Capítulo 6

Adam se quedó paralizado, sin saber qué responder. La mirada de Lupita, brillante y desafiante, lo atravesó, y un nudo se le formó en el estómago. Miguel y Lupita rieron, como si la situación fuera un juego.

—Sí —dijo Miguel, recuperando un poco su humor—. Claro que se pueden quedar. Adam es de confianza, ¿no? Ni parece hombre para esas cosas.

Las risas de ambos resonaron, pero para Adam fueron como latigazos. Sintió el desprecio en sus voces, la burla a su timidez, a su incapacidad para responder con la misma chispa. No podía unirse a la risa; algo dentro de él se revolvía, una rabia silenciosa contra su propia fragilidad. ¿Por qué no encontraba las palabras para defenderse? ¿Por qué siempre se sentía un paso atrás, como un eco de lo que quería ser?

—Está bien —dijo Miguel, poniéndose la chamarra—. Los dejo solos, a ver qué tal se portan. Vuelvo a las siete. Adam, no hagas tonterías, ¿eh? Y no aburras a Lupita. ¡Nos vemos!

Tomó a Lupita por la cintura, le dio un beso rápido y salió, dejando tras de sí el eco de la puerta al cerrarse. El silencio cayó como un velo pesado. Afuera, el viento y la lluvia danzaban un vals salvaje, mientras en el cuarto solo se oía el tic-tac del reloj de péndulo en la sala vecina. Adam permanecía sentado, con la mirada fija en el suelo, sintiendo los ojos de Lupita sobre él. Su sonrisa era un desafío, un escalofrío que le erizaba la piel y le robaba el aire. Ella, con las piernas cruzadas, se inclinó hacia él, rompiendo el silencio.

—Oye, pequeño, ¿tienes miedo? —preguntó, con una sonrisa que mezclaba curiosidad y burla.

Adam, sobresaltado, intentó responder con firmeza.

—¿Miedo? ¿De quién? ¿De ti?, —dijo, pero su voz sonó frágil, casi febril.

El silencio volvió, denso como la lluvia que golpeaba las ventanas. Lupita se levantó, se alisó la falda y se miró en un espejo pequeño, componiendo su cabello mojado con un gesto casi teatral. Luego, giró hacia él.

—La neta, Adam, eres un poco soso. Anda, cuéntame algo —dijo, sentándose a su lado, tan cerca que él pudo sentir el calor de su cuerpo.

El corazón de Adam latía desbocado. Quería sonar seguro, pero la cercanía de Lupita lo desarmaba.

—No se me ocurre nada, —murmuró, avergonzado.

—¿Nada? —insistió ella, riendo—. Todo el día andas con tus libros, algo habrás aprendido. O dime, ¿qué haces cuando no estás en clases? Te he visto caminando por el barrio, siempre solo, como si buscaras algo. ¿Andas tras una chava?

Adam negó con la cabeza, molesto.

—No hay ninguna chava. No es eso.

Lupita rió, divertida por su incomodidad.

—¡Mírate, te pusiste rojo! Sé que traes algo entre manos. ¿Cuándo me la presentas?

La paciencia de Adam se agotó.

—Eso no es asunto tuyo. Preocúpate por lo tuyo, —soltó, más brusco de lo que pretendía.

—Uy, pequeño, ¡qué carácter! —dijo Lupita, fingiendo susto—. Me das miedo.

—Y no me llames pequeño, no lo soporto, —replicó él, con la voz temblando de rabia.

—¿Por qué no? Miguel también te dice así —respondió ella, con una risa que lo encendió aún más.

—Es diferente —masculló Adam.

Lupita, disfrutando el juego, se inclinó más cerca.

—Pequeño, pequeño, pequeño, —repitió, con una chispa traviesa en los ojos.

Adam apretó los puños, la sangre subiéndole a la cabeza.

—¡Para, ya basta!, —exclamó, su voz resonando en el cuarto.

