El cielo de la ciudad seguía cubierto, pero la lluvia había cedido, dejando un silencio húmedo que envolvía las calles. Adam se levantó temprano, con el corazón latiendo al compás de una mezcla de nervios y esperanza. El examen de admisión en la UNAM era su puerta al futuro, el primer paso hacia el sueño de ser médico, de salvar vidas, de demostrarle a su familia —y a sí mismo— que podía conquistar lo imposible. Mientras se vestía, el canto del canario en el vestíbulo le arrancó una sonrisa. Era un recordatorio de que, incluso en la incertidumbre, había pequeños destellos de vida.
Bajo un cielo que parecía contener el aliento. Las calles de Doctores estaban vivas: vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, el aroma de tamales y atole flotaba en el aire, y los estudiantes corrían hacia el metro con mochilas al hombro. Adam sintió un cosquilleo en el pecho, una chispa de pertenencia. La ciudad, que la noche anterior lo había recibido con indiferencia, ahora parecía abrirse, como si lo invitara a descubrir sus secretos.
Había visitado a sus parientes en la ciudad, esperando encontrar un ancla en sus rostros familiares, pero la cena con ellos había sido un recordatorio de su condición de forastero. Sus primos, de su misma edad, lo miraron con una mezcla de curiosidad y condescendencia, sus ojos deteniéndose en su chamarra gastada y sus botas polvorientas. Aunque nadie lo dijo, Adam sintió el peso de sus juicios sobre su “elegancia pueblerina”. Se despidió con una sonrisa forzada y juró no volver. La ciudad lo empujaba hacia el único refugio que tenía: Miguel, su vecino de cuarto, un joven desparpajado que parecía navegar la vida con una facilidad que Adam envidiaba.
A sus diecisiete años, con un rostro que aún guardaba trazos de infancia, nadie creería que Adam aspiraba a ser médico. Una tarde, agotado de vagar por las calles abarrotadas, regresó al edificio y llamó a la puerta de Miguel. Lo encontró tirado en el sofá, con un libro abierto sobre el pecho.
—¿Qué tal si mañana viernes vamos a un café? —propuso Adam, con un destello de entusiasmo—. Dicen que hay lugares bohemios, donde músicos se juntan a tocar, a charlar… Suena bien, ¿no?
—¡Órale! —respondió Miguel, incorporándose con una sonrisa—. Ese lugar es pura vibra. Pero no me despiertes antes de las dos, ¿eh? Seguro nos quedamos hasta tarde, tocando y echando desmadre.
—Perfecto —dijo Adam, imaginando el calor de su guitarra y el murmullo de acordes mezclándose con voces desconocidas.
—Y, oye —añadió Miguel, guiñándole un ojo—, lleva tu guitarra. A lo mejor conoces a una poeta o cantante. Pero, ¿te animarías a hablarle a una chava?
Adam sintió un nudo en el estómago, pero sonrió.
—No soy tan tímido como crees, —respondió, aunque en su interior dudaba.
En Quimichis, había soñado con amores imposibles, maestras de su escuela cuyas sonrisas gentiles alimentaban un amor platónico que lo hacía suspirar en silencio. Pero en la ciudad, ¿podría ser diferente?
Las siguientes noches, Adam ni dormía. Los apuntes desparramados sobre la mesa, la lámpara proyectando sombras inquietas, y el tic-tac del reloj lo mantenían en vilo por los resultados. Pero más allá de los nervios por el examen, había una chispa de emoción: la ciudad le ofrecía un lienzo en blanco, una oportunidad para dejar atrás al chico tímido y convertirse en alguien nuevo.
Al día siguiente, llegó al campus con los ojos enrojecidos pero el corazón latiendo fuerte. El examen fue un torbellino de preguntas que desafiaban su memoria y su temple. En los pizarrones del campus no había resultados, sólo la nota de que debían esperarlos pacientemente. Mientras repasaba los avisos, sus ojos se cruzaron con la chica de cabello castaño y ojos que parecían guardar un secreto. Ella se acercó, rompiendo el silencio tenso con una sonrisa.
—¿Nervioso? —preguntó, sentándose a su lado.
Adam, sorprendido, asintió.
—Un poco. ¿Tú?
—Mucho —respondió Clarisa, riendo suavemente.
Su voz era como un arroyo, clara y cálida, y sus palabras fluyeron con una naturalidad que desarmó a Adam. Hablaron de sus pueblos —ella venía de un lugar en Michoacán, no muy diferente al suyo—, de sus miedos al examen, de la ciudad que los intimidaba y los fascinaba. Por primera vez en semanas, Adam no se sintió como un extraño. Había algo mágico en la forma en que Clarisa lo miraba, como si viera al hombre que él quería ser, no al chico tímido con botas gastadas. Cuando se despidieron, ella le deseó suerte con una sonrisa que se quedó grabada en su corazón, desterrando los recuerdos de aquellos amores platónicos que nunca lo vieron como algo más que un alumno. Con Clarisa, sintió el despertar de algo real.
