La misma noche
New York
Kelly
Cuando decides jugar, aceptas las reglas sin necesidad de repetirlas en voz alta. Se sobreentiende. Todos fingimos que es solo un juego, como si bastara con sonreír, mover las piezas y brindar por la suerte. Pero la verdad es que la partida rara vez se trata de diversión. Esa es solo la fachada. El anzuelo. Te hacen creer que puedes entrar y salir ileso, cuando en realidad lo que quieren es algo más: tu atención, tu lealtad, tu debilidad, tu nombre... lo que sea que te cueste ceder.
Lo complicado no es jugar. Lo difícil es entender el trasfondo de lo que estás jugando. Porque nadie se sienta a una mesa sin hambre, y las segundas intenciones rara vez se ven a simple vista. Son sutiles. Se camuflan detrás de miradas, silencios y frases bien calculadas.
La pregunta que realmente importa no es si puedes ganar. Es si vale la pena el riesgo. ¿Vale lo que vas a entregar más que lo que crees que vas a recibir?
Claro que deberías estudiar a tu oponente, calcular sus gestos, leer entre líneas, hacer un maldito mapa mental de todo lo que dice y lo que no. Pero no lo hacemos. Nos lanzamos. Apostamos al instinto. Tenemos esa manía autodestructiva de resolver las cosas sobre la marcha, como si el fuego no quemara hasta que nos toca. Y lo peor es que a veces, solo a veces... el riesgo te seduce más que la promesa de la victoria.
Matthew Darcy era un bello rompecabezas que aún estaba descifrando. Sería iluso de mi parte encasillarlo solo por repetir unas cuantas frases—quizá sinceras, quizá cuidadosamente ensayadas para deslumbrar. Tenía ese tipo de encanto peligroso: la mezcla exacta entre arrogancia y desparpajo, como si supiera exactamente cuándo provocar y cuándo retirarse. Sabía cómo engatusar a una mujer. No con promesas vacías, sino con esa mirada de hombre que no pretende convencerte de nada… y justo por eso te intriga más.
Aun así, mi parte rebelde—la que aprendió a desconfiar incluso del elogio más bien intencionado—reconoce el patrón: esto huele a trampa. Pero también a seducción. Una contradicción deliciosa que me deja a la deriva de mis impulsos, atrapada en ese silencio tenso donde todo puede pasar o simplemente evaporarse.
Y como si pudiera leer mis pensamientos, Matthew vuelve a insistir.
—Kelly, no estoy hablando de tener una noche de sexo —dice, su voz rozándome como terciopelo áspero, suave en la superficie, pero con una intención que se adhiere—. Estoy hablando de algo más… inocente.
Inclina la cabeza apenas, los labios curvados en esa media sonrisa peligrosa que lo delata. Tiene el descaro de un niño travieso en el cuerpo de un hombre que sabe perfectamente lo que provoca. Mis ojos se entrecierran.
—Dudo que haya algo inocente en tu propuesta —respondo, cruzando los brazos mientras clavo mi mirada en la suya—. Todo en ti grita problemas.
Su sonrisa se ensancha, sin una pizca de arrepentimiento.
—Entonces con más razón acepta —dice, acercándose un paso más—. O le darás la razón a los chismes… ya sabes, eres la hija perfecta y obediente de Robert Parker.
¡Mierda! Me acaba de desafiar. Con una frase corta, acaba de incendiar toda una fachada cuidadosamente construida. Una provocación directa, una invitación a salirme del guion, pero va a aprender lo que es lidiar conmigo.
—Veamos, Matthew… cuál es tu sentido de la diversión —respondo con una serenidad venenosa, alzando apenas una ceja mientras le ofrezco mi brazo.
Él lo toma con un gesto teatral, dibujando una sonrisa torcida que parece decir “esto va a ser interesante”.
Un rato más tarde
Quisiera decir que fue sensato seguirle el juego. Que actuar con él no implicaba consecuencias. Pero sería una hermosa mentira. Ahora estamos escondidos en el jardín trasero de la mansión, entre sombras y aromas de lavanda nocturna, compartiendo un porro mientras el eco amortiguado de la fiesta queda atrás como un recuerdo ajeno. Estamos solos… y eso lo hace más peligroso.
—Es divertido dejar de ser lo que otros esperan —dice Matthew, recostado contra un árbol, la cabeza ligeramente inclinada hacia el cielo. El humo le baila entre los labios antes de desvanecerse.
Lo observo desde un banco de piedra, piernas cruzadas, copa aún en mano.
—Tu sentido de la diversión es tan… limitado —respondo, con una sonrisa mordaz—. Apuesto que te cuesta ser impulsivo. Por eso necesitas drogarte.
Él se lleva una mano al pecho como si mis palabras lo hubieran herido.
—¡Mala! —se queja entre risas—. No soy como Ralph. Ni la sombra. Y créeme, puedo jugar cualquier reto contigo.
—No me provoques —le advierto entre carcajadas—. Porque vas a salir perdiendo.
Él se acerca de golpe. Me toma por la cintura. Mi risa se apaga en seco. Su cercanía me sacude el estómago. Su aliento está en mi rostro, cálido, con sabor a bourbon y a secretos. Inclina un poco el rostro… Cierro los ojos.
Y entonces me empuja.
Un segundo después, mi cuerpo rompe la superficie del agua con un chapoteo brutal. Todo es frío, inesperado, adrenalina. Emerjo como un gato mojado, el vestido pesado, el cabello pegado a la cara, la piel ardiendo de rabia. Lo veo sobre el borde, doblado de la risa, absolutamente encantado con su hazaña.
—¿Creíste que te iba a besar? —me lanza, entre carcajadas—. Mírate… toda empapada.
