Tres días después
New York
Kelly
La mayoría de los hombres son básicos. Punto. No hay mucho misterio, no importa el envoltorio ni el perfume caro: debajo de la sonrisa encantadora o el discurso progresista, suelen ser tan predecibles como un programa enlatado de los 90. Se les puede leer como a un mal guion: quieren algo, y casi siempre es lo mismo. Basta con observarlos cinco minutos para darte cuenta si el tipo te quiere en su cama, en su agenda o bajo su zapato.
Están los que disimulan el deseo con un coqueteo torpe, los que se lanzan de frente como si aún viviéramos en las cavernas, y los que creen que por hablar de arte o política mientras te miran las piernas son menos obvios. Spoiler: no lo son.
Y claro, existe una especie rara, una especie en vías de extinción: los que quieren algo serio. Pero incluso esos hay que examinarlos con pinzas, porque a veces lo “serio” viene con condiciones. Que seas su complemento, su trofeo, su mujer “ideal” según estándares que ellos mismos no cumplen. O peor aún: que aceptes su amor con letra chica, tipo contrato bancario.
Y luego están los otros. Los que te lanzan propuestas absurdas como si la vida fuera un capítulo de un programa de televisión, esos que ni se toman la molestia de disfrazar su pragmatismo. Te miran como si fueras una inversión con retorno garantizado.
La verdad es esta: al final, todos quieren algo de ti. Sexo, favores, validación, una fachada estable, o simplemente tenerte ahí como un trofeo funcional. Y está bien si tú también sabes jugar, si sabes hasta dónde ceder sin traicionarte. Pero hay que estar despierta. Muy despierta. Porque en algún punto, si no estás atenta, te vas a tragar el anzuelo. Vas a creer que puedes manejar el fuego, que no te vas a quemar. Y un día te das cuenta que no solo te chamuscaste: te enamoraste como una idiota. De un tipo que ni siquiera se tomó el tiempo de saber tu color favorito.
Así que decide. Lánzate con los ojos abiertos o da un paso atrás. Pero lo que sea que hagas, protege al terco de tu corazón. Porque una cosa es jugar con fuego... y otra, es dejar que te consuman las llamas mientras sonríes como si no doliera.
Lo primero que cruzó por mi mente al escuchar que Matthew Darcy estaba en la biblioteca fue simple y directo: quiere sexo, no había otra explicación lógica. Lo imaginé con esa sonrisa de medio lado, jugando a ser decente, intentando seducirme con modales, mientras esperaba que yo me deslizara con gusto en sus sábanas. Lo que no esperaba era que me pidiera matrimonio.
A medida que hablábamos en la biblioteca algo en mí empezó a tambalear. El muy idiota hablaba de una “propuesta ambiciosa”, y mi mente se preparaba para todo, menos para esas dos palabras que las mujeres ingenuas sueñan escuchar: “Cásate conmigo”.
Al principio pensé que estaba bromeando. Una provocación más. Pero no. Lo dijo con esa mirada oscura y directa que me descolocaba. Y cuanto más explicaba, más entendía: no era amor, no era locura. Era una alianza. Un matrimonio por conveniencia para resucitar su imagen política y, de paso, ayudarme a vengarme de mi querido y controlador padre.
No voy a mentir: la idea no me repugnaba. Matthew tenía su encanto. Besaba como los hombres que saben que el tiempo es limitado, y ser su esposa no sonaba como un castigo. Pero tampoco era suficiente. No todavía.
La conversación se desvió hacia esa tensión invisible que nos acompaña. Yo, fingiendo frialdad. Él, aferrándose a esa maldita propuesta como si su vida dependiera de mi respuesta.
—Kelly, sé que apenas nos conocemos y mi propuesta puede parecerte absurda —dijo él, con la voz un poco más baja, casi con urgencia—. Pero estoy en apuros. Necesito tu ayuda.
Lo miré, sin piedad.
