Mundo ficciónIniciar sesiónMi nombre es Ariadna Vega, la última heredera de un imperio botánico en ruinas, una mujer que lo ha perdido todo por la traición. Desesperada por salvar a mi madre de una maldición familiar, mi camino se cruza con el de Elías Thorne, el alfa de un poderoso y enigmático clan. Desde el primer instante, un innegable vinculo nos consume, una conexión salvaje que arde entre nosotros. Pero el fuego se convierte en cenizas cuando descubro la verdad. Mi sangre, ligada a la magia de la tierra, no solo es el precio de un trato, es la única cura para la enfermedad ancestral que está diezmando a su manada. Para él, yo no soy más que un medio para un fin. La traición de mi tío ha sido reemplazada por la de un hombre que juró protegerme. Ahora, estoy atrapada en un peligroso juego de poder. Obligada por contrato, debo trabajar a su lado, lidiando con la cruda realidad de que el hombre por el que siento una atracción incontrolable es el mismo que me ha convertido en su prisionera. Mi corazón se debate entre el odio que le tengo por sus mentiras y el deseo que me une a él. ¿Podrá este pacto, nacido de la mentira y la desesperación, sanar la enfermedad de su manada y el dolor en mi corazón? ¿O el amor que se gesta entre nosotros será consumido por un odio que nos destruirá a ambos?
Leer másLa Oferta misteriosa.
El aliento helado del invierno de Londres rara vez calaba hasta los huesos como lo hacía ese 7 de julio. Ariadna Vega se aferraba a la taza de té humeante como a un ancla, los nudillos blancos del frío y del estrés. Ese cafetín del hospital era el último lugar del mundo donde quisiera estar. Frente a ella, su tío, Carlos, un hombre que antes había sido su modelo a seguir, revolvía su propio té con una indiferencia que le erizaba la piel.
—Es una lástima, lo de la empresa, quiero decir —dijo Carlos, cuando su voz era un murmullo pastoso—. ¿Quién iba a saber que el banco sería tan… inflexible?
La bilis le subió a Ariadna. “Inflexible”. Esa era la palabra que usaba para disfrazar su traición. Sabía que Carlos había maniobrado las finanzas de "Vega Botánica", el legado de su abuela, hasta un punto de no retorno. Pero no podía probarlo. No aún. Ahora estaba con la soga al cuello.
—Lo sabías. Tú siempre lo supiste —la voz de Ariadna sonó más firme de lo que se sentía. Sus ojos verdes, normalmente serenos, ardían con una furia contenida—. Sabías que mamá y yo no teníamos experiencia en la gestión de una compañía de ese tamaño. Tú manejabas todo.
Carlos suspiró, elevando las manos en un gesto de falsa resignación. —Cielo, te estás agotando. No tiene sentido buscar culpables ahora. Lo hecho, hecho está. La empresa se subasta mañana.
Mañana. La palabra era un golpe. Vega Botánica, con sus innovadores invernaderos de alta tecnología, sus patentes de biotecnología vegetal, sus exclusivos acuerdos de suministro con la realeza. Todo se iría. La herencia de generaciones de mujeres Vega, todas con un don especial para las plantas y la tierra que la propia Ariadna aún no comprendía del todo, se evaporaría.
—A menos —continuó Carlos, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—, que aceptes la oferta.
Ariadna levantó una ceja, desconfiada. La "oferta" que había llegado a través de un abogado con traje impecable y una mirada de hielo, hacía apenas unas horas. Un contrato de “consultoría especializada” con un tal Elias Thorne, para trabajar en un centro de investigación remoto en las profundidades de los Cárpatos. Sin nombre del centro. Sin dirección exacta. Solo una cantidad de dinero obscena que cubriría las deudas de Vega Botánica.
—¿Consultoría especializada? ¿Con un desconocido que vive en un lugar que ni siquiera aparece en un mapa decente? —Ariadna se burló. Había sentido una extraña punzada de ansiedad al leer el contrato, como si un instinto primitivo le gritara que huyera.
—No te hagas la ingenua, Ariadna. Es tu única salida. El hombre es… excéntrico, sí. Pero paga bien. Muy bien. Y, francamente, no tienes más opciones.
El silencio se instaló, pesado como el plomo. Carlos tenía razón. No había más opciones. Su madre, enferma y frágil, dependía de ella. La imagen de la sonrisa triste de su abuela, entre las hojas de sus orquídeas más raras, la atormentó. No podía permitir que todo se perdiera.
