Soy Clara, una recién graduada con la cabeza llena de sueños y la necesidad urgente de encontrar un trabajo. Jamás imaginé que mi torpe currículum me llevaría a convertirme en la asistente personal de Maximiliano, un CEO joven y endiabladamente atractivo que parece vivir en otro planeta, uno lleno de trajes caros y reuniones importantes. Desde el primer momento en que nuestros ojos se cruzaron en esa fría sala de juntas, sentí una punzada extraña, algo que intenté ignorar bajo la excusa del nerviosismo por la entrevista, pero la verdad es que desde ese momento me sentí Hechizada por ese magnate que tenía en frente.
Leer másiba subiendo ese alto edificio, cuando el ascensor pitó con ese sonidito fastidioso justo cuando más nerviosa estaba. Agarré mi cartera de imitación de cuero como si fuera mi salvavidas mientras me ahogaba en mis miedos. Piso veintisiete. he llegado al mismísimo Monte Olimpo de Maximiliano Ferrer el Dios de los negocios. Su nombre sonaba tan importante en los correos que me había mandado su secretaria, como si fuera un dios griego o algo parecido. Ahora, ese nombre retumbaba en mi cabeza mientras las puertas del ascensor se abrían con un suspiro dramático.
El aire aquí era otro nivel. Olía a perfume caro, de esos que seguro valen más que uno de mis alquileres del mes, y todo estaba en tal silencio que casi creí estar entrando en la escena de una película. La alfombra gris era tan suave que mis zapatos de batalla parecían flotar mientras caminaba hacia el escritorio de una Barbie humana vestida de punta en blanco. Cuando digo que es una Barbie humana es porque se parece mucho a una, cabello Rubio, ojos verdes, piel perfectamente bronceada. La Barbie Levantó la mirada de su laptop con una sonrisita que sin duda tuvo que practicar muchas veces mientras miraba algun catálogo o la película de legalmente rubia. -Señorita Clara Vargas, ¿es usted o me equivoco? El señor Ferrer la espera en su oficina. Adelante.- Me dijo señalando la puerta a su espalda, sin siquiera esperar una respuesta de mi parte. Su voz era tan fría como un cubito de hielo. Tragué grueso y asentí, sintiendo cómo la ansiedad me hacía un nudo en el estómago. ¿Por qué tenía mi mente que hacerme esta jugada en este momento tan importante para mí? Estaba Rogando a todos los dioses, si existían, que no me vomitara cuando ese señor estuviera entrevistándome. -Tu puedes- me repetía en mi mente, dándome palmaditas imaginarias y animándome para no meter la pata y ver irse por la borda esta oportunidad de oro que se me presentaba. Empujé la puerta de madera oscura que me señaló la rubia, medía casi dos metros aunque no pesaba mucho para su altura, y entré decidida a quedarme con el empleo. La oficina era de otro mundo. Un ventanal gigante mostraba Caracas a mis pies, literalmente podía ver a las personas como si fueran hormigas, moviéndose rápido en esta ajetreada ciudad, y el Ávila, imponente como siempre, era quien se llevaba todo el protagonismo en esta poética vista. La oficina era blanca y tenía un escritorio de madera brillante que parecía no tener fin y el silencio en este espacio parecía ser casi sagrado. Y ahí estaba él. De espaldas a la ventana, la luz del atardecer lo envolvía como en una película. Alto, músculo, con una apariencia de modelo de revista y una vibra de "Tengo el mundo a mis pies" que se sentía en el aire. Se giró despacio, y por primera vez, sus ojos oscuros se clavaron en mí. ¡Dios mío! todo en él estaba perfectamente combinado, sus ojos y su cabello, su nariz y mentón, sus labios... Puedo jurar que en ese momento, todo se quedó en pausa. Realmente no sé cuánto duró esa mirada entre ambos, pero sentí una cosa rara en el pecho, como una chispa que encendía algo que no sabía que existía y el corazón sentía que saldría disparado por el ventanal que hace unos segundos Maximiliano estaba mirando. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, como si mi vida normal y caótica en Caracas estuviera a punto de dar un giro de 180 grados todo por estar bajo el hechizo de un magnate.El día de nuestra boda amaneció con una luz dorada que se filtraba por las ventanas, como si el propio sol quisiera celebrar nuestro nuevo comienzo. Fue una ceremonia sencilla, íntima, rodeada de las personas que amábamos. Sentí una punzada especial de emoción al ver a mis padres llegar desde Venezuela, la noche anterior, sus rostros llenos de alegría y un palpable alivio. Elena, la madre de Max, me abrazó con calidez, sus ojos brillando de felicidad por nosotros. Andrés, el hermano de Max, me dio un fuerte apretón de manos, con una sonrisa sincera. Hasta la Barbie humana que también se había convertido en mi amiga había viajado. Mateo, vestido con un pequeño traje que le quedaba un poco grande, caminó torpemente por el pasillo, llevando los anillos con una seriedad adorable.Cuando Max me esperó al final del altar, su sonrisa borró cualquier vestigio de las sombras que una vez nos habían rodeado. Sus ojos, llenos de un amor profundo y sincero, eran mi refugio, mi certeza en un mundo
