Eva Rusell sabe que Luca McDowell tiene la reputación bien ganada de ser uno de los solteros más irresistibles del estado de Texas. Empresario exitoso, arrogante hasta la médula, y con un encanto salvaje que hace temblar a cualquiera, Luca ha visto cómo el amor convirtió en sombras a hombres poderosos de su círculo más íntimo y juró jamás caer en esa trampa. Cuando un amigo de Eva se ve envuelto en un problema que podría arruinarle la vida, ella sabe que Luca es el único con suficiente influencia para ayudar. Pero ese favor tiene un precio: una propuesta inesperada que cambiará sus vidas para siempre. Luca no cree en el amor, pero no puede ignorar la conexión intensa y peligrosa que lo une a Eva. Ella, por su parte, se resiste a entregarse a un hombre que no le ofrece el corazón, solo el deseo. Sin embargo, cada vez que la toma entre sus brazos, el mundo parece desvanecerse y Eva empieza a preguntarse si el amor verdadero puede surgir incluso donde menos se espera. En el corazón ardiente de Texas, entre secretos, orgullo y pasión desbordante, Eva y Luca deberán enfrentarse al mayor desafío de todos: entregarse sin reservas o perderlo todo.
Leer másEl sol caía pesado sobre las llanuras de Texas, un sol que parecía eterno, abrasador, dueño del horizonte. El calor reverberaba en las carreteras polvorientas, haciendo que el asfalto se ondulara a la distancia como si el mismo aire respirara con dificultad. Una bandada de cuervos se levantó de un poste de madera cuando la camioneta negra apareció levantando polvo tras de sí.
—¡Libertad total! —exclamó Luca McDowell al girar el volante y estacionarse en el amplio patio de su rancho, a las afueras de Austin.
Alto, imponente y de presencia inconfundible, tiene el porte de un vaquero moderno y la elegancia de un magnate. Su cabello rubio, ligeramente despeinado, cae hacia un lado de su rostro, mientras sus ojos azules—habitualmente intensos, fríos como el acero cuando algo lo enfurece— se miran cálidos ante el paisaje.
Su cuerpo fuerte, trabajado por el gimnasio como por años de esfuerzo físico en sus ranchos, hace que luzca irresistible en sus jeans deslavados, botas de cuero gastadas y una camiseta blanca que se ajusta a su físico atlético. El cabello cobrizo, revuelto por el viento, brilla bajo los últimos reflejos del atardecer.
Con una sonrisa arrogante, bajó de la recogida, estirando los músculos después del largo viaje.
Lanzó las llaves de la camioneta a uno de los empleados que salió del granero para recibirlas. El joven vaquero las atrapó al vuelo con una sonrisa nerviosa; todo el mundo en esas tierras conoció a Luca McDowell, el heredero de uno de los linajes más poderosos en la cría de caballos de pura sangre.
Luca inspiró profundamente, llenándose de aquel aire seco y áspero, impregnado de heno, estiércol y polvo. Era el olor de su infancia, de su juventud rebelde, de todo lo que alguna vez había jurado dejar atrás… y que, sin embargo, seguía siendo lo único que lo hacía sentir realmente en casa.
Lejos de los flashes de Dallas, de los eventos de caridad repletos de sonrisas falsas, de las herederas que lo perseguían como si fuera un trofeo… aquí podía ser simplemente él. Luca, el jinete. Luca, el McDowell que sabía montar mejor que cualquiera. No el multimillonario que las revistas de sociedad insistían en pintar como el “soltero más codiciado del sur”.
Caminó unos pasos por el patio. El rancho estaba en plena actividad: caballos relinchando en los establos, perros pastores corriendo tras el ganado, trabajadores que aún a esa hora seguían moviéndose entre corrales y cobertizos. El lugar vibraba de vida, de ruido y esfuerzo, como una maquinaria viva que nunca se detenía.
Pero algo llamó su atención de inmediato.
Allí, en medio del corral de entrenamiento, un supuesto mozo nuevo montaba a uno de sus caballos más temperamentales. No era un animal para cualquiera. Requería firmeza, temple, manos duras y seguras. Sin embargo, aquel “mozo” lo guiaba con sorprendente destreza.
