La noche cayó sobre Texas como un manto espeso, cubriendo los campos infinitos con un velo de penumbras apenas interrumpido por la luz de la luna. El rancho McDowell se transformaba a esas horas: los trabajadores se retiraban a sus casas, el ganado quedaba en silencio salvo por algún mugido aislado, y el viento soplaba entre los álamos con un rumor inquietante.
Eva Rusell permanecía de pie en el porche principal, los brazos cruzados mientras observaba el horizonte. El calor del día cedía a un aire más fresco, cargado con el olor a tierra seca y pasto recién cortado. Respiró profundamente, tratando de ordenar su mente. Había logrado entrar al rancho, aunque no por la vía más diplomática. Y ahora tenía que convencer a Luca de que no era una intrusa cualquiera.
Detrás de ella, la puerta se abrió de golpe. Luca apareció con una taza de café en la mano, aún vestido con sus jeans oscuros y la camisa arremangada, el cabello ligeramente húmedo tras una ducha rápida. Sus ojos azules se clavaron en ella con la misma intensidad que el fuego en una hoguera.
—No te hagas ilusiones, Rusell —dijo con voz grave, apoyándose en la barandilla del porche—. No pienso permitir que conviertas mi rancho en tu escondite particular.
Eva giró para enfrentarlo. El brillo de la luna le delineaba el rostro, resaltando la dureza de su mandíbula y la tensión en sus labios.
—No estoy aquí por mí —respondió con calma, aunque por dentro hervía—. Estoy aquí por Hermes.
Luca entrecerró los ojos.
—Hermes siempre fue un problema —dijo, sin rodeos—. Un muchacho sin disciplina, buscando atajos donde no los había.
—No hables así de él —replicó Eva, con una firmeza que sorprendió incluso a ella misma—. Era un niño cuando lo conociste, Luca. Un niño que admiraba cada cosa que hacías. Y ahora es un joven que cometió errores, sí… pero no puedes reducirlo a eso.
El silencio se extendió entre ambos, interrumpido solo por el crujir de las tablas del porche bajo el peso de Luca cuando dio un paso hacia ella.
—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó, con el ceño fruncido—. ¿Que arriesgue el rancho, mi nombre, mi gente, por un chico que decidió meterse con apostadores?
Eva sostuvo la mirada, sin retroceder.
—Quiero que recuerdes quién eres. El hombre que siempre defendía la justicia, que no soportaba ver una carrera amañada. El hombre que alguna vez me dijo que lo más sagrado en el mundo era la lealtad.
Las palabras lo golpearon con la fuerza de un recuerdo doloroso. Luca apartó la vista, bebiendo un sorbo del café. No quería reconocerlo, pero en su interior algo se agitaba: la memoria de un joven impetuoso, lleno de ideales, que había jurado nunca dejarse corromper.
Eva aprovechó el silencio para dar un paso más cerca.
—Hermes está escondido —dijo en voz baja, casi un susurro—. No muy lejos de aquí. Está asustado, Luca. Dice que lo buscan, que no puede confiar en nadie. Yo... yo no puedo dejarlo solo.
Los ojos de Luca regresaron a los suyos, azules contra castaños, una batalla silenciosa.
—¿Dónde? —preguntó al fin, con un tono áspero.
Eva dudó, sabiendo que esa información era arriesgada. Pero si quería su ayuda, debía ser sincera.
—En un viejo cobertizo, en las afueras de tu propiedad.
Luca soltó una carcajada amarga.
—Por supuesto —murmuró—. Hasta para esconderse tenía que elegir mis tierras.
Eva apretó los labios.
—Lo traje aquí porque pensé que al menos en este lugar estaría a salvo.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, cargado de tensión. A lo lejos, un caballo relinchó, y los perros pastores ladraron como si sintieran la electricidad en el aire.
Finalmente, Luca dejó la taza en la barandilla y la miró fijamente.