—Matthew, ganaste. Lo admito —gruño, limpiándome el agua de los ojos—. Ahora podrías ser un caballero y darme la mano… y una toalla antes de que alguien me vea así.
Él se cruza de brazos, pensativo, como si evaluara si he aprendido la lección. Finalmente, suspira con fingido dramatismo y estira la mano.
—Soy un caballero… —dice con un tono melodramático que me provoca una sonrisa irónica.
La tomo. Firme. Directa. Y justo cuando él piensa que el juego terminó, tiro de él con todas mis fuerzas.
Cae al agua con un chapoteo aún más ruidoso que el mío. La venganza es dulce.
Sale de inmediato, el cabello chorreando, el rostro tenso… hasta que suelta una carcajada profunda. Lo sigo. Nos reímos juntos, con una risa sin máscaras y entonces se acerca. Sin palabras. Solo deseo.
Me besa con hambre, como si el tiempo se acabara, como si mis labios fueran la respuesta que lleva buscando toda la noche. Sus manos, empapadas y temblorosas, se deslizan por mi cintura, suben por mi espalda, bajan por mis muslos, como si quisieran memorizar cada parte de mí. Yo no me detengo. No pienso. Solo siento.
La ropa comienza a desaparecer. No sé cómo. No sé cuándo. Solo sé que estoy envuelta en una fiebre ajena a la razón, perdida en el sabor de sus labios, en el calor que crece, en el placer de dejarme llevar… Cuando de pronto, una voz irrumpe con la violencia de un disparo.
—¿Qué m****a haces, Kelly?
—Y tú, imbécil, ¡quítale las manos de encima a mi hermana!
¡Bobby!
Nos separamos como dos adolescentes pillados en pleno pecado. El agua salpica entre nosotros. Mis mejillas arden, pero no es vergüenza. Es ira contenida. Él tiene ese tono autoritario que me recuerda a papá, y lo odio más que a la interrupción.
—Deja el drama, Bobby —respondo con desdén mientras nado hacia el borde—. Solo me divierto con Matthew. Estoy en lencería, no desnuda. Y todavía no hubo sexo, por si tu radar de escándalo se confundió.
Él se pasa las manos por el rostro, furioso, como si quisiera arrancarse los ojos por lo que acaba de ver.
—¡Cierra la boca, Kelly! —explota—. Guarda un poco de pudor, al menos por respeto a ti misma.
Matthew, aún en el agua, me sigue en silencio, pero no por culpa. Su mirada va de Billy a mí, y aunque parece incómodo, mantiene esa actitud de tipo que no se disculpa por ser deseado.
—No exageres, Bobby —responde finalmente con tono calmo—. Tu hermana no es una niña para que la sermonees… Y no la forcé a nada, por si eso también quieres insinuar.
Bobby lo mira como si quisiera partirle la cara.
—Si quieren tener sexo, busquen una puta habitación. No lo hagan en público. Estamos en una fiesta, maldición.
—Trágico, aburrido e insoportable como siempre, Bobby —espeto, saliendo finalmente de la piscina con el cabello pegado al rostro y la ropa interior mojada marcándose en mi piel—. ¿Siempre tienes que actuar como si tuvieras que salvarme de mí misma?
Lo miro con un desprecio antiguo, casi fraternal. Matthew se acerca y me coloca su chaqueta encima con gesto torpe, tal vez buscando apaciguar la tensión. Pero ya es tarde. La escena está hecha, y sé que habrá eco de esto mañana.
Bobby no responde. Su mirada dice demasiado. Y yo no tengo tiempo para culpas.
Al día siguiente
Con la misma indiferencia de siempre, decido bajar a desayunar en familia. Si debo soportar otro sermón de mi padre, que así sea. Ya me he entrenado para eso desde que tengo memoria. Esta vez, al menos, no tengo intenciones de disculparme. Madrugué para ensayar mi defensa por lo ocurrido en la piscina, aunque en realidad no pienso usarla. Que digan lo que quieran.
Así avanzo con paso firme hacia el comedor. Para mi sorpresa, solo Alan está allí, con su habitual pinta de modelo recién despertado, revisando su celular como si el mundo le debiera explicaciones.
Alzo la ceja mientras aparto la silla frente a él. Él no dice nada, pero levanta la vista justo cuando me siento, da un sorbo a su café y ladea la cabeza como si ya supiera lo que voy a soltar.
—Buenos días, Alan. O para ti serían malos, supongo. No tuviste suerte con ninguna mujer anoche y por eso terminaste bebiendo como siempre, ¿verdad?
—Lamento decepcionarte, Kelly, pero esta vez me comporté a la altura —responde con voz calma y tono burlón, dejando el celular sobre la mesa—. No hubo sexo, ni alcohol. Al menos, no de mi parte…—Hace una pausa deliberada, y su sonrisa se curva con una malicia contenida—. Lo que no puedo asegurar de ti.
—Como corren los chismes —murmuro, sin perder el ritmo mientras me sirvo un poco de café negro—. Lástima que Bobby te haya dado una versión tan... distorsionada de mi comportamiento. Aunque, pensándolo bien, seguro le añadiste tu propia edición de drama barato. Te conozco.
Alan deja la taza en la mesa y se recuesta contra el respaldo con ese aire suyo de aristócrata aburrido del mundo.
—Errada o no… tu pequeña travesura te espera en la biblioteca.
—¿La biblioteca? —frunzo el ceño, pero no muestro desconcierto. No le doy ese gusto.
—Matthew Darcy vino a verte y no sé lo que busca, pero no tiene cara de estar arrepentido —sus palabras se deslizan con un tono inquietante, provocando un mar de incertidumbre.