Bodas de Odio Kelly Parker siempre ha sabido que, en su mundo, ser obediente equivale a ser invisible. Rebelde, indomable y decidida a no dejarse moldear por nadie —ni siquiera por su poderoso padre, dueño de uno de los mayores imperios aeronáuticos del país— Kelly desafía las reglas de un juego que nunca eligió jugar. Pero hay pactos que no se anuncian y alianzas que se firman en silencio. Una noche. Un encuentro. Y una propuesta que lo cambia todo. Matthew Darcy, el soltero más codiciado de Nueva York, arrastra tras de sí una sombra que amenaza con destruir su carrera política. Kelly, por su parte, está a punto de descubrir que algunas decisiones se toman con la cabeza… y se pagan con el alma. Un matrimonio por conveniencia. Una red de secretos, traiciones y ambiciones ocultas. Y una verdad que nadie está preparado para enfrentar. En el mundo de los poderosos, nada es lo que parece. Y a veces, el odio es solo el comienzo.
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New York
Kelly
Nacer en una familia de leones no ha sido un privilegio, ha sido una guerra constante. Aquí nadie regala un lugar. Te lo ganas a zarpazos, a gritos, a base de aguantar embates y devolverlos con el doble de fuerza. Ser la menor de los Parker solo significó una cosa: invisibilidad selectiva. Me ven, sí. Pero como una niña caprichosa, un adorno con apellido. Nunca como alguien capaz de sentarse en la mesa de los depredadores.
Pero crecí. Y soy mil veces mejor que todos ellos juntos. Más inteligente. Más letal. Más despierta. Aunque no quiero una silla simbólica en la junta. No me interesa firmar cheques desde un rincón como una dama de sociedad bien mantenida. Quiero voz. Quiero voto. Quiero decisiones sobre la mesa. Y si el conglomerado Parker —ese imperio aeronáutico que mi padre maneja como si fuera su reino personal— cree que puede seguir ignorándome, están a punto de recibir un recordatorio violento.
Robert Parker no lo dice, pero lo piensa cada vez que me mira: no cree que pertenezco a este mundo. Quizás porque soy mujer. Quizás porque soy su hija. O porque no puede manipularme como al resto. La verdad, me da igual cuál sea su excusa. Esta noche voy a obligarlo a mirarme como lo que soy.
Y la maldita fiesta en la mansión es mi oportunidad. Mi madre juega a la anfitriona, mis hermanos presumen de trajes caros, y mi padre... bueno, él se prepara para cerrar acuerdos con whisky caro y sonrisas ensayadas. El disfraz de celebración apenas esconde la verdadera razón: negocios.
Yo también vengo disfrazada. Vestido azul oscuro, sobrio, elegante. Cabello suelto, labios firmes, mirada afilada. Estoy camuflada entre los invitados, pero decidí refugiarme por un momento en la biblioteca. Aquí las paredes están cubiertas de libros que nadie lee, las luces son tenues y el silencio huele a madera antigua. Pienso, planeo, espero hasta que escucho pasos. Voces masculinas.
Mi padre entra con Jeremy, su asesor personal. Ambos con ese aire de urgencia que solo aparece cuando las cosas no van como esperaban.
—Robert, la situación es delicada —dice Jeremy, bajando la voz, pero no lo suficiente como para que no lo escuche—. Estamos perdiendo contratos por culpa del gobierno… y del grupo Collins. La licitación está estancada.
—Sigo creyendo que lo del prototipo es una buena idea —responde mi padre sin emoción—. Podríamos conseguir la aprobación para la fabricación con unos cuantos sobornos…
Me inclino hacia delante, cruzo lentamente las piernas desde el sillón donde estoy sentada. El cuero cruje.
—Interesante estrategia —digo, dejando que mi voz corte el aire como una hoja afilada.
Ambos se giran. Mi padre me lanza una mirada de hielo.
—¿Qué haces aquí?
Levanto una ceja, me acomodo en el respaldo y sonrío.