La mañana en que Mateo llegó a casa se sintió como el amanecer de un día largamente esperado. Era un pequeño torbellino de energía de apenas dos años, con unos ojos que absorbían cada detalle del nuevo mundo que se abría ante él. Max se acercó a él con una ternura que me conmovió, hablándole en un tono suave y lleno de promesas silenciosas. Yo me agaché lentamente, ofreciéndole una sonrisa que esperaba fuera lo suficientemente cálida para disipar cualquier temor. Mateo me observó con curiosidad antes de volver a aferrarse a la pierna de su tía, su pequeño santuario seguro.Los primeros días fueron una danza lenta de adaptación. Mateo exploraba cada rincón de la casa con una determinación infantil, mientras Max y yo aprendíamos a descifrar su lenguaje de balbuceos y gestos. Lentamente, la timidez de Mateo comenzó a desvanecerse, reemplazada por risitas contagiosas y la necesidad constante de tener a Max cerca. Yo encontraba pequeños momentos para conectar con él, descubriendo la fascin
Las semanas pasaban lentas, como si el tiempo también necesitara recuperarse del shock. Aquí en Nueva York, el juicio de Sofía por mi secuestro avanzaba. Max estaba ahí en cada audiencia, con esa cara de querer arrancarle los ojos cada vez que ella abría la boca para negar lo evidente. Su abogada intentaba pintarla como una mujer dolida, fuera de sí por el despecho, pero la fiscal tenía las pruebas, mi testimonio, y el recuerdo fresco de mi terror en ese maldito almacén.Un día, volviendo del hospital después de una de mis sesiones de terapia, Max me esperaba con una noticia en la mirada.—Clara —dijo, tomando mis manos—, hoy hubo veredicto. Culpable.Un peso enorme se me quitó de encima. Culpable. Por fin.—¿Y cuánto...? —alcancé a preguntar.—Van a dictar sentencia en unas semanas, pero el fiscal pidió la pena máxima por secuestro agravado. Va a pagar por lo que hizo, mi amor.Sentí un escalofrío, pero esta vez no era de miedo. Era... justicia.En cuanto al caso de Ricardo en Venezu
El abrazo de Maximiliano fue mi ancla, la cuerda que me trajo de vuelta de ese maldito agujero oscuro. Pero las secuelas... uff, esas se pegan fuerte, frías y fastidiosas. Este hospital en Nueva York se convirtió en mi refugio temporal. Los médicos revisaron los moretones, el cansancio que me hacía sentir pesada, pero los dos sabíamos que las verdaderas heridas estaban por dentro, invisibles pero punzantes.Max no se movió de mi lado, el pobre. Dormía hecho un ovillo en una silla incómoda. Una madrugada, lo vi despertarse sobresaltado, con el ceño fruncido.—¿Pesadilla? —le susurré, con la voz todavía un poco áspera— Él asintió, tomando mi mano. —Soñé que te perdía de nuevo, Clara. Que volvía a ese almacén y no estabas— Lo abracé con fuerza. —Estoy aquí, Max. Contigo.Al día siguiente vino la psicóloga, una mujer con una voz tranquila que me hacía sentir un poquito menos rota. Después de un rato de hablar, me preguntó directamente:—Clara, ¿cómo te sientes respecto a Sofía ahora?Su
El eco helado de la confesión de Sofía se aferraba a mí, tan tangible como el frío húmedo del almacén. "Tal vez necesité darle un pequeño empujón...". La imagen de Ricardo cayendo desde la azotea, una imagen que siempre había estado envuelta en la neblina del suicidio, ahora se teñía de una oscuridad siniestra. Sofía... ella lo había hecho. Y ahora, yo era un simple peón en su retorcido juego de venganza contra Maximiliano.Las horas se habían estirado hasta convertirse en una eternidad silenciosa, rota solo por el latido frenético de mi propio corazón y el lejano susurro del viento colándose por las rendijas de las paredes tapiadas. Después de la explosión de rabia de Sofía, me había dejado sola de nuevo en la pequeña oficina, la puerta cerrada con llave, la oscuridad como un manto opresivo que parecía sofocar cualquier atisbo de esperanza.Intenté mantenerme alerta, cada sentido agudizado por la adrenalina y el miedo. Cada crujido del metal, cada golpe sordo en la distancia, me ha
El almacén era un laberinto oscuro y frío, un vientre de sombras danzantes donde mis sollozos parecían rebotar y multiplicarse, haciéndome sentir aún más sola y miserable. Javier me había empujado a una pequeña oficina que olía a polvo rancio y olvido, la puerta cerrándose tras de mí con un golpe seco que resonó como el cierre de una tumba.Intenté incorporarme, pero mis piernas se negaron a sostenerme, temblando como hojas en una tormenta. El dolor en mi mejilla, era un latido constante y punzante, era el recuerdo físico y brutal de la bofetada de Sofía. Me acurruqué en la esquina más alejada de la puerta, abrazándome con fuerza, buscando desesperadamente un poco de calor en este lugar donde la frialdad parecía emanar de las propias paredes.¿Qué era lo que Sofía realmente quería? ¿Solo verme sufrir? Sus ojos inyectados en odio, sus palabras como astillas de hielo clavándose en mi piel, no presagiaban nada bueno. Lo fácil que había sido engañarme, mi propia ingenuidad y caer en su tr
Último capítulo