Domando al amor
Domando al amor
Por: Isabella Rossi
CAPITULO 1

El sol caía pesado sobre las llanuras de Texas, un sol que parecía eterno, abrasador, dueño del horizonte. El calor reverberaba en las carreteras polvorientas, haciendo que el asfalto se ondulara a la distancia como si el mismo aire respirara con dificultad. Una bandada de cuervos se levantó de un poste de madera cuando la camioneta negra apareció levantando polvo tras de sí.

—¡Libertad total! —exclamó Luca McDowell al girar el volante y estacionarse en el amplio patio de su rancho, a las afueras de Austin.

Alto, imponente y de presencia inconfundible, tiene el porte de un vaquero moderno y la elegancia de un magnate. Su cabello rubio, ligeramente despeinado, cae hacia un lado de su rostro, mientras sus ojos azules—habitualmente intensos, fríos como el acero cuando algo lo enfurece— se miran cálidos ante el paisaje.

Su cuerpo fuerte, trabajado por el gimnasio como por años de esfuerzo físico en sus ranchos, hace que luzca irresistible en sus jeans deslavados, botas de cuero gastadas y una camiseta blanca que se ajusta a su físico atlético. El cabello cobrizo, revuelto por el viento, brilla bajo los últimos reflejos del atardecer.

Con una sonrisa arrogante, bajó de la recogida, estirando los músculos después del largo viaje.

Lanzó las llaves de la camioneta a uno de los empleados que salió del granero para recibirlas. El joven vaquero las atrapó al vuelo con una sonrisa nerviosa; todo el mundo en esas tierras conoció a Luca McDowell, el heredero de uno de los linajes más poderosos en la cría de caballos de pura sangre.

Luca inspiró profundamente, llenándose de aquel aire seco y áspero, impregnado de heno, estiércol y polvo. Era el olor de su infancia, de su juventud rebelde, de todo lo que alguna vez había jurado dejar atrás… y que, sin embargo, seguía siendo lo único que lo hacía sentir realmente en casa.

Lejos de los flashes de Dallas, de los eventos de caridad repletos de sonrisas falsas, de las herederas que lo perseguían como si fuera un trofeo… aquí podía ser simplemente él. Luca, el jinete. Luca, el McDowell que sabía montar mejor que cualquiera. No el multimillonario que las revistas de sociedad insistían en pintar como el “soltero más codiciado del sur”.

Caminó unos pasos por el patio. El rancho estaba en plena actividad: caballos relinchando en los establos, perros pastores corriendo tras el ganado, trabajadores que aún a esa hora seguían moviéndose entre corrales y cobertizos. El lugar vibraba de vida, de ruido y esfuerzo, como una maquinaria viva que nunca se detenía.

Pero algo llamó su atención de inmediato.

Allí, en medio del corral de entrenamiento, un supuesto mozo nuevo montaba a uno de sus caballos más temperamentales. No era un animal para cualquiera. Requería firmeza, temple, manos duras y seguras. Sin embargo, aquel “mozo” lo guiaba con sorprendente destreza.

Luca entrecerró los ojos. Había algo en la postura, en la forma de tomar las riendas, demasiado elegante, demasiado refinada. No correspondía al andar brusco y relajado de los vaqueros curtidos por el sol.

Se acercó con paso firme, cruzando el patio.

El caballo giró en un círculo amplio, obedeciendo sin resistencia. El jinete se inclinó con gracia, controlando cada movimiento. Luca lo supone antes de siquiera ver el rostro. Esa forma de montar la conocía. La había visto en competencias, en entrenamientos privados, en recuerdos de una juventud marcada por rivalidades y desafíos.

El “mozo” giró la cabeza y Luca se encontró con unos ojos que jamás podría olvidar.

Eva Russell, la hija de unos viejos amigos de sus padres que había quedado huérfana y tomada bajo la tutela de un gran amigo suyo.

Eva era la definición de belleza natural. Cabello castaño ondulado, ojos azul cielo que reflejaban tanto dulzura como determinación, y una sonrisa que podría desarmar al más duro. Aunque era elegante, de modales suaves y un corazón generoso, no era una mujer fácil de controlar. Era inteligente, valiente y con una voluntad que iguala la de Luca; el tipo de mujer que inspira devoción… o guerra.

—¿Tú? —escupió, incrédulo.

