Miguel encendió la lámpara. Lupita, alta, con cabello rojo y ojos vivos, lo saludó con una sonrisa cálida. Su manera desenfadada, su “qué onda”, fue sincera. Adam, nervioso, sintió un destello de posibilidad. Tal vez la ciudad, con toda su indiferencia, también guardaba encuentros que podían cambiarlo todo.
—¿Qué te parece? —preguntó Miguel, con una chispa traviesa en los ojos.
—Es más guapo que tú —respondió Lupita, riendo—, pero qué lástima que sea tan calladito.
Adam se sonrojó y balbuceó algo. Lupita, con un salto juguetón, se acercó.
—¡Mira, se pone rojo si lo tocas! —dijo, divertida.
—Déjalo en paz —intervino Miguel, sonriendo—. No aguanta a las mujeres, es muy tímido, pero ya se le quitará.
—No estaría mal —dijo Lupita, tomando a Adam del brazo y sentándolo a su lado—. Ven, no muerdo.
—Señorita, yo… —tartamudeó Adam.
—¿Señorita? —interrumpió Lupita, riendo—. Nada de eso, llámame Lupita, por favor.
Miguel y Lupita estallaron en carcajadas. Adam, apenado, se unió a la risa para no sentirse más fuera de lugar.
—¿Sabes qué? —dijo Miguel—. Vamos a pedir un six de cervezas, a ver si así se te quita lo tímido. Anda, tráete unas frías.
—Claro —respondió Adam, más animado.
Salió casi corriendo a la tienda, regresó con las cervezas y vasos, y los tres se sentaron alrededor de la mesa. Con el paso de los minutos, la incomodidad inicial se desvaneció. Lupita, sentada junto a Adam, lo miraba con ojos coquetos, y él, poco a poco, se atrevía a sostenerle la mirada. La vitalidad de Lupita, su risa que llenaba el cuarto, despertó en Adam una energía desenfrenada. Sus ojos se detenían en su boca roja, que se abría al reír mostrando dientes blancos, y en sus piernas torneadas. De pronto, Lupita lo sorprendió mirándola.
—¿Te gustó? —dijo, riendo sin malicia—. ¡Tú también me gustas!
Adam, embriagado por el momento, se dejó llevar. El valor líquido de las cervezas fluía por sus venas, y empezó a hablar, a contar chistes. Miguel, sorprendido, exclamó:
—¡Órale! ¿Qué te pasó? ¡Así deberías ser siempre!
Lupita, riendo, añadió:
—Si traes otro six, ¿no te gustaría que te pague con un beso?”
Miguel fue por más cervezas, y el buen humor creció. Adam, aunque no bebía mucho, estaba de un ánimo radiante, bromeando sin vergüenza. Con el tercer six, Lupita comenzó a cantar, y permitió que Adam rozara sus labios con un dedo, en un gesto juguetón.
—¿Verdad que no hay problema, Miguel? —dijo ella—. ¡Es un buen chico!
—Claro, adelante —respondió Miguel, sonriendo—. Es solo un beso.
Antes de que Adam pudiera pensarlo, Lupita lo besó, un roce breve y húmedo. No fue placentero, por la incomodidad de que Miguel estuviera ahí, pero tampoco desagradable. Pasó como un relámpago, perdido en la confusa alegría que lo hacía tambalearse. Adam solo quería que esa ligera ebriedad, mezcla de deseo, cerveza y juventud, no terminara. Lupita, con las mejillas sonrojadas, miraba a Miguel con guiños y risas.
De repente, Miguel le dijo a Adam:
—¿Has visto las estrellas de noche?
Sin entender, Adam lo siguió hasta la puerta. En voz baja, Miguel añadió:
—Ya estuvo. Mejor vete, ya no te necesitamos.
