La misma mañana
New York
Matthew
Las tradiciones, el legado, el apellido… todos te lo presentan como un honor, como una herencia digna de orgullo. Pero nadie habla del peso. Nadie te dice que cargar con un nombre a veces es como andar con una piedra atada al pecho: no te ahoga de golpe, pero te impide respirar del todo.
Te lo disfrazan de destino, como si hubiera algo noble en repetir la historia de otros. Pero la verdad es que no eliges. Solo sigues el guion que te pusieron en las manos antes de que aprendieras siquiera a leerlo. Te aplauden cuando repites los gestos de tus padres, cuando hablas como ellos, cuando decides como ellos. Cuando renuncias a ti mismo.
Y claro… no se supone que debas fallar. La vara está ahí, suspendida en el aire como una promesa envenenada. Demasiado alta para tocarla sin sangrarte los dedos. Así que vives con los dientes apretados, intentando demostrar que eres digno de tu sangre. Que puedes estar a la altura del apellido que llevas escrito como un tatuaje invisible en la frente.
Y cuando tienes que seguir sus pasos, lo haces sin pensar. Porque pensar sería traicionarlos. Porque querer otra cosa sería como decirles que lo suyo no fue suficiente. Entonces callas tus propios sueños, y te vistes con los de ellos. Como si fueras una sombra bien educada.
Con el tiempo, ya ni sabes si lo que haces es por ti o por ellos. Solo sabes que no quieres fallar. No quieres ser el eslabón débil de una cadena que parece eterna. Te convences de que eso es amor. Lealtad. Orgullo. Pero en el fondo… en el fondo hay una voz pequeña que no se calla. Que te pregunta si esto es vivir… o solo obedecer sin romperte. Porque a veces el legado no es una antorcha que ilumina, sino una herida que no se cierra.
Quizás soy el mejor ejemplo de cómo las tradiciones pueden moldearte… o romperte. Desde que tengo memoria, crecí escuchando discusiones políticas en la mesa de los domingos. No importaba si había cumpleaños o una muerte cercana, si era Pascua o Navidad: la política siempre tenía un lugar en la conversación. Entre copas de vino, cortes de carne y miradas de reojo, los Darcy debatían sobre poder como otros lo hacían sobre deportes o cine.
Y por más que intenté escapar de ese destino, terminé atrapado.
Llevar el apellido Darcy no es solo una herencia; es una condena. Las expectativas me asfixiaban como una corbata mal ajustada. Pero si eso ya era difícil, intentar sobresalir frente a Ralph, mi hermano mayor, era directamente agotador. El hijo perfecto. El favorito de todos. El brillante político que cada día coleccionaba más elogios que diplomas en Harvard.
Yo era la sombra de un ídolo. Hasta que dejé de resistirme. Me lancé a la política como quien se rinde a la marea. Me postulé para el Congreso, creyendo —ingenuamente— que podía hacer las cosas a mi modo. Y ahí fue cuando me puse la soga al cuello. Perdí el control. Me convertí en un producto de campaña, recitando discursos escritos por otros, respondiendo preguntas con sonrisas vacías. Olvidé la regla más básica: vigilar mi espalda. Confié en todos. Me creí intocable.
El golpe no tardó. Un escándalo mediático —extraño, sucio, orquestado— reventó las redes. Fotos. Rumores. Sospechas. Y yo, como un cobarde, me escondí. No dije ni una palabra. Pensé que bastaría con aparecer en la fiesta de los Parker, fingir normalidad, saludar a los peces gordos, sonreír ante los flashes. Pero mi silencio solo alimentó a los lobos.
Y como era de esperarse, él no tardó en aparecer.
El reloj marcaba las siete. Apenas había logrado dormir después de la interminable noche en la mansión de los Parker, cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe.
—Levántate, Matthew. Necesito charlar contigo.
La voz de mi padre, Walter Darcy, siempre había sido autoritaria. Pero esta mañana tenía un filo distinto. Era más áspera, más impaciente.
Me incorporé a medias, el rostro hundido entre las sábanas.
—¿Debe ser ahora? ¿No puedes esperar al almuerzo? —gruñí sin abrir del todo los ojos.
—¡Maldición, Matthew! —bramó mientras avanzaba por la habitación—. Tu carrera política pende de un hilo y tú solo piensas en dormir.
Me senté en la cama, frotándome las sienes. Su presencia me provocaba jaqueca incluso en silencio.
—Pende de un hilo por tu culpa —espeté—. Por dejarme a la deriva con esos buitres de la prensa. Si hubieras movido un solo dedo para detener esa filtración, ahora no estaría en problemas.
Él se cruzó de brazos. Estaba impecable como siempre: traje a medida, reloj de oro, expresión de fastidio grabada con cincel. Dio un paso más cerca.
—Aún podemos arreglarlo. No todo está perdido y lo sabes.
—Disculpa, padre, pero mi mente es limitada —dije con sarcasmo—. ¿Podrías iluminarme con tu brillante estrategia?
Walter entrecerró los ojos. Su mandíbula tembló levemente. Contuvo el impulso de gritarme… pero no el de controlarme.
—Me haces perder la paciencia con tu actitud —gruñó mi padre, apretando la mandíbula mientras las palabras se le escapaban entre dientes como veneno contenido—. Necesitamos cambiar esa imagen de sinvergüenza por la de un hombre responsable, digno de la confianza de los votantes.
Se detuvo. Y en ese segundo, el silencio pesó como plomo. Su mirada se hundió en la mía con una intensidad que buscaba obediencia, sumisión. Como si esperara que me pusiera de pie, alzara la barbilla y dijera “lo haré, padre”, como uno de sus soldados bien entrenados.
