CAPITULO 3

El cobertizo olía a polvo, madera vieja y paja húmeda. El aire estaba cargado, casi sofocante, como si cada rincón guardara secretos que nadie debía escuchar. Una linterna barata colgaba de un clavo en la pared, lanzando sombras temblorosas que parecían cobrar vida. Hermes se movía de un lado a otro, mordiéndose las uñas, incapaz de estar quieto.

Eva se había sentado en un banco improvisado, observando al muchacho con ojos atentos, mientras Luca permanecía de pie, de brazos cruzados, apoyado contra la pared como un juez severo esperando la confesión de un acusado.

El contraste era brutal: ella transmitía calma, apoyo, confianza; él, intimidación, autoridad, frialdad. Y en medio de ambos, Hermes parecía un animal acorralado, buscando una salida que no existía.

—Necesito que me digas todo, Hermes —pidió Eva con suavidad, su voz envolvente—. No podemos ayudarte si no entendemos qué pasó exactamente.

El joven levantó la vista hacia ella, sus ojos oscuros brillando de miedo.

—Yo… yo solo llevaba mensajes. Al principio no parecía nada grave. Eran notas pequeñas, direcciones, números de caballos, nombres de jinetes. Un entrenador me pidió que entregara cosas en la parte trasera de los establos, y luego alguien más venía a buscarlo. Me daban dinero por eso. Dinero fácil.

— ¿Cuánto? —interrumpió Luca, con tono corto.

Hermes dudó.

—Cien, doscientos dólares cada vez.

Luca soltó un bufido sarcástico.

—Claro, dinero rápido. ¿Y nunca te preguntaste por qué alguien pagaría tanto por un simple recado?

—¡Sí lo pensé! —respondió Hermes con desesperación—. Pero yo... yo necesitaba el dinero. Y cuando quise dejarlo, ya no pude.

Eva se inclinó hacia adelante, tomándole la mano.

— ¿Qué pasó cuando intentaste salir?

Hermes tragó saliva, su voz temblando.

—Me dijeron que ya sabía demasiado. Que si hablaba, lo lamentaría. Empezaron a seguirme, a aparecer en todas partes. Una vez encontré un cuchillo clavado en la puerta de mi apartamento con una nota: Mantén la boca cerrada .

Eva contuvo un escalofrío, apretando la mano del joven.

— ¿Reconoces a alguien? ¿Un nombre, un rostro?

Hermes asintió lentamente.

—Hay uno al que todos llaman El Gordo . Nunca lo vi de cerca, pero sé que es él quien manda. Todos le temen.

El silencio cayó pesado en el cobertizo. Eva procesaba la información, mientras Luca, con el ceño fruncido, parecía evaluar cada palabra como si fueran piezas de un rompecabezas.

Finalmente, él habló, su voz dura como el acero.

— ¿Tienes idea de lo que has hecho, muchacho? Metiste la nariz en un negocio sucio, pusiste en peligro a todos los que te rodean, y ahora vienes a llorar a este rancho como si pudiéramos salvarte.

—¡Basta, Luca! —exclamó Eva, poniéndose de pie—. No es momento de reproches. Él ya está asustado.

Luca giró hacia ella, sus ojos azules encendidos.

—¿Y qué propones, Eva? ¿Que lo escondamos bajo la cama y esperemos a que los apostadores ilegales se aburran de buscarlo? Esto no funciona así.

—Lo que propongo es que no lo condenes antes de tiempo. Hermes cometió errores, pero no es un criminal.

—¡Es un imbécil que podría costarnos la vida a todos! —gruñó Luca, su voz resonando contra las paredes del cobertizo.

Eva dio un paso hacia él, tan cerca que casi podía sentir el calor del otro.

—¿Y desde cuándo tú eres el juez y verdugo de este rancho? —le espetó—. Te crees el dueño del mundo porque llevas el apellido McDowell, pero aquí la vida de Hermes también importa.

La tensión era tan fuerte que Hermes retrocedió un par de pasos, mirando a ambos con el rostro desencajado.

—No quiero que peleen por mí… —murmuró, apenas audible.

