Las semanas pasaban lentas, como si el tiempo también necesitara recuperarse del shock. Aquí en Nueva York, el juicio de Sofía por mi secuestro avanzaba. Max estaba ahí en cada audiencia, con esa cara de querer arrancarle los ojos cada vez que ella abría la boca para negar lo evidente. Su abogada intentaba pintarla como una mujer dolida, fuera de sí por el despecho, pero la fiscal tenía las pruebas, mi testimonio, y el recuerdo fresco de mi terror en ese maldito almacén.
Un día, volviendo del hospital después de una de mis sesiones de terapia, Max me esperaba con una noticia en la mirada.
—Clara —dijo, tomando mis manos—, hoy hubo veredicto. Culpable.
Un peso enorme se me quitó de encima. Culpable. Por fin.
—¿Y cuánto...? —alcancé a preguntar.
—Van a dictar sentencia en unas semanas, pero el fiscal pidió la pena máxima por secuestro agravado. Va a pagar por lo que hizo, mi amor.
Sentí un escalofrío, pero esta vez no era de miedo. Era... justicia.
En cuanto al caso de Ricardo en Venezu