—¿Cuándo me iría? —preguntó con la resignación pesada en su lengua.
—Si firmas hoy, te recogerán al amanecer. El abogado no bromea. La oferta es genuina e inmediata.
Ariadna se puso de pie dándole la espalda a Carlos. No podía seguir soportando la cercanía de quien ella no tenía dudas era un traidor consumado.
Cuando Carlos la vio alejarse se apresuró a demandar una respuesta.
—¡Ariadna esto es serio!
—Lo sé… pero no puedo tomar ninguna decisión sin consultarlo con ella.
Carlos bufó, para él, aquello era una pérdida de tiempo.
—¡No hay tiempo maldita sea! —el tono de Carlos de pronto cambio por completo.
Ariadna que se había puesto de pie, tuvo que dar un paso hacia atrás para evitar el ímpetu de su tío al levantarse para gritarle en la cara.
—¡No puedes obligarme!
—¡Pero la enfermedad de tu madre sí!... o firmas o ella se muere.
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El sonido de los aparatos médicos era una melodía tétrica que le helaba la piel. El frio de las calles londinenses era nada comparado con el frío que le llegó a los huesos al ver a su madre en ese estado en el que le tenía sumida su “enfermedad”.
—Aún no hay ningún avance señorita Vega —Admitió el doctor ante el cuestionamiento de Ariadna—. A pesar de todo lo que hemos intentado, nada parece funcionar, es como si la sangre de su madre… la estuviera envenenando
Ariadna asintió. Ella ya sabía eso y precisamente por eso se estaba jugando su pellejo con esa decisión que le carcomía las entrañas.
Entonces dejó atrás al doctor y se acercó a la cama de su progenitora. Ariadna tomó su mano y con una sonrisa difícil se mantuvo imperturbable ante la mirada interrogante de su madre. Ella no podía hablar por su debilidad, pero se mostraba ansiosa por escucharle.
Omitiendo muchos detalles, sobre todo aquellos dolorosos, Ariadna relató su dilema; sus miedos y sus dudas, haciendo hincapié en la imperiosa necesidad de ganarse esa cantidad de dinero para salvar la empresa familiar y también salvarla a ella.
—Si tan solo supiera un poco más —se quejó Ariadna —, alguna referencia, algún dato, alguna pista… pero es como si no se pudiera saber nada más que el nombre de Elias Thorne…
El pitido metálico reverbero en ese instante con una intensidad febril y los dedos de Ariadna quedaron prisioneros en la mano de su madre quien comenzó a presentar un estado de agitación convulsa. Los ojos de la convaleciente se abrieron como platos
Las enfermeras y los doctores llegaron de inmediato, apartando a Ariadna sin escuchar sus reproches.
—Es una recaída —le dijeron para tranquilizarle, pero el miedo le había roto el alma.
La puerta se cerró y su madre, la mujer a quien más amaba en el mundo, quedó en las manos de los especialistas. Ella no podía hacer más que sentarse a esperar.
Su mundo se caía a pedazos.
Entonces, cuál espectro atormentador, Carlos, quien le había seguido hasta la puerta de la habitación de su madre, aprovechó la ocasión para presionarle en su decisión.
—Debes hacerlo, pequeña —le susurró con descaro, como si no fuera la misma persona que le había gritado en la cara algunos minutos atrás.
Ariadna, se sintió perdida y dejó que el dolor hablara por ella. Si o lo hacia su madre iba a morir.
—Lo haré —fue lo único que alcanzó a decir.
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El amanecer llegó cubierto de una neblina densa, más propia de las montañas que de la bulliciosa Londres. Ariadna bajó del jet privado que la había llevado desde Londres y solo entonces se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa; de lo lejos que estaba de su mamá.
Subió al robusto todoterreno negro blindado, cuya presencia había perturbado la tranquila calle de Kensington durante horas. El conductor, un hombre enorme y silencioso, asintió brevemente antes de poner el vehículo en marcha.
El viaje fue interminable. La ciudad se desvaneció, dando paso a autopistas, luego a carreteras cada vez más estrechas, y finalmente, a una intrincada red de caminos forestales que serpenteaban entre montañas cubiertas de una vegetación densa y misteriosa.