Eva lo escuchó, girando hacia él con ternura.

—No estamos peleando por ti, Hermes. —Lo miró fijamente, con un brillo de determinación—. Estamos peleando contigo . Para sacarte de esto.

Luca cerró los ojos un instante, conteniendo la rabia que lo consumía. Pero al abrirlos, se encontró con la expresión de Eva: firme, indomable, llena de ese fuego que lo volvía loco. Y supo que, aunque quisiera, no podría apartarla de todo aquello.

—Muy bien —dijo al fin, con un suspiro resignado—. Entonces lo haremos a mi manera.

Eva arqueó una ceja.

—¿A tu manera?

—Si. Vamos a descubrir quién está detrás de estas apuestas y qué quieren exactamente. Y cuando lo sepamos, los haremos caer.

Hermes lo miró con incredulidad.

—¿De verdad harías eso?

Luca se agachó, poniéndose a su altura, sus ojos duros como el hielo.

—No lo haría por ti. —Luego, con un leve gesto hacia Eva—. Lo hago porque ella no me dará paz hasta que lo haga.

Eva reprimió una sonrisa.

De regreso a la casa principal, el ambiente en la camioneta estaba cargado de silencio, pero no era el mismo silencio frío de antes. Era otro, más denso, más íntimo. Eva observaba de reojo a Luca mientras él conducía, la mano firme en el volante, el rostro serio iluminado por la luz de la luna que se filtraba por la ventana.

Parecía sumido en pensamientos profundos, calculando riesgos, repasando posibilidades. Y ella, contra su voluntad, se encontró estudiando cada detalle de su perfil: la fuerza de su mandíbula, la concentración en su mirada, la manera en que sus dedos se tensaban apenas sobre el cuero del volante.

Recordó otras veces, años atrás, en competencias juveniles donde ambos eran rivales declarados. Él siempre tan seguro, tan arrogante, pero también tan apasionado por los caballos, tan entregado a la pista. Recordó cómo discutían después de cada carrera, cómo él la acusaba de ser imprudente y ella le devolvía con ironías que lo dejaban furioso. Recordó también una noche en particular, en la que casi, casi , habían olvidado su rivalidad en un rincón oscuro de los establos…

Eva sacudió la cabeza, obligándose a volver al presente. No podía permitirse esos recuerdos ahora.

—Gracias —dijo de pronto, rompiendo el silencio.

Luca la miró de reojo.

—¿Por qué?

—Por no dejar a Hermes a su suerte.

Él no respondió de inmediato. Finalmente murmuró:

—No lo hago por él.

Eva sonrió apenas.

—Ya lo dijiste. Lo haces por mí.

Luca presionó el volante, irritado por cómo ella siempre lograba tener la última palabra.

Al llegar al rancho, el silencio era casi absoluto. Solo se escuchaba el canto lejano de los grillos y el aullido aislado de un coyote. Eva descendió de la camioneta y caminó hacia el porche, mientras Luca apagaba el motor.

En la puerta, ella se giró hacia él.

—Sé que odias que esté aquí —dijo con calma—. Pero no pienso irme.

Él subió los escalones del porche con paso lento, acercándose hasta quedar apenas a un par de centímetros de ella.

—Lo sé —respondió en voz baja—. Sí, ese es exactamente el problema.

Por un instante, ninguno se movió. La tensión entre ambos era palpable, como un campo magnético imposible de ignorar. El recuerdo del beso que aún no había ocurrido, pero que parecía inevitable, flotaba en el aire como una promesa peligrosa.

Eva respiró hondo, obligándose a romper el hechizo.

—Mañana empezaremos a investigar. Hay que seguir las pistas.

Luca ascendió, apartando la mirada, como si necesitara recuperar el control.

—Mañana.

Eva entró en la casa, dejando tras de sí un silencio denso. Luca se quedó en el porche un momento más, con la vista perdida en la oscuridad del campo. Sabía que la vida en el rancho acababa de cambiar para siempre.

Porque Eva Russell estaba allí. Y con ella, habían llegado los secretos, los peligros… y un deseo que lo consumía más rápido que cualquier fuego en la pradera.

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