En el vértigo de la Ciudad de México, donde los cláxones tejían una sinfonía caótica con los aromas de tacos al pastor y el murmullo de sueños juveniles, Adam Mireles, un joven de mirada inquieta y corazón palpitante, cruzó por primera vez las puertas de la UNAM. Era una mañana de primavera, con el cielo despejado como un lienzo azul y el aire cargado de promesas efímeras. Entre el mar de aspirantes al examen de admisión, sus ojos tropezaron con los de Clarisa Bonfil, una joven de sonrisa radiante y pasos firmes, que avanzaba con la determinación de quien sabe que el mundo le pertenece. Ella, con su cabello suelto ondeando como un estandarte y una chispa de idealismo en la mirada, era un verso fugaz que Adam no podía dejar de recitar. En ese instante, el bullicio se desvaneció, el tiempo se detuvo y su corazón, sin pedir permiso, se rindió ante ella.
Durante el año siguiente, Adam, impulsado por el vértigo de un amor que lo consumía, la buscó incansablemente. La encontró en los pasill