El desierto se extendía bajo la luz pálida de la luna. Los caballos avanzaban despacio, arrastrando el cansancio de la batalla. Eva mantenía la carpeta apretada contra el pecho, como si fuera lo único que la mantenía en pie. Cada tanto miraba hacia atrás, a Marina, que sostenía a Santiago con ternura, susurrándole canciones viejas que apenas lograba entonar entre lágrimas.
Delante, Gabriel guiaba al grupo junto a sus hombres. Sus siluetas recortadas contra la arena parecían fantasmas del pasado. Nadie hablaba. Solo el crujido de los cascos en la grava y el silbido del viento llenaban el aire.
Luca cabalgaba a su lado, siempre alerta, el rifle colgando de su hombro. Sus ojos no se apartaban de Gabriel ni un segundo.
—No me gusta esto —murmuró, lo bastante bajo para que solo ella lo escuchara.
Eva suspiró.
—Lo sé. Pero si seguimos solos, Santiago morirá antes del amanecer.
Luca apretó la mandíbula, sin responder.
Horas después, Gabriel levantó la mano y el grupo se detuvo.
—Descansaremo