Adam, desconcertado, comprendió y dio las buenas noches. Al día siguiente, no fue a su primera clase, algo inusual, pues se quedó dormido. El encuentro con Lupita, aunque fugaz, había encendido una chispa en su sangre. En silencio, se preguntaba si había sido un error, una mentira disfrazada de amistad. ¿Era su deseo de escapar de la soledad un anhelo más profundo, celosamente oculto?
Los días siguientes, sus pensamientos giraban en torno a Lupita. Recordaba su silueta en la penumbra, el cielo nocturno envolviéndolos. Desde esa tarde, lo sabía: deseaba a esa mujer, no necesariamente un amor, sino un roce, un instante de conexión. ¿No estaba todo lo desconocido y maravilloso que anhelaba ligado a las mujeres? Comenzó a observar con nuevos ojos a las que pasaban por la calle. La Ciudad de México, con su infinita diversidad, parecía un desfile de bellezas que hacían brillar sus ojos. Iba menos a clases y pasaba más tiempo vagando, como si buscara algo que no había perdido, esperando que la casualidad le trajera un encuentro inesperado.
Veía con envidia y deseo cómo las parejas se abrazaban, y su anhelo de tener su propia experiencia crecía. No quería nada extravagante, solo una mujer dulce, tierna, que llenara sus sentidos. Cada tarde, al pasar frente a las preparatorias, encontraba a chicas de quince o dieciséis años, regresando de clases, platicando en grupos, lanzando miradas curiosas y risitas. Sus rostros sonrientes, sus cuerpos esbeltos con faldas cortas, sus caderas balanceándose con una alegría casi infantil, lo cautivaban. Día tras día, las veía a lo lejos, y ellas comenzaron a notar su presencia. Cuando pasaba, se empujaban unas a otras, reían y lo miraban con ojos desafiantes. Adam, nervioso, apartaba la vista y aceleraba el paso.
Al notar que lo ponían nervioso, las chicas se volvieron más atrevidas. Sus risas y miradas lo seguían, pero él no se animaba a hablarles.
—Huele a problemas, —se decía, sintiéndose infantil en su timidez. ¿Por qué no podía ser fuerte, como la vida parecía exigirle? ¿Por qué no era como Miguel? Los recuerdos de su infancia lo asaltaban: las niñas que conoció, sus juegos inocentes. ¿Dónde estarían ahora? Seguramente conocían el amor, el deseo, algunas tendrían esposos e hijos. Todas habían dejado el pueblo, y él, el último en partir, seguía siendo un joven ruborizado en un cuarto frío, con la mirada baja, sin atreverse a enfrentar el mundo.
Una noche, mientras caminaba por las calles de la Roma, el bullicio de la ciudad lo envolvió: vendedores ambulantes, risas de parejas, el aroma de tacos al pastor desde un puesto. Adam se detuvo frente a un mural callejero, una explosión de colores que retrataba a una mujer con ojos fieros y flores en el cabello. Pensó en Clarisa, en Lupita, en las chicas de la preparatoria. Su corazón latía con una mezcla de deseo y miedo. Quería pertenecer, amar, vivir. Pero la ciudad, con su inmensidad, le recordaba lo pequeño que aún se sentía. Se sentó en una banca, mirando las estrellas que apenas se veían entre el resplandor de la ciudad, y se prometió a sí mismo que encontraría su lugar, aunque el camino fuera incierto.
A finales de noviembre, Adam regresó al cuarto de Miguel Díaz, aunque sus visitas se habían espaciado desde aquella tarde en que el deseo, mezclado con cerveza y juventud, lo había sacudido como un relámpago. El tiempo estaba revuelto; el frío de los últimos días había arreciado, y las nubes grises se agitaban en el cielo como un presagio. Una lluvia aguda y punzante comenzó a caer, golpeando los tejados y empañando las ventanas de la vieja casa en la colonia Doctores. El aire olía a tierra mojada, y el viento ululaba entre las rendijas, como un lamento que acompañaba la inquietud de Adam.
