CAPITULO 5

El viejo cobertizo se levantaba como una sombra torcida en medio del campo. Había sido construido décadas atrás para guardar aperos y sacos de maíz, pero ahora apenas se sostenía gracias a unas tablas carcomidas y clavos oxidados. El techo tenía agujeros por donde se colaba la luz de la luna, proyectando haces plateados sobre el suelo de tierra.

Allí, agazapado como un fugitivo, estaba Hermes.

Eva entró primero, sosteniendo una linterna pequeña que iluminaba el interior con un resplandor amarillento. El muchacho estaba sentado en un rincón, cubierto con una manta raída. El rostro demacrado, los labios resecos y las ojeras profundas daban cuenta de noches sin dormir. Al verlos, se levantó bruscamente, como un ciervo acorralado.

—Tranquilo —dijo Eva en voz baja, adelantándose y extendiendo una mano—. Somos nosotros.

Los ojos oscuros de Hermes se posaron en ella con alivio, pero enseguida se aguantaron al ver la silueta de Luca detrás.

—No tenía que venir él… —murmuró, con un dejo de reproche.

—Tenía que hacerlo —contestó Eva con suavidad, aunque firme—. No podemos solos con esto.

Luca entró sin pedir permiso, inspeccionando el lugar con mirada crítica. El polvo, el olor a humedad y la suciedad evidente lo hicieron apretar la mandíbula.

—Este sitio no es seguro —sentencia—. Si alguien está siguiéndote, Hermes, lo encontrarás más pronto que tarde.

El muchacho se encogió, abrazando la manta como un escudo.

—No tengo adónde más ir.

—Siempre hay adónde —respondió Luca, seco, pero sus ojos lo traicionaron con un destello de compasión que no pasó desapercibido para Eva.

Ella se acercó a Hermes y le acarició el brazo con ternura.

—Cuéntanos de nuevo qué pasó. Todo, sin saltarte nada.

Hermes bajó la vista, los dedos temblando.

—Me buscaban porque conocía a los caballos… porque había trabajado en establos desde niño. Al principio eran solo preguntas, favorece a los pequeños. Luego me ofrecieron dinero. Yo… lo acepté.

Su voz se quebró y Eva le apretó la mano, animándola a continuar.

—Al principio era fácil. Me pedían que entregara notas: horarios de entrenamientos, condiciones de los caballos, cosas así. Pero después… después empezaron a exigirme más. Que manipulara dosis de medicamentos, que pasara información sobre apuestas. Cuando quise salir, ya era tarde.

Eva cerró los ojos un instante, intentando contener la furia y la pena.

—Hermes…

—No entiendes —la interrumpió él, con desesperación—. Me dijeron que si hablaba, me matarían. Que si intentaba irme, irían tras ti también.

Eva sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Tras mí?

Hermes ascendió, tragando saliva.

—Saben que me importas. Lo saben.

Luca dio un paso al frente, su sombra imponiéndose sobre ambos.

—¿Quién te dijo eso?

El muchacho titubeó.

—Un hombre al que llaman Reyes . Es uno de los intermediarios. Siempre hablaba de “El Gordo”. Decía que nadie puede escapar de él.

El nombre volvió a colgar en el aire como una sentencia oscura. Eva lo había escuchado en sus recorridos por el rancho; Lucas también. El apodo se repetía en sus cabezas como una alarma.

—Necesitamos pruebas —dijo Eva, mirando primero a Hermes y luego a Luca—. Si conseguimos nombres, fotos, algo que los vincule directamente, podemos detenerlos.

Luca resopló.

—Y ¿piensas que bastará con pruebas? Estas personas no juegan limpio.

Eva lo enfrentó con la mirada.

—Y ¿qué propones? ¿Que nos quedamos de brazos cruzados?

Luca no respondió. Sus ojos azules brillaban con rabia y una pizca de impotencia.

Más tarde esa noche, el rancho estaba envuelto en silencio. Los trabajadores dormían en sus cabañas, el ganado descansaba en los corrales y solo los grillos y coyotes rompían la calma. Eva salió al porche principal con dos tazas de café humeante. El aire fresco de la madrugada aliviaba el calor sofocante del día.

Encontró a Luca allí, sentado en una mecedora, con el teléfono en la mano. La luz de la pantalla iluminaba su rostro serio, concentrado en los mensajes que revisaba.

— ¿Algo importante? —preguntó Eva, extendiéndole una de las tazas.

Él levantó la vista, sorprendido. Dudó un instante, pero tomó el café con un gesto breve.

—Solo contactos —respondió—. Gente que podría saber más sobre lo que está pasando.

Eva se sentó a su lado. Por un momento no dijeron nada, limitándose a escuchar el canto nocturno de los insectos. El silencio estaba cargado de electricidad.

—Gracias por no echar a Hermes esta noche —dijo ella finalmente.

Luca tomó un sorbo de café, sin apartar la vista de la oscuridad del campo.

—No lo hice por él.

Eva sonoro, recordando que ya había escuchado esas palabras.

—Lo hiciste por mí.

Luca giró hacia ella, sus ojos ardiendo con una intensidad que la hizo contener el aliento.

—No pongas palabras en mi boca, Rusell.

—No hace falta. —Eva sostuvo su mirada, con una calma desafiante—. Te conozco lo suficiente.

Hubo un silencio denso. Luca la observaba como si quisiera descifrar cada rincón de su alma, y Eva sintió que su piel se erizaba bajo aquel escrutinio.

Al final, apartó la vista, dejando escapar un suspiro casi imperceptible.

—Eres un problema, Eva.

Ella llamativamente con un destello de ironía.

—Siempre lo fui.

Y en el silencio de la madrugada, con el aroma del café flotando en el aire y la tensión latiendo entre ellos como un hilo invisible, ambos comprendieron que algo había cambiado. Ya no eran solo rivales enfrentados por orgullo. Estaban unidos, aunque no quisieran admitirlo, por un lazo que se fortalecía en medio del peligro.

Un lazo que podría salvarlos… o arrastrarlos a la perdición.

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