—Muy bien. Vamos a verlo.
El camino hacia el cobertizo era oscuro y polvoriento. La camioneta de Luca avanzaba lenta, iluminando con los faros los matorralales y los cercos de madera. Dentro del vehículo, el silencio era casi insoportable. Eva miraba por la ventana, el corazón golpeando en su pecho. Luca, al volante, mantenía la mandíbula apretada, como si cada kilómetro que recorrían fuese una carga que no había pedido.
—Sigues igual —dijo de pronto él, rompiendo el silencio—. Terca, imprudente, convencida de que puedes salvar a todo el mundo.
Eva se giró hacia él, molestándolo.
—Y tú sigues igual: arrogante, frío, creyendo que puedes dictar sentencia sobre la vida de los demás.
La mirada de Luca brilló un instante con algo parecido a furia.
—No tengo tiempo para juegos, Eva. La gente con la que Hermes se metió no es cualquiera. Son peligrosos, más de lo que imaginas.
—Lo sé —replicó ella, bajando la voz—. Y por eso estoy aquí.
No se dijeron nada más hasta llegar al cobertizo. Luca apagó el motor y descendió en silencio. Eva lo siguió, sintiendo cómo la tensión crecía con cada paso.
El cobertizo estaba en ruinas, con tablas sueltas y el techo medio vencido. Desde dentro llegaba un débil resplandor de una linterna. Eva empuja suavemente la puerta.
—Hermes…soy yo.
Hubo un murmullo, un ruido de pasos apresurados, y luego la puerta se abrió. Un joven delgado, con la piel pálida y los ojos oscuros llenos de miedo, apareció en la penumbra.
—Eva… —susurró, aliviado. Pero su expresión cambió al ver a Luca detrás de ella—. ¿Él?
—Sí —dijo Eva con firmeza—. Él también quiere ayudarte.
Luca cruzó los brazos, observando al muchacho con frialdad.
—Eso está por verse.
Hermes retrocedió un paso, nervioso. Sus manos temblaban.
—No debí meterme en esto… —balbuceó—. Al principio parecía fácil. Solo mensajes, solo recados. Pero luego… luego ya no pude salir.
Eva se acercó a él, posando una mano en su hombro.
—Tranquilo. Cuéntanos todo.
El joven tragó saliva, mirando a Luca como si temiera un juicio inmediato.
—Me ofrecieron dinero por llevar notas a los entrenadores, por pasar información sobre los caballos antes de las carreras. Yo... yo necesitaba ese dinero. No pensé que fuera tan grave. Pero luego empezaron a amenazarme.
Luca resopló, dando un paso al frente.
—Claro. Así empezarán todos. Unos cuantos billetes fáciles y, cuando quieras darte cuenta, ya no puedes escapar.
—¡No es así! —replicó Hermes, con los ojos humedecidos—. Yo no sabía que era tan grande. No sabía que había tanto en juego.
Eva lo defendió con un tono firme.
—Es un chico, Luca. Uno asustado. No es un criminal.
El heredero McDowell se quedó mirándola, con el rostro endurecido por la rabia contenida. Finalmente, bajó la voz.
—Entonces tenemos un problema mucho más grande de lo que imaginaba.
El silencio cayó sobre el cobertizo. Afuera, el viento soplaba fuerte, agitando las tablas sueltas. Adentro, los tres sabían que esa conversación era apenas el principio de algo que podía arrastrarlos a todos a un peligro que aún no alcanzaban a medir.
Y mientras Eva intentaba tranquilizar a Hermes, Luca no pudo evitar fijar sus ojos en ella. La determinación en su mirada, el fuego en su voz, la forma en que brillaba incluso en medio del miedo… Lo irritaba, lo desconcertaba, y, contra su voluntad, lo atraía de una forma que no quería admitir.
Porque Eva Rusell no solo había irrumpido en su rancho. Había vuelto a irrumpir en su vida.