Ella sonríe con descaro, bajándose del caballo con un movimiento fluido. La gorra de béisbol que intentaba ocultarla cayó ligeramente hacia atrás, dejando escapar mechones de cabello castaño que brillaron bajo el sol poniente.

—Hola, McDowell. —Su voz sonaba tan segura como siempre, con ese timbre insolente que lo había hecho perder la paciencia incontables veces en el pasado—. Veo que tus caballos siguen siendo tan orgullosos como su dueño.

Luca apretó la mandíbula. La sorpresa lo golpeaba como un puñetazo, pero no estaba dispuesto a mostrarlo.

— ¿Qué demonios haces en mi rancho? —preguntó, cada palabra cargada de desconfianza.

Eva se encogió de hombros, bajando la mirada hacia el caballo que acababa de montar. Acarició suavemente su cuello, logrando que el animal resoplase satisfecho.

—Trabajando —respondió con naturalidad—. Como puedes ver, no he perdido la práctica.

—No juegues conmigo, Rusell. —Luca dio un paso al frente, invadiendo su espacio—. No eres ninguna moza de establecimiento. Nunca lo fuiste.

Ella lo miró directamente a los ojos, desafiante.

—Estoy aquí por Hermes. —Su tono cambió, volviéndose más serio—. Se metió en un problema que tú ni imaginas.

Luca parpadeó, sorprendió de escuchar ese nombre. Hermes... El hijo de un viejo mentor, un muchacho problemático que siempre terminaba en el lugar equivocado.

—Y ¿qué tiene que ver mi rancho con eso?

Eva suspiró, cruzándose de brazos.

—Él está huyendo, Luca. Se involucró con gente peligrosa, corredores de apuestas que amañan carreras. Y yo… —lo miró con firmeza—. Yo vine a ayudarlo.

El silencio entre ambos fue tan denso como el calor que aún flotaba en el aire.

Luca retrocedió un paso, intentando ordenar lo que acababa de escuchar. Había regresado a su rancho buscando paz, y en cuestión de minutos tenía frente a sí a Eva Rusell, una mujer que había jurado mantener lejos de su vida… y con una historia que lo metía de lleno en un conflicto del que ni siquiera quería formar parte.

Recordaba bien a Eva. Demasiado bien. Terquedad era su segundo nombre. Orgullo, el tercero. Nunca aceptaba un “no” por respuesta, nunca se doblegaba ante nadie. Y lo peor era que, por mucho que la detestara, esa misma fiereza era lo que lo atraía de una forma peligrosa.

Ella rompió el silencio con un tono suave, casi persuasivo.

—Sé que odias que esté aquí. Pero necesito tu ayuda. Hermes no tiene a quién más acudir.

Luca soltó una risa incrédula, sin humor.

—¿Mi ayuda? Tú te metiste en esto, Rusell. No esperes que yo limpie tus desastres.

—No es mi desastre. —Eva se irguió, su voz firme—. Es de Hermes. Y si tú tienes un mínimo de honor, sabrás que no podemos darle la espalda.

Él la observó un largo rato, luchando contra sí mismo. La conocía lo suficiente para entender que no se iría. No importaba cuánto la empujara, no importaba cuántas puertas le cerrara en la cara. Eva Rusell era un huracán, y cuando decidía algo, no había fuerza en Texas capaz de detenerla.

Un murmullo de los trabajadores a la distancia lo sacó de sus pensamientos. Todos observaban disimuladamente aquella confrontación en el centro del corral. La tensión entre Luca y Eva era palpable, un choque de voluntades que electrizaba el aire.

Al final, Luca sospechó.

—Muy bien. —Su voz era baja, peligrosa—. Te quedarás... por ahora. Pero ten esto claro, Eva: este es mi rancho. Mis reglas. Si me entero de que te metes donde no debes, te sacaré de aquí yo mismo.

Eva arqueó una ceja, con una sonrisa que destilaba desafío.

—Lo dices como si pudieras.

Ese gesto, esa sonrisa… Luca recordó por qué había jurado mantenerse alejado de ella. Y también por qué nunca había podido cumplirlo del todo.

El sol terminó de esconderse en el horizonte, tiñendo de rojo y violeta el cielo sobre las llanuras. El primer día del regreso de Luca McDowell al rancho acababa de comenzar en realidad. Porque con Eva Rusell allí, nada volvería a ser tranquilo.

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