La mañana en que Mateo llegó a casa se sintió como el amanecer de un día largamente esperado. Era un pequeño torbellino de energía de apenas dos años, con unos ojos que absorbían cada detalle del nuevo mundo que se abría ante él. Max se acercó a él con una ternura que me conmovió, hablándole en un tono suave y lleno de promesas silenciosas. Yo me agaché lentamente, ofreciéndole una sonrisa que esperaba fuera lo suficientemente cálida para disipar cualquier temor. Mateo me observó con curiosidad antes de volver a aferrarse a la pierna de su tía, su pequeño santuario seguro.
Los primeros días fueron una danza lenta de adaptación. Mateo exploraba cada rincón de la casa con una determinación infantil, mientras Max y yo aprendíamos a descifrar su lenguaje de balbuceos y gestos. Lentamente, la timidez de Mateo comenzó a desvanecerse, reemplazada por risitas contagiosas y la necesidad constante de tener a Max cerca. Yo encontraba pequeños momentos para conectar con él, descubriendo la fascin