El vestido negro del fondo del armario resultó ser mi comodín de la noche. Chicas de todo el mundo, el vestido negro, nunca falla, sencillito pero con su toque elegante, y lo suficientemente cómodo para no sentirme disfrazada entre gente importante. Cuando el carrazo negro de Maximiliano me recogió, me sentí un poco como una espía en una película, lista para descifrar códigos y tomar notas mentales.
Al llegar a "Le Gourmet", el ambiente era sofisticado pero relajado, justo como el jefe había pedido. Nos recibieron con reverencias y nos guiaron a una mesa discreta, perfecta para cuchichear sin que nadie oyera. Los dos CEOs extranjeros eran tipos interesantes. El francés, Monsieur Dubois, era un señor como de sesenta, con el pelo blanco peinado hacia atrás con mucha clase, cara flaca y unos ojos azules que te miraban con inteligencia. Vestía un traje impecable y olía a perfume caro, como a madera dulce, era mayor pero muy apuesto debo decir. Mr. Harrison, por su parte era más joven, rozando los cincuenta, más robusto y con la cara sonrojada, pero con unos ojos verdes súper amables y un traje gris que le quedaba como un guante. Los dos hablaban español decente, pero con unos acentos que me hacían sentir que estaba viendo una película europea subtitulada. Maximiliano, de punta en blanco en su traje oscuro, me presentó como -"mi asistente personal, Clara Vargas, quien además tiene un cerebro privilegiado para los negocios"- Sentí que mi ego se inflaba un poquito. Noté cómo el jefe me echaba unas miraditas de reojo mientras hablaba, con una intensidad diferente a la de siempre. Una mirada que se quedaba pegada un segundo más de lo necesario en mi vestido, haciéndome sentir una cosquilla extraña en el estómago y más abajo también. La cena fue una mezcla de comida deliciosa y conversaciones sobre plata, mercados y la economía latina. Yo trataba de poner cara de que entendía todo, asintiendo en los momentos clave y rezando para no meter la pata. Sentí la mirada del jefe varias veces durante la noche, una inspección silenciosa que me ponía un poquito nerviosa pero, admitámoslo, también me hacía sentir… observada de una manera… interesante y me hacia pensar cosas que no debía. En una de esas, el francés mencionó algo sobre unas leyes de importación que le arrugaron el ceño al jefe. Empezó a responder a la defensiva, como un gato acorralado. Ahí fue cuando mi cerebro de economista de la UCV hizo ¡clic! Recordé un artículo reciente sobre ese tema. Con un poquito de pena, pero segura de lo que sabía, interrumpí la charla. -Disculpe, Monsieur Dubois, señor Ferrer. Si me permite decir algo, creo que la nueva ley a la que se refiere Monsieur Dubois, la que salió hace poquito, tiene una excepción para las empresas con acuerdos a largo plazo, como el que están hablando ustedes.- les dije mostrando el artículo que llevaba casualmente en mi teléfono. Los tres se quedaron callados, mirándome fijamente. Sentí todas las miradas en mí. La cara del jefe era un acertijo. Monsieur Dubois fue el primero en reaccionar. Se le iluminó la cara con una sonrisa. -¡Ah, formidable, Mademoiselle Clara! No estaba al tanto de esa modificación tan reciente. Señor Ferrer, ¡qué asistente tan… pilas tiene usted! El inglés asintió, con sus ojos verdes brillando con aprobación. Maximiliano al fin sonrió un poquito, una sonrisa rara que no le llegaba a sus ojos oscuros, pero al menos era una sonrisa. Mientras volvía a mirarme, susurró casi inaudiblemente: -Estás… bien guapa esta noche, Clara- Un cumplido inesperado que me hizo sentir un calorcito en las mejillas, está bien… en todo el cuerpo. -Efectivamente, Clara está muy al día en estos temas. Gracias por la aclaración- agregó mi jefe a nuestros compañeros de cena. El resto de la cena fue más relajada, con el francés y el inglés preguntándole más cosas al jefe, pero ahora con un respeto extra gracias a mi intervención. Sentí una pequeña victoria. ¡A lo mejor no era solo una cara bonita (y eficiente) después de todo! Las miradas del jefe continuaron durante la cena, algunas más intensas de lo normal, como si estuviera tratando de descifrarme. Al final de la noche, después del postre y el café, cuando nos despedíamos en la puerta, el francés se me acercó con una sonrisa encantadora. -Mademoiselle Clara, ha sido un placer conocerla. Es usted una mujer muy inteligente y… Hermosa sin duda. Si alguna vez está en París… me encantaría mostrarle la ciudad. O quizás si gusta podríamos tomar un último digestivo en un lugar más… íntimo.