Pero no dije nada. No pensaba darle ese gusto.
—Resuélvelo… o lo resolveré a mi manera.
No esperó respuesta. Dio media vuelta con esa arrogancia milimétrica que siempre lo había caracterizado, como si acabara de dictar sentencia. Escuché el golpazo sordo de la puerta cerrarse tras él. Y ahí me quedé. Solo. En mi pent-house. Mirando el vacío que había dejado atrás.
Pasaron horas. Largas. Mudas. Me senté en el sofá, con la mirada clavada en el ventanal. Pensé en todo: mi campaña, el escándalo, el apellido Darcy. Pero por sobre todo eso… pensé en ella. Kelly Parker.
Reviví su risa en mi mente, su forma de burlarse de todo sin pedir permiso, su lengua sin filtros que me desarmaba con una sola frase. Tenía ese tipo de rebeldía afrodisíaca que no se aprende en casa, se arrastra desde la cuna. Inteligente, directa, insolente. Pero también vulnerable. Inesperadamente dulce cuando nadie miraba.
Veintisiete años y una belleza que no podía disimular ni siquiera cuando quería pasar desapercibida. Su cabello rubio caía sobre los hombros como una provocación involuntaria, y sus ojos, azules y cortantes, me miraban como si fueran capaces de desnudarme el alma… y después romperla con elegancia. Tenía unos labios carmín —no rojo, carmín— que parecían diseñados para el pecado. Y sí… los besé. Más de una vez. Con más ganas de las que debería.
Nuestra noche juntos fue eso: una excepción. Un juego de miradas en la piscina, ironías afiladas entre copas, provocaciones suaves hasta que ya no hubo vuelta atrás. Una velada distinta, que me hizo olvidar, por unas horas, que era un Darcy.
Y entonces, se me ocurrió una idea. Una locura, quizás. Pero ¿qué tenía para perder? Tomé una ducha, me puse el primer traje decente que encontré, agarré las llaves, el celular… y conduje hasta su casa.
Y ahora estoy aquí. En su biblioteca. Solo. Nervioso. Sin estar del todo seguro de lo que estoy a punto de hacer. El lugar huele a madera pulida y papel antiguo. Cada libro parece observarme, juzgar mi presencia como si no perteneciera a este mundo. Me muevo entre estantes altos, pasando los dedos por los lomos sin leer los títulos. Escucho mis propios pasos sobre el piso de parquet. Mi corazón late como si hubiera cometido un crimen.
¿Y si me equivoco? ¿Y si me manda al diablo? ¿Y si ella es la única persona capaz de salvar lo que queda de mí… y yo soy el idiota que ya lo arruinó todo?
Pero justo entonces escucho pasos. Me tenso. Giro hacia el sonido con el pulso acelerado, y ahí está ella, apoyada contra el marco de la puerta como si no esperara nada... y al mismo tiempo, lo supiera todo.
Kelly Parker. Luce como una trampa perfecta: vestido beige entallado, labios rojo carmín, el cabello suelto cayendo sobre los hombros con esa despreocupación medida que solo ella domina. En su rostro no hay sorpresa. Solo una mezcla peligrosa de ironía, fastidio… y algo más. Algo que me niego a interpretar.
Cruza los brazos con lentitud, dejando caer el peso en una cadera con absoluta seguridad. Me mira como si fuera el protagonista de una mala película que está por arruinar la mejor escena.
—¿Volviste por más diversión o voy a escuchar una disculpa empalagosa y nada sincera? —suelta, con una voz cortante, fría como el cristal.
La forma en que me habla debería irritarme, pero en cambio me recuerda por qué estoy aquí. Por qué, de todas las personas en este mundo, decidí venir justo a ella.
—No hay motivos para disculparme, Kelly. —respondo sin dudar—. No estoy arrepentido. Mi visita tiene otra razón.
Sus cejas se arquean apenas. La expresión en su rostro se endurece, pero sus labios tiemblan por un segundo. Lo suficiente para saber que no soy del todo indiferente.
—¿Tengo que adivinar? —pregunta con desdén, dando un paso hacia mí—. ¿Otra escena de seducción a media luz? Si se trata de sexo, no me interesa, Matthew.
—No soy tan patético. —le sostengo la mirada. No voy a permitir que me derribe—. Mi propuesta es más ambiciosa.
Se detiene. El silencio se espesa entre nosotros.
—¿Ambiciosa? —repite, escéptica, como si degustara la palabra con desagrado.
Doy un paso más. Ahora estamos cerca. Lo suficiente para percibir el aroma dulce-amargo de su perfume. El mismo de anoche.
—Cásate conmigo. —digo con la frialdad de quien está acostumbrado a negociar bajo presión—. Y los dos ganamos.
El impacto la sacude. Lo noto en su respiración, en el modo sutil en que sus ojos se agrandan antes de volver a entrecerrarse como cuchillas.
—¿Esto es en serio? —responde con una sonrisa hueca—. ¿Una boda por estrategia? ¿Es eso lo que propones?
—Yo dejo atrás los rumores de ser un sinvergüenza, gano la elección a la banca en el Congreso… —enumero sin pausa, sin adornos—. Y tú arruinas a tu padre. Lo desarmas. Te conviertes en la Parker que nadie controla. Una Parker con apellido Darcy.
—No tienes alma. —susurra, pero no con tristeza. Lo dice con el desprecio justo para cortarme.
—No tengo tiempo para un alma. —respondo—. Tengo una elección que ganar en menos de tres meses. Y tú tienes una guerra personal con tu padre. Esta alianza nos conviene. No es amor. Es estrategia. Es poder. ¿Nos casamos? —presiono con mi voz rasposa, pero su silencio es como nadar en un mar de incertidumbre.