El autobús que llevó a Adam Mireles a la Ciudad de México traqueteaba como un corazón inquieto, dejando atrás los paisajes de Nayarit, donde el aire olía a sal y manglares, y los días se tejían con la calma de lo conocido. Antes de partir, sus amigos le habían dado un consejo claro, casi un mandato: “Busca un cuarto en la colonia Doctores, cerca del Hospital General, donde nosotros vivimos. Pero no te fíes de anuncios en línea; ve en persona, siente el latido de la ciudad”. Con una maleta llena de sueños y el peso de las despedidas, Adam descendió en la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO). El aire vibraba con murmullos, motores y el caos de una metrópoli que no descansaba. Era junio, y la ciudad parecía viva, cambiante: las hojas amarillas caían como presagios de verano, el cielo gris prometía lluvia, y un viento fresco, casi cortante, jugaba con su cabello mientras preguntaba por el camino a Doctores.
Las calles de la capital eran un torbellino de sonidos: cláxones, pasos apresurados, voces que se desvanecían en el viento. Adam, un joven aspirante a médico, caminaba con la mirada alerta, absorbiendo una ciudad que había imaginado desde niño como un escenario de luces y aventuras. Pero un aguacero repentino estalló, empapando las aceras y deshaciendo los paraguas de los transeúntes, que corrían como sombras bajo la tormenta. Las luces de los autos se difuminaban en la penumbra, y las siluetas se desvanecían en un velo de lluvia. Buscando refugio, Adam visitó cuartos pequeños y húmedos, con paredes que parecían susurrar historias de desamparo. Algunos tenían manchas que insinuaban vidas pasadas; otros, una luz grisácea que teñía todo de melancolía. Ninguno lo convencía. El olor a humedad y el eco del viento lo envolvían en una tristeza que no esperaba.
Agotado, llegó a una casa antigua en Doctores, de fachada rústica pero espaciosa, con un encanto nostálgico que parecía resistir el paso del tiempo. La habitación disponible era sencilla, más pequeña de lo que hubiera querido: un colchón cubierto por una colcha descolorida, una lámpara polvorienta que apenas iluminaba y una estufa que parecía a punto de rendirse. Pero las ventanas daban a un patio donde los árboles susurraban bajo la lluvia, sus hojas temblando al compás del viento. Ese verdor, tímido pero vivo, le trajo un destello de Nayarit, de los días cálidos y familiares donde el aire olía a mar y libertad. En el vestíbulo, un canario cantaba en su jaula, su trino alegre y persistente, como un faro en la tormenta. La dueña, doña Elvira, una mujer mayor de mirada serena pero apesadumbrada, le explicó que vivía con su nieta, Clara, y que rentaba los cuartos para sostener la casa, un lugar que, aunque grande, parecía cargado de recuerdos y silencios. El canto del canario y el susurro del patio fueron una señal para Adam: decidió quedarse.
Esa primera noche, la Ciudad de México no era el sueño vibrante que había imaginado. La lluvia golpeaba los cristales, el frío se colaba por las rendijas, y las fotos sepia en las paredes parecían observarlo con rostros de otro tiempo. Sentado en un sillón viejo, con su maleta deshecha y un retrato de su madre colocado en la mesita, sintió el peso de la soledad. La lámpara apenas iluminaba, y la ventana, mal cerrada, temblaba con cada ráfaga. Se miró en el espejo: pálido, con los ojos cansados, al borde de las lágrimas. ¿Quién había dormido en esa cama? ¿Quién se había sentado en ese sillón? ¿Quién se había reflejado en ese espejo, enfrentando su propia soledad? Todo le resultaba ajeno, como si la ciudad lo repeliera. Un escalofrío lo recorrió. ¿Debía rendirse y acostarse? En Nayarit, su familia estaría ahora en el patio, charlando bajo un cielo estrellado. Laura, su hermana menor, ya estaría dormida, abrazada a sus sueños. Pero ¿dónde estaba el Adam que había partido con el corazón lleno de promesas?
Intentó salir, explorar, sentir el latido de la ciudad que había soñado desde niño. Caminó unas calles hasta un café pequeño, donde se sentó con una taza caliente, mirando una pared blanca y gastada. Las voces de los clientes se mezclaban con el tamborileo de la lluvia, y un sentimiento de decepción comenzó a oprimirle el pecho. Intentó salir nuevamente, pero el aguacero era implacable, empapándolo hasta los huesos. Cansado, entró a una fonda, cenó con la mirada perdida y regresó a la casa, con los pasos pesados sobre las aceras mojadas. En su cuarto, observó sus pertenencias desordenadas, apiladas como restos de un sueño lejano. Entre los libros de medicina, encontró el retrato que Laura había deslizado a escondidas. La sonrisa de su madre lo miró desde el papel, cálida y familiar, pero en la penumbra parecía desvanecerse, como si reflejara su propia tristeza. Se acercó a la ventana, donde la lluvia seguía cayendo, las gotas deslizándose por el cristal como lágrimas que no cesaban. Se quedó allí, inmóvil, dejando que el tiempo pasara, mientras la ciudad parecía susurrar su indiferencia.
