El amanecer se extendía sobre el rancho cuando Eva salió con una pequeña mochila colgada al hombro. El aire estaba fresco, pero el cielo ya prometía un día abrasador. La camioneta de Luca esperaba junto al portón principal, reluciente bajo la luz dorada. Él estaba apoyado contra la puerta, brazos cruzados, con esa expresión mezcla de fastidio y resignación que parecía reservada únicamente para ella.
—¿Segura de esto? —preguntó con voz grave cuando la vio acercarse.
—Más que nunca —replicó Eva, acomodándose la gorra que cubría su cabello.
Luca resopló, pero no insistió. Sabía que discutir con ella era como intentar frenar una estampida con las manos vacías.
El camino hasta San Antonio se extendió durante horas entre paisajes que parecían infinitos: campos amarillentos, cercas de madera, gasolinas solitarias en medio de la nada. El silencio en la camioneta estaba cargada. Eva, mirando por la ventana, pensaba en Hermes y en la fragilidad de su situación. Cada kilómetro los acercaba más a