—Escuchando tu charla de negocios. Francamente, algo aburrida y tediosa… como tú sueles describir mis decisiones. Tal vez deberías probar “la otra táctica”.
Él aprieta la mandíbula.
—Sé buena niña y vete de aquí. Estoy ocupado.
—No he hecho nada… y eso es lo que te molesta —me levanto con calma, caminando hacia ellos con la copa aún en la mano—. Pero por si te olvidaste, soy tu hija. Eso aún me da derecho a estar en mi propia casa, ¿no?
—¡Ese es el problema! —explota, con un tono que busca callarme—. Ya estás maquinando una de tus jugarretas para arruinar la velada. Por una vez, Kelly, entiende que esto es más que una simple celebración.
—Oh, lo entiendo perfectamente, padre —contesto con veneno contenido—. Buscas alianzas, compras favores, cierras negocios millonarios. Con whisky, promesas vacías y palmadas en la espalda.
—Kelly —dice, exhalando como si le doliera usar mi nombre—. Ayuda a tu madre a recibir a los invitados. Y, por favor, no los espantes con tus bromas pesadas.
Lo miro, largo. No le respondo. Solo sonrío. Esa sonrisa que sabe más de guerra que de afecto y me alejo con el mismo aire con el que vine: segura, calculadora, lista, porque esta noche, aunque aún no lo sepan, el juego acaba de cambiar.
Unos minutos después
La fiesta está en su punto justo. Copas en alto, carcajadas huecas, acuerdos disfrazados de brindis.
Alan, mi hermano mayor, luce su sonrisa de cazador, esa que usa cuando está en busca de una presa con apellido conveniente. Más atrás, Bobby interpreta el papel del hijo ejemplar: cortés, medido, impecable. Una fachada que le sale natural. Y yo... yo me deslizo entre la multitud como una sombra con tacones, repartiendo sonrisas en piloto automático. Fingiendo cortesía mientras analizo cada gesto, cada movimiento, cada palabra.
—Demasiado callada, Kelly —dice Alan al aparecer a mi lado, con su copa casi vacía y esa mirada que mezcla ironía y agotamiento—. Seguro estás tramando algo para fastidiar al viejo. Pero en su lugar, deberías compadecerte de mí.
—¿Compadecerte por qué? —respondo sin mirarlo, pero ya sé por dónde va.
—Ayúdame a salir de esta racha de abstinencia emocional... o carnal. Lo que venga primero —susurra con una sonrisa perezosa.
—Por favor, Alan. El sexo no cura las penas del corazón.
—Gracias, Kelly —dice, rodando los ojos—. Pero no pedí un sermón. Tampoco es como dices. Ya superé a Helena.
—¿En serio? No me lo parece.
Alan frunce los labios. No le gusta cuando acierto.
—No sigas —murmura—. Y sea lo que sea que estés planeando, espero que no me arrastre contigo. Compórtate, ¿sí?
—Siempre lo hago —le digo, sabiendo que ambos sabemos que es mentira.
Él se aleja, dejando tras de sí el leve olor a whisky caro y derrotas elegantes. Entonces lo veo.
Apoyado junto a la chimenea, apartado del centro, con una copa de bourbon en la mano. No lo reconozco de inmediato, pero hay algo en su presencia que me resulta inquietantemente familiar. Alto, de complexión atlética, postura relajada con una tensión subyacente que sugiere que no está tan desconectado como finge. Lleva un traje oscuro perfectamente entallado, aunque la camisa desabotonada en el cuello delata su rechazo a jugar del todo según las reglas. Cabello castaño, ojos marrones intensos con una chispa insolente. Piel bronceada, gesto tranquilo, casi desafiante. Demasiado suelto para ser un invitado corporativo. Demasiado seguro para ser solo un acompañante.
Me acerco. Él me ve antes de que diga una palabra.
—¿Eres Kelly Parker? —pregunta con una media sonrisa ladeada, el tipo de sonrisa que no promete nada… y lo insinúa todo.