El aire se volvió más puro, cargado con el aroma a pino, tierra mojada y algo más, algo salvaje y primitivo que le erizó los vellos de la nuca.
Varias horas después, el todoterreno se detuvo ante un portón de hierro forjado, imponente y oxidado, que parecía custodiado por la misma sierra de los Cárpatos. Al otro lado, un complejo de edificios de piedra oscura se alzaba, mezclados con el paisaje como si hubieran crecido de la misma roca. Eran hermosos, sí, pero su belleza era fría y desolada. Parecía una fortaleza medieval convertida en laboratorio.
El portón se abrió sin un alma a la vista, revelando un camino empedrado que llevaba a la entrada principal del edificio más grande. Antes de que el conductor pudiera bajar, la puerta principal del complejo se abrió de par en par.
De pie en el umbral, recortado contra la penumbra del interior, estaba Elias Thorne.
Ariadna sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío. Él era un hombre alto, su figura atlética envuelta en ropas oscuras y sencillas que no lograban ocultar la musculatura tensa de sus hombros. Su cabello, del color del ébano, caía sobre una frente ancha, y sus ojos… Sus ojos eran de un azul hielo tan intenso que casi parecían brillar en la oscuridad. Y la miraban, a ella, con una fijeza que la hizo sentir desnuda. Había una cicatriz tenue que cruzaba su ceja izquierda, añadiéndole un toque de rudeza a su belleza casi inhumana.
Él no se movió. Simplemente la observó mientras ella bajaba del vehículo, la bolsa de viaje en una mano y la otra aferrada al contrato que había firmado. El silencio era total, roto solo por el susurro del viento entre los árboles y, extrañamente, por el fuerte latido de su propio corazón.
—Ariadna Vega —su voz era profunda, un grave retumbar que resonó en el pecho de Ariadna. No era un saludo, era una constatación.
—Señor Thorne… mucho… mucho gusto —respondió ella, intentando mantener la compostura. La frialdad en su tono era palpable, pero también había una curiosidad subyacente en su mirada que la descolocó —. Respecto al contrato, tengo un par de…
Elias se hizo a un lado, invitándole a pasar con un leve gesto de cabeza. No sonrió.
—Su alojamiento está preparado. Una de nuestras… empleadas, la guiará. —Él ni siquiera le dio la oportunidad de terminar su pregunta. Se dio la vuelta y se dirigió a una puerta lateral, su figura imponente desapareciendo en la oscuridad.
Ariadna quedó helada, preguntándose, qué demonios acababa de pasar.
El Discurso de la LealtadEl silencio en el Salón de Baile del Claridge’s era opresivo, roto solo por el goteo del champán de la copa rota de Victor. En el centro del salón, Victor Volkov era una estatua de furia contenida, su mirada clavada en el palco donde Elías Thorne se erguía con una calma imperturbable.Elías Thorne ignoró el cristal roto y el aura de violencia que Victor proyectaba. Levantó su vaso de whisky en un brindis que solo iba dirigido a un hombre en la sala. Lyra, a su lado, lo imitó con un vaso de agua, manteniendo una expresión de lealtad imperturbable que a Victor le hizo hervir la sangre.Elías apoyó el vaso y se acercó al borde del balcón, su figura elegantemente iluminada por el foco de luz. Su voz, profunda y resonante, se amplificó en el salón, calmando las últimas oleadas de pánico entre los invitados.—Gracias a todos por acompañarnos esta noche. Veo muchos rostros nuevos y valiosos que representan el futuro de la economía de Londres —comenzó Elías, su tono
La Llegada del UsurpadorEl Hotel Claridge’s en Mayfair era un monumento a la discreción y la riqueza. Su Salón de Baile, revestido de espejos art déco, techos altos y candelabros de cristal que parecían atrapar la luz de toda la ciudad, era el epítome de la opulencia londinense. La Gala Anual de Primavera del Holding Thorne prometía ser el evento social del año, aunque en la realidad, era una trampa mortal y un campo de batalla.Eran las 22:15. El salón ya estaba lleno de gente, un mar de sedas, satenes y terciopelos. El aire zumbaba con el murmullo de conversaciones superficiales y el dulce perfume de las flores frescas, todo enmarcado por la música de una orquesta de cámara. Era la escena perfecta de la paz y la prosperidad, la fachada que Elías siempre había cultivado.La falsa tranquilidad se rompió cuando Victor Volkov hizo su entrada.Victor no irrumpió; desfiló. Él y su séquito de diez hombres, todos lobos de élite, descendieron la majestuosa escalera de mármol del foyer. Para
