Lo que alguna vez fue un refugio de risas y charlas se había convertido en un lugar de silencios cargados, Mireles apenas si cruzaba el umbral del cuarto de Miguel, donde la culpa y la distancia pesaban como el aire húmedo que envolvía la Ciudad de México. Miguel solo lo buscaba cuando necesitaba un favor o un oído para desahogarse; de lo contrario, era Adam quien, con una mezcla de esperanza y resignación, tocaba su puerta, buscando el eco de una amistad que se desvanecía. Pero tras el incidente con Lupita, Adam percibió una intención velada en la ausencia de su amigo. No era solo indiferencia; era un reproche silencioso, una barrera que Miguel había erigido. Consciente de su propia culpa, Adam decidió no buscarlo, aferrándose a una terquedad serena que le dolía como una herida abierta, un recordatorio de lo frágil que era su lugar en el mundo.
Los días que siguieron fueron un desierto de soledad. Nadie lo visitaba, y la ciudad, con su bullicio incansable, parecía burlarse de su aisl