El día de nuestra boda amaneció con una luz dorada que se filtraba por las ventanas, como si el propio sol quisiera celebrar nuestro nuevo comienzo. Fue una ceremonia sencilla, íntima, rodeada de las personas que amábamos. Sentí una punzada especial de emoción al ver a mis padres llegar desde Venezuela, la noche anterior, sus rostros llenos de alegría y un palpable alivio. Elena, la madre de Max, me abrazó con calidez, sus ojos brillando de felicidad por nosotros. Andrés, el hermano de Max, me dio un fuerte apretón de manos, con una sonrisa sincera. Hasta la Barbie humana que también se había convertido en mi amiga había viajado. Mateo, vestido con un pequeño traje que le quedaba un poco grande, caminó torpemente por el pasillo, llevando los anillos con una seriedad adorable.
Cuando Max me esperó al final del altar, su sonrisa borró cualquier vestigio de las sombras que una vez nos habían rodeado. Sus ojos, llenos de un amor profundo y sincero, eran mi refugio, mi certeza en un mundo