Asiento despacio, sin ocultar el interés en mis ojos.
—Y tú eres Matthew Darcy —respondo, saboreando cada sílaba de su apellido—. Hermano de Ralph. El senador.
La sonrisa se ensancha apenas, pero no contesta de inmediato. Bebe de su copa con calma, como si no tuviera prisa por decir nada.
—¿Te decepciona? —pregunta al fin.
—Al contrario. Creí que todos los Darcy venían con manual de instrucciones, un discurso preparado y una corbata ajustada al cuello. Me sorprende verte sin ninguna de las tres.
—Digamos que prefiero ver cómo se incendia todo... pero desde un buen asiento.
Me río, bajo y auténtico. Directo. Irónico. Me agrada.
—Entonces supongo que tampoco eres muy fan del legado familiar.
—¿Y tú sí? —devuelve sin dudar, la mirada fija en la mía—. Porque según dicen, naciste para sonreír en silencio y obedecer al final de la mesa.
No parpadeo. Huele a humo, bourbon, y algo más salvaje, como tormenta contenida.
—Estás mal informado —digo, con la voz justa, firme, sin perder el control—. Yo nací para dirigir desde el centro.
Nos miramos. Un segundo. Dos. La música, las risas, las conversaciones: todo se apaga. Solo quedamos él y yo. Un juego de poder contenido en la mirada.
Él se inclina apenas, lo justo para que su voz roce mi oído. Grave, rasposa.
—¿Quieres divertirte esta noche? ¿Romper reglas?
La forma en que lo dice… no es una invitación. Es una provocación, y de pronto, el suelo bajo mis pies ya no parece tan firme, pero ahora mismo sus palabras desencadenan un mar de dudas.
Unas horas antes de la bodaNew YorkKelly“Amante”. Qué palabra tan malentendida por las almas sensibles y los tontos románticos. Ser amante es como tener el mejor asiento en un espectáculo privado: disfrutas del show, aplaudes cuando quieres y te vas cuando se termina. Nada de backstage, nada de guiones emocionales. Sólo placer. Solo presencia física. Cero compromisos. Y eso es lo que lo hace tan delicioso.Porque en el momento en que mezclas cariño con sexo, se pudre la magia. Aparecen las preguntas incómodas, las expectativas absurdas, y —peor aún— los reclamos.Jamás permitas que un hombre confunda el rol. Ni que se atreva a poner sobre la mesa palabras como "nosotros" o "futuro". Eso es un veneno. Empieza con una mirada tierna después del sexo y termina con él queriendo presentarte a su madre. Asco.Por eso las reglas son claras: nada de mensajes a medianoche, nada de “te extraño”, nada de planear fines de semana. Y por supuesto nada de sentimientos. Recuerda que los sentimiento
El mismo díaNew YorkMatthewNegociar es un arte que requiere de estrategia, tiempo y ver más allá de tus narices, pero todo da un giro drástico cuando debes hacerlo con una mujer. No hay experiencia que te sirva, ni señales que te indiquen lo que cruza por su cabeza, porque puedes ganarte un par de insultos, bofetadas hasta besos, pero depende de lo que ellas quieran de ti. Ahí, aunque lo dudes, ya estás a su deriva, el juego cambió a su favor, entonces esperas lo peor, te retiras tragándote el mal sabor de la derrota o tal vez sucede el milagro y consigues lo que buscas. El caso es que con las mujeres no hay manuales, reglas, patrones, nada para saber cómo actuarán.Y lo peor de todo es que no importa cuántos idiomas hables, cuántos contratos hayas cerrado o cuántos tableros hayas dominado. Con ellas el ajedrez se juega sin fichas. Una sonrisa puede ser una trampa. Una lágrima, un anzuelo. Una caricia, una sentencia.En mi caso, Kelly era un bello enigma. Peligrosa, astuta, irónica
