería en la Condesa donde las paredes verde esmeralda brillaban bajo lámparas desparejas. Los estantes rebosaban de novelas y poemarios,
Último capítulo