Lupita, sorprendida, dio un paso atrás, pero su sonrisa no se desvaneció. La rabia de Adam, alimentada por meses de sentirse menos, de ser el blanco de burlas, estalló. Se lanzó hacia ella, no con la intención de herirla, sino de silenciar las risas, de probar que no era el niño débil que todos veían. Quería castigar su burla, recuperar algo de su dignidad.

Lupita, ágil, lo tomó de las muñecas con una fuerza sorprendente, inmovilizándolo. Sus rostros quedaron a centímetros, el de Adam ardiente de impotencia, el de ella entre sorprendido y divertido. Lo sostuvo así, como a un chiquillo, mientras él forcejeaba inútilmente. El dolor en sus muñecas lo hizo ceder, y ella lo soltó con un empujón suave.

—Tranquilo, ya para —dijo, con una mezcla de firmeza y compasión.

Pero Adam, humillado por su derrota, volvió a lanzarse, ciego de furia. La tomó por la cintura, intentando derribarla, movido por una rabia que ya no entendía. Sus cuerpos se encontraron, pecho contra pecho, en una lucha torpe y desesperada. Él sentía el calor de Lupita, su aroma embriagador, que lo confundía y debilitaba. Sus manos se aferraban a sus caderas, su rostro rozaba su pecho, y por un instante, la rabia dio paso a algo más profundo, un deseo que lo desarmaba. Lupita, sorprendida pero aún en control, se resistía con una fuerza que parecía crecer. Sus risas se mezclaban con jadeos, y por un momento, pareció ceder, inclinando la cabeza hacia atrás con un suspiro que desconcertó a Adam.

—¡Pequeño, pequeño! —dijo, con una voz que temblaba entre burla y algo más.

Adam, aprovechando un descuido, tiró de su cabello, intentando derribarla. Lupita dejó escapar un grito de dolor y, con un empujón salvaje, lo apartó. Adam tropezó y cayó sobre unos fierros apilados en un rincón, un rasguño profundo abriéndose desde su mano hasta el brazo. Quedó tendido, aturdido, mientras la sangre goteaba al suelo. Lupita, temblando por la adrenalina pero preocupada, se acercó.

—¿Estás bien? —preguntó, su voz ahora suave, casi maternal.

Adam no respondió. Ella lo ayudó a levantarse, acariciándole el brazo con cuidado. Él mostró su mano herida, pero su mente estaba en otra parte. La rabia se mezclaba con la vergüenza, con la certeza de su propia fragilidad. No había vencido a Lupita, ni siquiera había sabido controlar sus impulsos. Tambaleándose, avanzó hacia la puerta, ignorando los intentos de ella por detenerlo.

—Déjame, —murmuró, con los ojos nublados por lágrimas que no dejó caer.

Llegó a su cuarto y se desplomó en la cama, el brazo herido colgando, la sangre goteando al suelo con un ritmo lento y sordo. No le importaba el dolor físico; lo que lo ahogaba era la tormenta en su interior. Un sollozo convulso estalló, salvaje y doloroso, que enterró en la almohada. Escuchaba a Lupita moverse en el cuarto de Miguel, sus pasos inquietos, hasta que todo quedó en silencio. Luego, el sonido de la puerta de la calle abriéndose y cerrándose pesadamente. La noche se alargó, interminable, como un espejo de su desasosiego.

A la mañana siguiente, Adam esperaba que Miguel irrumpiera en su cuarto, exigiendo explicaciones. Estaba seguro de que Lupita le habría contado todo, aunque no sabía si lo pintaría como un agresor o como un ridículo. Pasó la noche ensayando respuestas, imaginando cómo enfrentarlo, incluso cómo defenderse si las cosas llegaban a los golpes. Una cosa era clara: la amistad con Miguel estaba rota. Pero los días pasaron, y Miguel no apareció. Ni él ni Lupita volvieron a cruzarse en su camino, como si la tormenta de aquella tarde los hubiera borrado de su vida.