Adam tomaba su guitarra y se dirigía a La Libélula, un café en la Roma que parecía sacado de un cuadro bohemio. Las paredes estaban cubiertas de murales desordenados: siluetas de músicos, frases de poetas garabateadas en tiza, y flores pintadas que parecían trepar hacia el techo. El aire olía a café recién molido, pan horneado y un toque de incienso que flotaba desde una esquina. Mesas de madera desgastada, algunas tambaleantes, estaban ocupadas por estudiantes con cuadernos abiertos, artistas con pinceles en la mano y músicos que rasgueaban guitarras o golpeaban tambores improvisados. Una lámpara de papel colgaba del techo, bañando el lugar en una luz cálida que hacía que todos parecieran amigos, aunque apenas se conocieran.
Adam pidió un mollete y un americano, y se instaló en una mesa junto a la ventana, donde la luz de la tarde se filtraba entre las cortinas de macramé. Sacó su guitarra y comenzó a rasguear suavemente, dejando que las notas de una ranchera llenaran el espacio. Pronto, un chico con un cajón peruano se acercó, marcando un ritmo con las manos. Una chica de trenza larga sacó un ukelele, y otro joven, con una armónica, se unió con un solo melancólico. Sin necesidad de palabras, sus instrumentos comenzaron a conversar, tejiendo una melodía que pasaba de boleros a trovas, de risas a suspiros. Adam, que al principio tocaba con timidez, dejó que sus dedos encontraran confianza, liderando un riff que hizo que los demás sonrieran y aplaudieran. Por un momento, el café se convirtió en un refugio donde no había extraños, solo almas unidas por la música.
Esa tarde, al volver a su cuarto, el peso de la soledad parecía más ligero. La Ciudad de México comenzaba a revelarse como algo más que un sueño inalcanzable. La guitarra, el café, y sobre todo Clarisa —cuya sonrisa seguía brillando en su mente— eran hilos que lo ataban a una vida nueva. Sentado en su cama, bajo la lámpara que ahora parecía cálida, Adam pensó en el examen, en la posibilidad de convertirse en médico, en las noches que vendrían llenas de música y conversaciones. Pero, más que nada, pensó en Clarisa, en la chispa que había encendido en su corazón, un amor que no era un eco de los suspiros adolescentes, sino algo vivo, tangible, que lo hacía querer ser mejor.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones y descubrimientos. La noticia de su aceptación en la Facultad de Medicina llegó como un rayo de sol en medio de la lluvia constante de la ciudad, llenando de orgullo a su familia en Quimichis. Pero la vida estudiantil no era el cuento de hadas que había imaginado. Las mañanas comenzaban temprano, con Adam corriendo entre clases y apuntes, sumergido en la intensidad casi desesperada de los estudios. Cada hueso memorizado, cada proceso fisiológico aprendido, era una forma de olvidar la nostalgia y la inseguridad que aún lo perseguía. Pero también era una manera de acercarse a Clarisa, quien, para su alegría, se había convertido en una presencia constante en su vida.
Sus encuentros con Clarisa se convirtieron en el corazón de su nueva rutina. La veía en los pasillos, en la cafetería de la facultad, donde compartían un café aguado y charlaban sobre sus sueños. Clarisa tenía una forma de hablar que lo hacía sentir vivo: sus historias sobre su pueblo, su risa fácil, y la manera en que sus ojos brillaban cuando discutían sobre política o música hacían que Adam olvidara el peso de la ciudad. Una tarde, mientras estudiaban juntos en una biblioteca abarrotada, ella rozó su mano al pasar una página, y el corazón de Adam dio un vuelco. Fue un gesto pequeño, pero suficiente para que los amores platónicos de su adolescencia se desvanecieran por completo. Con Clarisa, el amor era real, un fuego que crecía con cada mirada, cada palabra.
Fuera de las aulas, Adam seguía buscando su lugar. Las tardes en las calles se convirtieron en una rutina sagrada. El café era un universo en miniatura: las mesas estaban cubiertas de servilletas garabateadas con versos, los músicos improvisaban melodías que iban de Silvio Rodríguez a jazz experimental, y el aire vibraba con el sonido de risas y debates sobre arte, política y la vida.
Una noche, Adam llevó a Clarisa al café. Ella, con su ukelele bajo el brazo, se unió a él sin dudarlo, cantando una versión suave de La Llorona que hizo que todos guardaran silencio. Adam, tocando a su lado, sintió que la música los unía de una manera que las palabras nunca podrían. Cuando sus ojos se encontraron en medio de la canción, supo que estaba enamorado.
La transición a la adultez no fue fácil. En su pueblo, ser joven era sencillo: tardes jugando futbol en la plaza, ayudando en el campo, soñando con un futuro lejano. En la ciudad, la adultez llegaba con responsabilidades abrumadoras: pagar la renta de su cuarto estrecho, equilibrar los estudios con un trabajo de medio tiempo en una farmacia, y aprender a navegar una sociedad que valoraba el dinero y las conexiones por encima de los sueños. Pero también había momentos de magia: las noches en el café, las caminatas con Clarisa por el Bosque de Chapultepec, donde hablaban de todo y de nada, y las horas en el laboratorio, donde Adam comenzaba a sentir que la medicina no era solo una carrera, sino una forma de darle sentido a su vida.