Tres días despuésNew YorkKellyLa mayoría de los hombres son básicos. Punto. No hay mucho misterio, no importa el envoltorio ni el perfume caro: debajo de la sonrisa encantadora o el discurso progresista, suelen ser tan predecibles como un programa enlatado de los 90. Se les puede leer como a un mal guion: quieren algo, y casi siempre es lo mismo. Basta con observarlos cinco minutos para darte cuenta si el tipo te quiere en su cama, en su agenda o bajo su zapato.Están los que disimulan el deseo con un coqueteo torpe, los que se lanzan de frente como si aún viviéramos en las cavernas, y los que creen que por hablar de arte o política mientras te miran las piernas son menos obvios. Spoiler: no lo son.Y claro, existe una especie rara, una especie en vías de extinción: los que quieren algo serio. Pero incluso esos hay que examinarlos con pinzas, porque a veces lo “serio” viene con condiciones. Que seas su complemento, su trofeo, su mujer “ideal” según estándares que ellos mismos no cu
La misma mañanaNew YorkMatthewLas tradiciones, el legado, el apellido… todos te lo presentan como un honor, como una herencia digna de orgullo. Pero nadie habla del peso. Nadie te dice que cargar con un nombre a veces es como andar con una piedra atada al pecho: no te ahoga de golpe, pero te impide respirar del todo.Te lo disfrazan de destino, como si hubiera algo noble en repetir la historia de otros. Pero la verdad es que no eliges. Solo sigues el guion que te pusieron en las manos antes de que aprendieras siquiera a leerlo. Te aplauden cuando repites los gestos de tus padres, cuando hablas como ellos, cuando decides como ellos. Cuando renuncias a ti mismo.Y claro… no se supone que debas fallar. La vara está ahí, suspendida en el aire como una promesa envenenada. Demasiado alta para tocarla sin sangrarte los dedos. Así que vives con los dientes apretados, intentando demostrar que eres digno de tu sangre. Que puedes estar a la altura del apellido que llevas escrito como un tatua
La misma nocheNew YorkKellyCuando decides jugar, aceptas las reglas sin necesidad de repetirlas en voz alta. Se sobreentiende. Todos fingimos que es solo un juego, como si bastara con sonreír, mover las piezas y brindar por la suerte. Pero la verdad es que la partida rara vez se trata de diversión. Esa es solo la fachada. El anzuelo. Te hacen creer que puedes entrar y salir ileso, cuando en realidad lo que quieren es algo más: tu atención, tu lealtad, tu debilidad, tu nombre... lo que sea que te cueste ceder.Lo complicado no es jugar. Lo difícil es entender el trasfondo de lo que estás jugando. Porque nadie se sienta a una mesa sin hambre, y las segundas intenciones rara vez se ven a simple vista. Son sutiles. Se camuflan detrás de miradas, silencios y frases bien calculadas.La pregunta que realmente importa no es si puedes ganar. Es si vale la pena el riesgo. ¿Vale lo que vas a entregar más que lo que crees que vas a recibir?Claro que deberías estudiar a tu oponente, calcular s
ActualidadNew YorkKellyNacer en una familia de leones no ha sido un privilegio, ha sido una guerra constante. Aquí nadie regala un lugar. Te lo ganas a zarpazos, a gritos, a base de aguantar embates y devolverlos con el doble de fuerza. Ser la menor de los Parker solo significó una cosa: invisibilidad selectiva. Me ven, sí. Pero como una niña caprichosa, un adorno con apellido. Nunca como alguien capaz de sentarse en la mesa de los depredadores.Pero crecí. Y soy mil veces mejor que todos ellos juntos. Más inteligente. Más letal. Más despierta. Aunque no quiero una silla simbólica en la junta. No me interesa firmar cheques desde un rincón como una dama de sociedad bien mantenida. Quiero voz. Quiero voto. Quiero decisiones sobre la mesa. Y si el conglomerado Parker —ese imperio aeronáutico que mi padre maneja como si fuera su reino personal— cree que puede seguir ignorándome, están a punto de recibir un recordatorio violento.Robert Parker no lo dice, pero lo piensa cada vez que me
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