Luca entrecerró los ojos. Había algo en la postura, en la forma de tomar las riendas, demasiado elegante, demasiado refinada. No correspondía al andar brusco y relajado de los vaqueros curtidos por el sol.
Se acercó con paso firme, cruzando el patio.
El caballo giró en un círculo amplio, obedeciendo sin resistencia. El jinete se inclinó con gracia, controlando cada movimiento. Luca lo supone antes de siquiera ver el rostro. Esa forma de montar la conocía. La había visto en competencias, en entrenamientos privados, en recuerdos de una juventud marcada por rivalidades y desafíos.
El “mozo” giró la cabeza y Luca se encontró con unos ojos que jamás podría olvidar.
Eva Russell, la hija de unos viejos amigos de sus padres que había quedado huérfana y tomada bajo la tutela de un gran amigo suyo.
Eva era la definición de belleza natural. Cabello castaño ondulado, ojos azul cielo que reflejaban tanto dulzura como determinación, y una sonrisa que podría desarmar al más duro. Aunque era elegante, de modales suaves y un corazón generoso, no era una mujer fácil de controlar. Era inteligente, valiente y con una voluntad que iguala la de Luca; el tipo de mujer que inspira devoción… o guerra.
—¿Tú? —escupió, incrédulo.
Ella sonríe con descaro, bajándose del caballo con un movimiento fluido. La gorra de béisbol que intentaba ocultarla cayó ligeramente hacia atrás, dejando escapar mechones de cabello castaño que brillaron bajo el sol poniente.
—Hola, McDowell. —Su voz sonaba tan segura como siempre, con ese timbre insolente que lo había hecho perder la paciencia incontables veces en el pasado—. Veo que tus caballos siguen siendo tan orgullosos como su dueño.
Luca apretó la mandíbula. La sorpresa lo golpeaba como un puñetazo, pero no estaba dispuesto a mostrarlo.
— ¿Qué demonios haces en mi rancho? —preguntó, cada palabra cargada de desconfianza.
Eva se encogió de hombros, bajando la mirada hacia el caballo que acababa de montar. Acarició suavemente su cuello, logrando que el animal resoplase satisfecho.
—Trabajando —respondió con naturalidad—. Como puedes ver, no he perdido la práctica.
—No juegues conmigo, Rusell. —Luca dio un paso al frente, invadiendo su espacio—. No eres ninguna moza de establecimiento. Nunca lo fuiste.
Ella lo miró directamente a los ojos, desafiante.
—Estoy aquí por Hermes. —Su tono cambió, volviéndose más serio—. Se metió en un problema que tú ni imaginas.
Luca parpadeó, sorprendió de escuchar ese nombre. Hermes... El hijo de un viejo mentor, un muchacho problemático que siempre terminaba en el lugar equivocado.
—Y ¿qué tiene que ver mi rancho con eso?
Eva suspiró, cruzándose de brazos.
—Él está huyendo, Luca. Se involucró con gente peligrosa, corredores de apuestas que amañan carreras. Y yo… —lo miró con firmeza—. Yo vine a ayudarlo.
El silencio entre ambos fue tan denso como el calor que aún flotaba en el aire.
Luca retrocedió un paso, intentando ordenar lo que acababa de escuchar. Había regresado a su rancho buscando paz, y en cuestión de minutos tenía frente a sí a Eva Rusell, una mujer que había jurado mantener lejos de su vida… y con una historia que lo metía de lleno en un conflicto del que ni siquiera quería formar parte.
Recordaba bien a Eva. Demasiado bien. Terquedad era su segundo nombre. Orgullo, el tercero. Nunca aceptaba un “no” por respuesta, nunca se doblegaba ante nadie. Y lo peor era que, por mucho que la detestara, esa misma fiereza era lo que lo atraía de una forma peligrosa.
Ella rompió el silencio con un tono suave, casi persuasivo.
—Sé que odias que esté aquí. Pero necesito tu ayuda. Hermes no tiene a quién más acudir.
Luca soltó una risa incrédula, sin humor.
—¿Mi ayuda? Tú te metiste en esto, Rusell. No esperes que yo limpie tus desastres.
—No es mi desastre. —Eva se irguió, su voz firme—. Es de Hermes. Y si tú tienes un mínimo de honor, sabrás que no podemos darle la espalda.
Él la observó un largo rato, luchando contra sí mismo. La conocía lo suficiente para entender que no se iría. No importaba cuánto la empujara, no importaba cuántas puertas le cerrara en la cara. Eva Rusell era un huracán, y cuando decidía algo, no había fuerza en Texas capaz de detenerla.
Un murmullo de los trabajadores a la distancia lo sacó de sus pensamientos. Todos observaban disimuladamente aquella confrontación en el centro del corral. La tensión entre Luca y Eva era palpable, un choque de voluntades que electrizaba el aire.
Al final, Luca sospechó.
—Muy bien. —Su voz era baja, peligrosa—. Te quedarás... por ahora. Pero ten esto claro, Eva: este es mi rancho. Mis reglas. Si me entero de que te metes donde no debes, te sacaré de aquí yo mismo.
Eva arqueó una ceja, con una sonrisa que destilaba desafío.
—Lo dices como si pudieras.
Ese gesto, esa sonrisa… Luca recordó por qué había jurado mantenerse alejado de ella. Y también por qué nunca había podido cumplirlo del todo.
El sol terminó de esconderse en el horizonte, tiñendo de rojo y violeta el cielo sobre las llanuras. El primer día del regreso de Luca McDowell al rancho acababa de comenzar en realidad. Porque con Eva Rusell allí, nada volvería a ser tranquilo.
El símbolo brillaba débil bajo la luz de la luna. Eva se quedó inmóvil, con el corazón golpeándole en el pecho. No era un garabato viejo ni un accidente en la roca: era la marca del Contador, reciente, hecha con intención.Se levantó despacio, apartando la mano de Luca de su cintura.—¿Qué pasa? —preguntó él, con la voz grave.Eva señaló la roca. Luca se inclinó, pasó los dedos sobre el grabado, y maldijo en voz baja.—Nos están cercando.—¿Cómo? —susurró ella, sintiendo que la garganta se le cerraba—. No puede ser casualidad.Luca la miró fijamente, los ojos oscuros como la noche.—Alguien está marcando el camino por nosotros.Al amanecer, Eva decidió no callar más. Cuando el grupo recogía sus cosas para continuar la marcha, los llevó hasta la roca y mostró el grabado.El silencio que siguió fue denso, mortal. Los hombres de Gabriel se miraron entre sí, inquietos. Elena frunció el ceño, su mano aferrada a la pistola. Marina abrazó a Santiago, como si quisiera esconderlo del mundo.Ga
La estación amaneció teñida de rojo, como si el desierto entero hubiera sangrado durante la noche. El símbolo del Contador seguía marcado en la pared, fresco, imposible de ignorar.Gabriel ordenó la partida al alba. Nadie discutió: quedarse allí era una sentencia de muerte.Eva montó con la carpeta asegurada bajo el poncho. Marina acomodó a Santiago sobre la montura, su respiración más tranquila gracias a la medicina, pero aún débil. Los hombres de Gabriel revisaban armas y provisiones con movimientos calculados, como si cada gesto formara parte de un ritual aprendido en demasiadas batallas.Luca cabalgaba a un lado de Eva, rígido, con el rifle cruzado en la espalda. No apartaba la vista de ninguno de los aliados nuevos. Sus ojos parecían cuchillos listos para cortar en cuanto alguien hiciera un movimiento en falso.—No me gusta esto —murmuró.Eva suspiró.—Nunca te gusta nada.Él giró hacia ella, con una sombra de sonrisa amarga.—Porque casi siempre tengo razón.El camino fue largo,
El eco de sus respiraciones aún flotaba en la penumbra de la estación cuando un ruido seco los hizo separarse. Eva y Luca se quedaron inmóviles, con el corazón latiendo como un tambor de guerra.No era el sonido del viento, ni el crujir de los rieles oxidados. Era algo más cercano, algo humano.Luca alzó el rifle en silencio, su mirada alerta, recorriendo la oscuridad. Eva, con la blusa aún desordenada, abrazó la carpeta instintivamente, sintiendo cómo la realidad regresaba con brutalidad.—Quédate atrás —susurró él, avanzando con pasos felinos hacia la esquina de la vieja oficina del jefe de estación.Un destello metálico brilló en la pared: un grabado, marcado con cuchillo o navaja. Luca se agachó para verlo mejor, y Eva, incapaz de quedarse quieta, se inclinó junto a él.El símbolo era simple: un círculo atravesado por dos líneas.Eva lo reconoció al instante.—Es la marca del Contador.La sangre se le heló en las venas. Aquella señal no estaba allí por casualidad. Era un aviso, un
El desierto se extendía bajo la luz pálida de la luna. Los caballos avanzaban despacio, arrastrando el cansancio de la batalla. Eva mantenía la carpeta apretada contra el pecho, como si fuera lo único que la mantenía en pie. Cada tanto miraba hacia atrás, a Marina, que sostenía a Santiago con ternura, susurrándole canciones viejas que apenas lograba entonar entre lágrimas.Delante, Gabriel guiaba al grupo junto a sus hombres. Sus siluetas recortadas contra la arena parecían fantasmas del pasado. Nadie hablaba. Solo el crujido de los cascos en la grava y el silbido del viento llenaban el aire.Luca cabalgaba a su lado, siempre alerta, el rifle colgando de su hombro. Sus ojos no se apartaban de Gabriel ni un segundo.—No me gusta esto —murmuró, lo bastante bajo para que solo ella lo escuchara.Eva suspiró.—Lo sé. Pero si seguimos solos, Santiago morirá antes del amanecer.Luca apretó la mandíbula, sin responder.Horas después, Gabriel levantó la mano y el grupo se detuvo.—Descansaremo
El eco de la voz se extendió entre las paredes del cañón. Eva sintió que el aire se volvía más denso, cargado de polvo y peligro. Luca no bajó el rifle, pero sus ojos se clavaron en Gabriel.—¿Quiénes son? —preguntó con frialdad.Gabriel levantó una mano, como pidiendo calma.—Si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho.Eva observó a las figuras que emergían de la oscuridad. Eran cinco hombres y una mujer, todos armados. Sus ropas estaban desgastadas, sus rostros curtidos por el sol, pero había algo en su mirada: determinación, y un odio profundo hacia un enemigo común.El primero en acercarse era alto, de barba espesa y mirada dura. Se detuvo a unos pasos de Gabriel.—Te seguimos porque confiamos en ti, pero ahora nos traes a extraños. ¿Qué garantía tenemos de que no sean carnada del Contador?Gabriel respiró hondo, girando hacia Eva y Luca.—Ellos llevan la prueba. La carpeta. Con esto podemos golpear al Contador donde más duele.Un murmullo recorrió al grupo. La mujer de ojos claro
El reflejo metálico aún ardía en los ojos de Eva cuando Gabriel se acercó. El fuego iluminaba solo una parte de su rostro, dejando la otra sumida en sombras. Parecía un hombre dividido, entre la calma que intentaba mostrar y el secreto que ya no podía ocultar.Luca sostuvo el rifle con ambas manos, apuntando directo a su pecho.—Habla. Y que sea rápido.Gabriel alzó las manos, tranquilo, sin apartar la mirada.—No están solos en esta guerra. Creyeron que sí, pero no. Existe una red, dispersa, que busca lo mismo que ustedes: derribar al Contador. Yo soy uno de ellos.Eva frunció el ceño, incrédula.—¿Y por qué ocultarlo hasta ahora?Gabriel suspiró, como si llevara años esperando esa pregunta.—Porque confiar cuesta caro. Si se los decía desde el principio, tal vez me habrían dejado tirado en la arena. Pero la verdad es que la señal que vieron era para mis compañeros. Vendrán.Marina se incorporó de golpe, con el rostro encendido de esperanza.—¡Entonces no estamos perdidos! Con ellos
Último capítulo