La estación amaneció teñida de rojo, como si el desierto entero hubiera sangrado durante la noche. El símbolo del Contador seguía marcado en la pared, fresco, imposible de ignorar.
Gabriel ordenó la partida al alba. Nadie discutió: quedarse allí era una sentencia de muerte.
Eva montó con la carpeta asegurada bajo el poncho. Marina acomodó a Santiago sobre la montura, su respiración más tranquila gracias a la medicina, pero aún débil. Los hombres de Gabriel revisaban armas y provisiones con movimientos calculados, como si cada gesto formara parte de un ritual aprendido en demasiadas batallas.
Luca cabalgaba a un lado de Eva, rígido, con el rifle cruzado en la espalda. No apartaba la vista de ninguno de los aliados nuevos. Sus ojos parecían cuchillos listos para cortar en cuanto alguien hiciera un movimiento en falso.
—No me gusta esto —murmuró.
Eva suspiró.
—Nunca te gusta nada.
Él giró hacia ella, con una sombra de sonrisa amarga.
—Porque casi siempre tengo razón.
El camino fue largo,