Los días que siguieron fueron un remolino de introspección para Adam. La herida en su brazo sanaba lentamente, dejando una cicatriz que le recordaba su impulsividad, pero la herida en su orgullo era más profunda. La Ciudad de México, con su bullicio incansable, parecía burlarse de su fragilidad. Caminaba por las calles de la Roma y la Condesa, donde las luces de los cafés y el aroma de los puestos de comida llenaban el aire, pero se sentía más solo que nunca. En El Péndulo, su refugio, hojeaba libros sin leerlos, buscando en las páginas un eco de su propia confusión. Musicos seguían tocando, pero sus notas, antes cálidas, ahora le parecían lejanas, como un recuerdo de una vida que no le pertenecía.

Una tarde, mientras vagaba por el Zócalo, se detuvo frente a la catedral, su silueta imponente recortada contra un cielo que prometía más lluvia. Pensó en Clarisa, en su sonrisa serena, en su rechazo que había sido un regalo disfrazado de dolor. Pensó en Lupita, en el fuego de su risa, en el deseo que había encendido en él y que no supo manejar. Y pensó en sí mismo, un joven de Quimichis que había llegado a la capital con sueños grandes y un corazón frágil. ¿Quién era Adam Mireles? ¿El estudiante de Medicina que memorizaba libros? ¿El tímido que se sonrojaba ante una mirada coqueta? ¿El impulsivo que dejaba que la rabia lo dominara?

Decidió escribirle a su hermana Laura, en Quimichis. En una carta temblorosa, le contó de la ciudad, de sus luces y sombras, de cómo a veces se sentía perdido, pero también de cómo cada día aprendía algo nuevo sobre sí mismo.

—Aquí todo es grande, Lau —escribió—, hasta los errores. Pero creo que estoy empezando a entender quién quiero ser.

Enviar la carta fue como soltar un peso, un acto de fe en que el tiempo le daría respuestas.

En la Facultad de Medicina, Adam se refugió en sus estudios con una intensidad renovada. Las rondas hospitalarias, el olor a desinfectante, los rostros de los pacientes que confiaban en él, le recordaban que había un propósito más grande que sus tormentas internas. Una noche, mientras estudiaba en la biblioteca, una compañera, Sofía, se sentó a su lado. Era callada, con ojos atentos y una sonrisa tímida que le recordó a su propia vulnerabilidad. Hablaron de clases, de la presión de los exámenes, y por primera vez en semanas, Adam sintió que no necesitaba probar nada. La conversación fluyó, sencilla pero honesta, y cuando se despidieron, Sofía le dijo:

—Oye, Adam, eres más interesante de lo que crees.

Esas palabras, dichas sin pretensión, se clavaron en su pecho como una semilla de esperanza.

Las tardes en los cafés volvieron a ser un refugio, aunque ahora sin Clarisa, que se había mudado a otro ritmo, inmersa en sus estudios de Ciencias Políticas. Adam tocaba la guitarra solo, dejando que las notas de La Llorona o Cielito Lindo hablaran por él. A veces, cerraba los ojos y veía a Lupita, a Miguel, a las chicas de la preparatoria que lo hacían sonrojar. Pero ya no sentía rabia, solo una extraña gratitud. Cada encuentro, cada error, lo había acercado un poco más a sí mismo.

Una noche, mientras caminaba por Coyoacán, el aire fresco de diciembre le despejó la mente. Las luces navideñas parpadeaban en las calles, y el aroma de ponche y tamales flotaba en el aire. Adam se detuvo frente a un puesto de libros usados, donde un poemario de Jaime Sabines llamó su atención. Lo compró y, sentado en una banca, leyó bajo la luz de un farol: “No es que muera de amor, muero de ti”. Las palabras resonaron en su alma, no como una herida, sino como un recordatorio de que el amor, en todas sus formas, era un maestro severo pero generoso. Cerró el libro, miró al cielo estrellado y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin esfuerzo. La ciudad, con sus promesas y sus retos, seguía allí, esperándolo.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP