CAPITULO 4

El sol de mediodía caía implacable sobre el rancho McDowell. Ni una nube se atrevía a interponerse en aquel cielo azul intenso, y el calor hacía vibrar el aire sobre la arena de la pista de entrenamiento. El olor a cuero, sudor y polvo se mezclaba con el relincho de los caballos y las voces graves de los vaqueros, que iban y venían con sombreros bajos para protegerse del sol.

Eva Rusell caminaba entre ellos con paso seguro, las botas llenas de tierra y el cabello recogido bajo una gorra. Una simple vista parecía una trabajadora más, pero cualquiera que la mirara con podía atención notar la diferencia. Había en su andar una determinación poco común, un brillo desafiante en los ojos que no tenía nada que ver con el cansancio de los rancheros.

En los últimos días, se había dedicado a mezclarse con los empleados, ayudando en las tareas más pesadas: cargar pacas de heno, limpiar establos, cepillar caballos inquietos. Su objetivo no era ganarse simpatías, sino escuchar. Sabía que entre conversaciones descuidadas, entre risas y comentarios a media voz, podía aparecer el nombre de los hombres detrás de las apuestas amañadas.

Y, en efecto, algo había comenzado a surgir: rumores de corredores sospechosos, de jinetes comprados, de entrenadores que recibían sobres cerrados en los estacionamientos después de las carreras. Nunca nada claro, nunca un nombre preciso, pero lo suficiente como para mantener su instinto alerta.

Cada vez que se acercaba demasiado a un grupo, Luca McDowell parecía materializarse de la nada, con ese aire dominante que tanto la irritaba. No importaba si estaba en los establos, en la arena o en la oficina improvisada al lado del granero: él siempre aparecía, observándola con ojos helados, como si pudiera leer cada pensamiento en su cabeza.

Aquel mediodía no fue la excepción.

Eva estaba en la arena, recogiendo algunos aparejos cuando notó que los trabajadores callaban de arrepentido. Sintió la sombra antes de verlo. Luca había llegado, impecable a pesar del calor, con la camisa arremangada y el sombrero bajo, los brazos cruzados sobre su pecho.

—¿Otra vez aquí? —preguntó, su voz grave resonando sobre el murmullo apagado de los demás.

Eva levantó la barbilla, desafiante.

-Si. Estoy trabajando, ¿no lo ves?

Luca apretó los dientes.

—No te traje aquí para que juegues a la detective delante de todos.

Ella se irguió, dejando a un lado la cuerda que sostenía.

—No me trajiste aquí en absoluto, Luca. Vine por mi cuenta. Y ya que estoy, pienso hacer lo necesario para descubrir qué pasa.

Un murmullo recorrió a los trabajadores. No era común ver a alguien enfrentarse así al heredero McDowell. Todos sabían que Luca imponía respeto —o miedo— con solo una mirada. Sin embargo, aquella mujer se mantenía firme, sin retroceder ni un paso.

El calor, la tensión y la expectación de los hombres alrededor cargaban la escena de electricidad. Luca dio un paso hacia ella, su sombra cubriéndola por completo.

—¿Sabes lo que veo? —dijo en voz baja, aunque lo suficiente para que los demás escuchen—. Veo a una mujer que no entiende el peligro en el que está metida. Una mujer que cree que por tener agallas puede andar entre tiburones.

Eva mantuvo su mirada, el pulso acelerado pero sin mostrar miedo.

—¿Y sabes lo que yo veo? —replicó, con un destello de ironía—. Un hombre que no soporta no tener el control.

El murmullo creció. Algunos vaqueros fingieron toser, otros bajaron la vista, incómodos. Nadie había osado nunca hablarle así a Luca McDowell.

Él se inclinó apenas, sus ojos azules ardiendo de furia contenida.

—No me desafíes, Eva.

Ella molesta, negó con la cabeza.

—Muy tarde.

El silencio que siguió fue tan intenso que se escuchaba hasta el zumbido de los insectos en el aire. Por un instante, Luca sintió el impulso de sacudirla, de arrastrarla lejos de allí para que entendiera. Pero también, y contra toda lógica, sintió el deseo irracional de besarla allí mismo, frente a todos, de demostrar que el fuego que lo consumía no podía apagarse.

En lugar de eso, respiró hondo, dio media vuelta y se alejó, dejando tras de sí un aire cargado de murmullos y miradas curiosas.

Eva lo observó marcharse, con el corazón golpeando en su pecho. Había ganado aquella pequeña batalla, pero sabía que la guerra apenas comenzaba.

Esa noche, en el comedor del rancho, el ambiente era distinto. Los trabajadores habían cenado temprano y se habían retirado, dejando la casa en silencio. Eva se sirvió un vaso de agua, aún con las mejillas encendidas por la discusión de la tarde. Sabía que Luca no dejaría las cosas así.

No tuve que esperar mucho.

Luca entró en el comedor, su figura llenando la estancia con esa mezcla de autoridad y peligro que parecía inseparable de él. No habló de inmediato. Se limitó a servirse un whisky, girando el vaso lentamente entre sus manos antes de levantar la vista hacia ella.

—Hoy me dejaste en ridículo frente a mis hombres.

Eva apoyó el vaso en la mesa, sin apartar la mirada.

—No era mi intención. Solo dije lo que pensaba.

—Tus palabras tienen consecuencias. —Su voz era un gruñido bajo, contenido—. Aquí no se trata solo de ti, Eva. Este rancho funciona porque todos saben quién manda. Y si empiezan a creer que cualquiera puede desafiarme…

—¿Cualquiera? —lo interrumpió ella con un destello de desafío—. Osea, ¿yo?

Luca apretó la mandíbula.

—Tú más que nadie deberías saber lo que haces cuando me contradice.

Eva se levantó, caminando hasta quedar frente a él. El contraste entre ambos era brutal: ella, más baja pero erguida con la fuerza de su carácter; él, imponente, con los músculos tensos y los ojos ardiendo.

—No estoy aquí para obedecerte, Luca. Ni para quedarme callada. Vine porque hay una verdad que descubrir. Y te guste o no, estoy dispuesta a encontrarla.

Por un instante, el silencio se cargó de una tensión insoportable. Luca inclinó la cabeza, como un depredador evaluando a su presa, pero en sus ojos había algo más que furia. Había deseo. Un deseo que lo carcomía, que lo mantenía despierto cada vez que pensaba en ella.

Finalmente, dio un paso atrás, apartando la mirada.

—Haz lo que quieras, Eva. Pero no digas que no te lo advertí.

Ella lo observará, con una mezcla de triunfo y desasosiego. Había logrado imponerse una vez más, pero cada enfrentamiento los acercaba peligrosamente a un límite que ninguno parecía dispuesto a admitir.

Y en el silencio del comedor, mientras el viento nocturno agitaba las cortinas, Eva comprendió que aquel rancho no solo escondía secretos de apuestas ilegales. También escondía un fuego mucho más peligroso: el que ardía entre ella y Luca McDowell.

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