De pronto, un crujido en la puerta vecina rompió el silencio. Una voz grave tarareaba, acompañada de pasos pesados. Era Miguel López, el estudiante de derecho que doña Elvira había mencionado. Adam, impulsado por un destello de esperanza, se levantó del sillón y tocó a su puerta. Lo recibió una nube de humo púrpura y azul, y la figura robusta de Miguel, descalzo, sin camisa, con una pipa en la boca.
—¡Pasa, por favor!, —dijo con una sonrisa amable.
La habitación, pequeña y desordenada, estaba sumida en una neblina que difuminaba los contornos. Hablaron como si se conocieran de siempre, Miguel, con su energía contagiosa, hablaba de la ciudad, de sus exámenes, de las noches en las que la capital parecía un rompecabezas de sueños y decepciones. Adam escuchaba, fascinado, viendo en él un reflejo de lo que quería ser: seguro, libre, dueño de su destino.
—¿Y tú, Adam? ¿Qué te trajo a esta ciudad? —preguntó Miguel, exhalando una bocanada de humo.
Adam enrojeció, avergonzado de su timidez. Habló de su sueño de ser médico, de los días en Nayarit donde el mar parecía susurrar historias, de su madre y su hermana, que lo esperaban con el corazón en vilo. Miguel asintió, como si entendiera cada palabra, cada miedo no dicho. A medianoche, se despidieron con un apretón de manos y un golpe amistoso en el hombro.
—Eres un buen tipo, Adam. Vas a encontrar tu lugar aquí, —dijo Miguel, con una sinceridad que se clavó en el pecho de Adam como un rayo de luz.
De vuelta en su cuarto, la habitación ya no parecía tan fría. La lluvia seguía golpeando los cristales, pero ahora sonaba como un murmullo de bienvenida. La sonrisa de su madre en el retrato brillaba con más calidez, como si lo animara a seguir.
Al amanecer, el cielo de la ciudad seguía cubierto, pero la lluvia había cedido, dejando un silencio húmedo que envolvía las calles. Adam se levantó temprano, con el corazón latiendo al compás de una mezcla de nervios y esperanza. El examen de admisión en la UNAM era su puerta al futuro, el primer paso hacia el sueño de ser médico, de salvar vidas, de demostrarle a su familia —y a sí mismo— que podía conquistar lo imposible. Mientras se vestía, el canto del canario en el vestíbulo le arrancó una sonrisa. Era un recordatorio de que, incluso en la incertidumbre, había pequeños destellos de vida.
Caminó hacia Ciudad Universitaria bajo un cielo que parecía contener el aliento. Las calles de Doctores estaban vivas: vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, el aroma de tamales y atole flotaba en el aire, y los estudiantes corrían hacia el metro con mochilas al hombro. Adam sintió un cosquilleo en el pecho, una chispa de pertenencia. La ciudad, que la noche anterior lo había recibido con indiferencia, ahora parecía abrirse, como si lo invitara a descubrir sus secretos.
En la UNAM, el campus era un hervidero de aspirantes, cada uno cargando su propia mezcla de miedo y determinación. Adam se unió a la fila, con los apuntes apretados contra el pecho, repasando en su mente fórmulas y conceptos. Fue entonces cuando la vio. La chica cruzaba el patio con paso decidido, su cabello castaño ondeando al viento, una carpeta bajo el brazo y una chispa de idealismo en la mirada. Hablaba con una amiga, su risa clara como un arroyo, y algo en Adam se detuvo. No era solo su belleza; era la forma en que parecía habitar el mundo, como si cada paso fuera una declaración de intenciones. Supo, sin necesidad de palabras, que ella era diferente, que su vida y la de él acababan de cruzarse en un instante que no olvidaría.
No se atrevió a hablarle ese día. La observó desde lejos, mientras ella se dirigía a la Facultad de Ciencias Políticas, y algo en su corazón se encendió. Durante los meses siguientes, la buscaría en cada rincón de la universidad, en las bibliotecas, en las cafeterías, en las plazas donde los estudiantes debatían con pasión. Buscaba conocerla, en los pasillos del campus la escuchaba hablar de justicia, de cambiar el país, de un futuro donde las voces de todos fueran escuchadas. Adam, con su sueño de curar cuerpos, se sentía pequeño ante su grandeza, pero también inspirado. Deseaba ser su amigo, cómplice de sus sueños, ser la mitad del alma que al fin se encontraban en los márgenes de una ciudad que no dejaba de correr.
En un instante, sus ojos se encontrarían, y el corazón de Adam, sin pedir permiso, se rendiría ante ella. Pero el amor, como la ciudad, no seguía las reglas que Adam había imaginado. Sus sentimientos por Clarisa crecieron en silencio, un fuego que ardía sin consumirse.
La buscaba en los pasillos de la universidad, en las manifestaciones estudiantiles, en cada rincón donde su risa pudiera resonar. Quería ser su confidente, compañero de charlas interminables sobre política, sueños y el futuro.
Y así, en medio del hambre de amor, de respuestas y de futuro, Adam se encontraría atrapado entre un pasado que aún dolía y un presente que prometía tanto como asustaba. La Ciudad de México, con su lluvia y sus calles caóticas, sería el lienzo donde aprendería que el amor, como el hambre, puede ser tan cruel como esperanzador, tan fugaz como eterno.