Miguel apenas murmuró un “qué onda” al verlo entrar, su habitual desenfado reemplazado por una brusquedad cortante. Siempre era así cuando algo lo carcomía por dentro. Caminaba de un lado a otro, inquieto, exhalando humo de su cigarro como un volcán a punto de estallar. De vez en cuando, lanzaba una mirada a Adam, como si quisiera preguntarle algo, pero callaba, atrapado en su propio torbellino.
—¡Qué vida de perro! —refunfuñó entre dientes, pateando el aire con un gesto de impotencia.
Adam permaneció sentado en un sillón desvencijado, con las manos cruzadas, sin atreverse a indagar. Conocía a Miguel: tarde o temprano, su rabia estallaría y las palabras brotarían como un río desbordado. Por ahora, solo observaba el vaivén de su amigo, el humo enroscándose en el aire, mientras afuera el viento aullaba y la lluvia tamborileaba con furia, como un eco de los tumultos que ambos cargaban en el pecho.
—¡Nomás esto me faltaba! —masculló Miguel, deteniendo su andar para golpear el aire con una regla, como si blandiera un sable imaginario.
Adam, con cautela, se aventuró a preguntar:
—¿Qué pasa, Miguel? ¿Qué tienes?
Miguel suspiró, dejó caer la regla y se desplomó en una silla, frotándose la frente.
—Tengo exámenes en ocho días, no debería estar tan preocupado. Pero si no los paso, se acabó. Tendría que repetir el semestre. ¡Se acabó el flujo de efectivo!
Adam asintió en silencio, con una leve sonrisa que no ocultaba la seriedad del asunto. No había palabras que pudieran aliviar el peso de esa confesión. Los dos se quedaron callados, cada uno sumido en sus pensamientos, mientras el viento afuera arreciaba, sacudiendo las ventanas y llenando el cuarto con un silbido melancólico. De pronto, un golpe en la puerta rompió el silencio. Lupita entró, con el cabello rojizo empapado, mechones cayendo sobre su rostro sonriente, como si la tormenta no pudiera apagar su chispa.
—¡Miren qué guapa estoy, toda mojada! —dijo, riendo, mientras se sacudía el agua de los brazos.
—Qué tal —respondió Adam, apenas audible, mientras Miguel apenas la miró.
Lupita, al notar el humor de Miguel, se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Él la apartó con un gesto brusco.
—¡No me mojes, mensa! —dijo, con una media sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
Ella rió y giró hacia Adam, con un brillo juguetón.
—¡Qué onda, pequeño! —dijo, quitándose la chamarra y arrojándola al sofá.
Un silencio incómodo se instaló. Adam sentía una punzada de inquietud. Desde aquella noche de risas y cervezas, cuando Lupita lo había besado en un impulso juguetón, no había vuelto a encontrar la misma naturalidad con ella. Su presencia lo agitaba, una mezcla de fascinación y temor ante su desenfado. La veía con ojos inquietos, recordando el calor de su risa, el roce de sus labios, pero también la incomodidad de saber que pertenecía a Miguel. Este, por su parte, seguía absorto, con la mente en sus exámenes, incapaz de salir de su mal humor. Lupita, al notar el ambiente tenso, frunció el ceño.
—Vaya, parece que llegué en mal momento —dijo, cruzándose de brazos—. ¡No dejé todo lo que tenía que hacer para verlos con cara de funeral!
Miguel suspiró, se puso de pie y tomó su chamarra.
—Tú siempre llegas a buena hora, Lupita, ya lo sabes. Pero hoy tengo que salir, ando contra el tiempo.
—¿Te vas? ¿Y yo qué? ¡No pienso salir con este aguacero! —protestó ella, señalando la ventana donde la lluvia caía en cortinas.
—Quédate aquí, pues —dijo Miguel, encogiéndose de hombros—. No hay bronca.
—¿Y qué hago? ¿Me pongo a dormir? Mejor llévame contigo —insistió Lupita.
—No se puede, de veras —respondió él, con un dejo de exasperación—. Quédate. Adam te hace compañía, ¿verdad?