—Matthew lo que necesitas para levantar tu carrera política es una Jaqueline Kennedy… elegante, perfecta, decorativa.
—No quiero una Jaqueline —respondió sin titubeos—. Tampoco me interesa una Marilyn. Más bien tú eres la indicada. Única, auténtica.
Rodé los ojos, sin poder evitarlo. Qué conveniente. Ahora soy “auténtica” cuando el escándalo lo ahogaba.
—Digamos que tienes razón. Soy quien puede limpiar tu imagen ante tus votantes. Pero lo que me pides no es algo que se decide entre una taza de café y una carpeta de prensa. Es cierto que quiero fastidiar a mi padre, aun así… eso es poco para atarme a ti.
Matthew dio un paso hacia mí. Sus ojos brillaban con una mezcla de ansiedad y determinación.
—Dime lo que quieres para casarte conmigo. Dame tu precio.
El silencio se estiró. El reloj antiguo de la biblioteca dio un clic, como si marcara el momento exacto en que el poder de la decisión cambiaba de manos.
Me crucé de brazos, lo estudié de arriba abajo. Estaba tenso. Demasiado. Como un jugador que ha apostado todo al número equivocado.
—Quiero pensarlo. Unos días. No me caso por capricho ni por despecho. Si voy a hacerlo, será bajo mis propias condiciones —dije finalmente, sin apartar la mirada.
Matthew asintió despacio. Tragó saliva. Sus manos se cerraron en puños breves antes de relajarse.
—Tienes hasta el miércoles. En la noche —murmuró—. Después de eso, no habrá trato.
Me dio la espalda y salió sin esperar una respuesta. Su perfume quedó suspendido en el aire, mezclado con el peso de lo que acababa de proponerme.
En resumen, tengo días detrás de esa maldita ventaja sobre mi padre, eso que puedo conseguir a través de Matthew. Estoy tan cerca de confirmar lo que ya sospechaba: que hay un inconveniente detrás del proyecto de Corporación Parker. Y si logro exponerlo, podré cambiar el juego a mi favor de una vez por todas.
Por eso vengo a la empresa esta mañana. Quiero hablar con Alan, hacer presión, exigir respuestas. Pero, como siempre, Alan brilla por su ausencia. Probablemente sigue revolcándose con alguna rubia plástica en un hotel de lujo pagado por el dinero de papá.
Camino por los pasillos impecables del edificio, con esos suelos que huelen a dinero y a poder mal disimulado. Los empleados me saludan fingiendo cortesía, pero sus ojos no mienten. Me temen. Me envidian. Me desean. Soy un cóctel de peligro, escándalo y privilegio. Y lo saben.
Y ahí está Dick. Como si el maldito destino tuviera ganas de burlarse de mí. Apoyado contra el marco de la puerta, con su chaqueta colgada del dedo y la corbata suelta como quien no tiene que rendirle cuentas a nadie. Me mira como si ya supiera por qué vine. Como si adivinara lo que estoy dispuesta a hacer para ganar.
—Kelly, qué sorpresa —dice con su tono suave, burlón, ladeando una sonrisa mientras sus ojos se clavan en los míos con esa chispa peligrosa que conozco demasiado bien—. ¿Una junta que no me invitaron o… viniste a verme?
Se apoya en el marco de la puerta con soltura, dejando que sus palabras se deslicen entre nosotros como una caricia cargada de veneno.
—Dick, no seas imbécil —respondo sin frenar el paso, ni siquiera lo miro—. Como accionista, entro y salgo cuando me da la gana. No tengo que darte explicaciones.
Mi voz suena seca, filosa, pero él no se inmuta. Me sigue con la mirada como si cada palabra mía lo excitara más.
—Estás de mal humor —dice bajando la voz, su tono se vuelve más íntimo, casi un susurro, como si estuviéramos solos en otro mundo—. Ven a mi oficina, te vendrá bien descargar todo eso con alguien que no se ofenda fácilmente.