El Cartucho QuemadoElías y Lyra se encontraban en un piso franco en una zona tranquila de Kensington, una burbuja de opulencia temporal rentada bajo identidades falsas. El lugar estaba lleno de pantallas encendidas, planos de Mayfair y armas dispuestas sobre una mesa de caoba. Faltaban apenas unas horas para la Gala de Primavera.Lyra estaba de pie junto al ventanal. Su traje de noche, un vestido de seda negro que realzaba su figura y su poder, estaba colgado en la puerta del vestidor. No sentía emoción por el glamour. Su corazón era un tambor que golpeaba una melodía de pánico y ambición. Ella se había jugado su futuro. Si Elías derrotaba a Victor, regresaría a los brazos de Ariadna. Si fracasaba, ella perdería al único hombre que realmente le importaba.Era su última jugada para alterar el destino, y sabía exactamente qué arma debía usar.Elías había salido hacía un momento de la ducha. Regresó a la sala envuelto solo en una toalla blanca, su cabello mojado, gotas de agua resbaland
La Cumbre de CristalVictor Volkov odiaba las alturas, pero las usaba. La cumbre de The Shard, ese fragmento de cristal que perforaba el cielo gris de Londres, era su nuevo asiento de poder robado. Ocupaba la suite presidencial, un vasto espacio minimalista y escandalosamente caro que ofrecía una vista de 360 grados sobre el Támesis y la City. Era un trono de vidrio, frío y expuesto, perfecto para su temperamento.Eran las diez de la mañana, hora del té para el imperio, pero la reunión que Victor celebraba no tenía nada de cortesía británica. Estaba reunido con el Alto Consejo de Ancianos de la Manada Thorne, los pocos lobos que había logrado comprar o intimidar para que legitimaran su golpe de estado. La sala de juntas, con su mesa de mármol negro y sus sillones de cuero blanco, parecía el escenario de una autopsia.El aire estaba espeso, no con el aroma del dinero, sino con el hedor del miedo.Victor estaba de pie al fondo de la sala, su figura imponente proyectada contra el panoram
El Guardián ImpuestoEl frío de la madrugada se había infiltrado en la cabaña. El fuego que Elías había dejado encendido para el día siguiente luchaba por mantenerse vivo en la chimenea. El silencio, ahora que la puerta se había cerrado por segunda vez, no era pacífico; era una cámara de tortura.Ariadna no se había movido de su sitio. Seguía en el centro de la sala, su cuerpo rígido, la rabia una caldera a punto de estallar. A un lado, junto a la mesa donde solían cenar como una familia feliz, Kiam afilaba lentamente una daga, el único sonido que rompía la quietud. Su concentración era casi ofensiva, como si la partida del Alfa y la confesión que había destruido el equilibrio no le afectaran en absoluto.Finalmente, Kiam se enderezó y guardó la daga en su cinturón. Miró a Ariadna con esos ojos dorados que ahora eran descaradamente transparentes. El respeto por la Luna de su primo luchaba con la libertad recién adquirida de no tener que ocultar su afecto.—Si esperas que me suicide po
La Custodia del ZorroEl golpe seco de la puerta al cerrarse no extinguió la tensión. Simplemente la concentró en el pequeño espacio de la cabaña. Ariadna se quedó paralizada en el umbral, el cuchillo cayendo al suelo de madera con un tintineo que selló el fin de su idilio.La confusión que había sentido al ver a Elías dando órdenes a Lyra y Kiam se transformó en una punzada helada de profunda decepción. No estaba asustada; estaba furiosa.—Me creaste un paraíso, Elías —dijo Ariadna, su voz baja y peligrosamente tranquila. Dio un paso hacia él, la mirada verde fija en la dorada—. Hiciste que los últimos tres meses fueran un sueño. Me cuidaste como a una princesa, donde nada malo existía, solo nosotros y nuestro hijo. Pero al orquestar esto y dejarme completamente en la oscuridad... nunca me consideraste tu compañera en realidad. La paz que tanto protegiste se sintió, en este momento, como un muro entre nosotros.Elías, que había recuperado la compostura, avanzó hacia ella, la culpa lu
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