Se da la vuelta con naturalidad, abre la puerta con ese aire arrogante que detesto… y adoro. Me deja pasar primero, y aunque no me dice nada más, su gesto es claro: sabe que lo seguiré. Y lo hago. No porque me invite, sino porque me conviene.
Entro sin mirarlo, pero siento el peso de su mirada recorrerme la espalda, lento, detallado, como si me desnudara con los ojos. Apenas cierro la puerta, él ya está detrás, tan cerca que su aliento me roza el cuello. El aroma de su perfume, madera oscura y algo especiado, me invade los sentidos.
—¿Qué está pasando, Kelly? —pregunta con calma, apoyándose en su escritorio, cruzando los brazos sobre el pecho con esa seguridad suya que exaspera—. No vienes aquí solo a pasearte.
—Necesito saber qué está ocurriendo con los proyectos de la empresa. Quiero información.
Mis palabras salen con filo. Él no pestañea.
—¿Desde cuándo te interesa eso?
Su tono es desafiante, pero sus ojos están atentos, casi alerta. Me conoce.
—Desde que mi padre comenzó a actuar como si todo estuviera bajo control.
Él se endereza lentamente y comienza a caminar hacia mí. Cada paso suyo parece calculado. No es brusco, pero hay tensión en su cuerpo, deseo contenido. Cuando está lo suficientemente cerca, sus dedos rozan mi cintura. No me toca. Me reclama. Luego me sujeta con firmeza, como si pudiera anclarme a él. Su cuerpo queda tan cerca del mío que siento su calor subir por mi columna como una descarga.
—No deberías jugar con fuego —murmura, con la voz áspera por algo más que palabras.
Su mirada se clava en la mía. No me aparto.
—No estaría aquí si no supiera apagar incendios.
Sonríe, ladeando los labios con esa expresión suya entre lujuria y diversión, y me acaricia la mejilla con el dorso de los dedos. La caricia es suave, casi tierna. Me habla al oído, su voz es un soplo caliente contra mi piel:
—Hay un nuevo prototipo. Un avión. Tecnología limpia, más rápida, más eficiente. Si lo sacamos antes que Collins, nos quedamos con el mercado. Pero…
—¿Pero?
—Necesitamos una licencia especial para fabricarlo. Y el gobierno… no quiere soltarla.
—¿Por qué?
—Porque el Grupo Collins mete presión desde arriba. Política sucia. Tienen los contactos, el dinero, la influencia. Nos están saboteando. Nos quieren fuera de juego.
Mis ojos se clavan en los suyos, buscando la mentira, la omisión. Pero esta vez, todo parece encajar. Doy un paso atrás, apartándome de su contacto. Necesito pensar. Controlar.
Camino hasta la ventana, dejo que el silencio se alargue mientras observo la ciudad. El poder. Las jugadas. Las traiciones. Todo está ahí, esperándome. Luego me giro. Mi voz no tiembla. Nunca lo hace.
—Voy a conseguir esa licencia.
Dick frunce el ceño. No le gusta lo que viene.
—¿Cómo?
—Casándome con Matthew Darcy.
El aire cambia. Se vuelve más denso. Dick parpadea, perplejo, como si no hubiera oído bien. Su cuerpo se tensa. La incredulidad le recorre el rostro.
—¿Qué…? —da un paso hacia mí, lento, como si necesitara confirmarlo—. ¿Con él? ¿Por qué con él?
Me mantengo firme. No me muevo ni un centímetro. Lo dejo venir.
—Si lo que quieres es fastidiar a Robert… yo soy el mejor candidato. Me odia, tú lo sabes. ¿Por qué no te casas conmigo?
Me toma del rostro, sus dedos en mi mandíbula, en mi piel. Su mirada es otra. Ya no hay juego. No hay burla. Solo algo feroz. Dolido. Verdadero. Nos miramos en silencio. Sus labios están a un suspiro, pero no digo nada. Y en ese instante, en ese maldito instante suspendido, no sé si quiero besarlo... o romperle el corazón.