- me sugirió. Sentí que se me subían los colores un poquito ante la invitación tan directa. Antes de que pudiera soltar alguna respuesta ingeniosa, la mano del jefe se posó en mi espalda baja, justo donde terminaba mi vestido. Un toque firme y… como quien está marcando territorio. -Monsieur Dubois, Clara es mi asistente y está muy ocupada con mis asuntos. Le agradezco su invitación, pero dudo que tenga tiempo libre en el futuro cercano. ¿Verdad, Clara? - Su tono, aunque educado, tenía un filo frío que no le había escuchado en toda la noche. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos, y por un instante, juraría que vi un chispazo de… ¿celos? ¡Ay, caramba! Asentí rapidísimo, sintiendo la presión de su mano en mi espalda. Esa onda posesiva del jefe me agarró desprevenida, pero también… despertó una curiosidad picarona en mí. ¿Qué le pasa a este hombre? -Así es, Monsieur Dubois. Mi agenda está… full. Pero muchas gracias por la invitación.- alcance a decir. Monsieur Dubois pareció entender la indirecta (o la directa). Sonrió con cortesía y se despidió de los dos. El inglés hizo lo mismo con su sonrisa amable. Una vez que los socios extranjeros se fueron en su carro, Maximiliano quitó su mano de mi espalda, pero la tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo. Me miró con una intensidad que me dejó sin aire. -Clara, la próxima vez, sea más… discreta con las invitaciones. Usted trabaja para mí. ¿Entendido? - Su mirada recorrió mi figura de arriba abajo antes de volver a mis ojos, con una intensidad que me hizo sentir un calorcito extra en las mejillas. Se acercó un poco más, y con el dorso de su mano, me acarició suavemente la mejilla. Su tacto era… suave, inesperado. - Estás… bien linda esta noche, Clara. Su voz era un susurro grave, diferente al tono mandón de la oficina. Sus ojos oscuros se quedaron pegados a los míos, y por un segundo, sentí que iba a besarme. Sus ojos bajaron a mis labios, y su cara se inclinó un poquito. ¡Santo cielo! Mi corazón empezó a latir a mil. Pero justo cuando sus labios estaban a punto de rozar los míos, frenó en seco. Su cara cambió, volviendo a esa seriedad de jefe robot. Se enderezó, quitando su mano de mi mejilla como si le quemara. -Olvídelo. El coche la llevará a casa. Buenas noches, señorita Vargas. Se giró sobre sus talones y se marchó hacia su propio carro, dejándome ahí parada, con el corazón a galope y un montón de preguntas en mi cabeza. ¿Qué rayos acababa de pasar? ¿Ese casi beso? ¿Ese cambio de chip repentino? Una cosa era segura: esa cena de negocios había terminado de la forma más inesperada e interesante posible. Y sí, Maximiliano Ferrer definitivamente estaba empezando a… no sé, ¡a darme vueltas la cabeza!Llevaba todo el día con el recuerdo del casi beso del día anterior clavado en la mente. Era sábado uno de mis días libres y una y otra vez me imaginaba el tacto de sus labios, recordaba la intensidad de su mirada en la oficina vacía. Necesitaba desesperadamente sacudirme esa sensación, drenar la confusión y la extraña excitación antes de que mi cabeza explotara. Así que llamé a mi amiga Valeria. -¡Vale, amiga! ¿Estás libre para una noche de chicas? Necesito bailar hasta que se me olvide mi nombre… y quizás un par de caras- dije queriendo olvidar lo que pasó luego de la cena. -¡Obvio, Clari! Pero ¿Qué te picó? ¿El príncipe azul resultó ser un sapo con corbata? - Su tono era pura curiosidad juguetona. -Algo así… digamos que el ambiente laboral se puso un poquito… no, demasiado personal. Necesito un respiro urgente. Quedamos en "Euphoria", una disco de esas con luces de neón que te hacen sentir que estás dentro de un videojuego ochentero. Es una de las más exclusivas de la ciudad
Maximiliano El sábado amaneció con la persistente imagen de los ojos de Clara grabada en mi mente. No eran los ojos de mi asistente, eficiente y obediente. Eran los ojos de la mujer que, por un instante fugaz al final de la cena en "Le Gourmet", creí que iba a besar. ¿Por qué no lo hice? El impulso había sido tan fuerte, la cercanía tan palpable... pero la sombra de Ricardo siempre estaba ahí, recordándome que la felicidad era un lujo que no merecía. Su rostro sonriente, la culpa punzante en mi pecho... un recordatorio constante de que yo, indirectamente, había causado su muerte en ese maldito accidente. ¿Cómo podía permitirme la alegría después de eso? Pasé el día en la penumbra de mi apartamento, repasando una y otra vez ese instante en el restaurante. Su mejilla suave bajo mis dedos, su aliento cálido tan cerca... sentí una conexión visceral, una chispa inesperada. Demasiado inesperada. Mi mente gritaba advertencias. Clara era mi empleada. Y yo... yo no podía ofrecerle nada más
El cuero negro de los asientos del coche de Maximiliano olía a nuevo, a caro. Un silencio cómodo se instaló entre nosotros al dejar atrás el bullicio de "Euphoria". Miraba las luces de la ciudad pasar como estrellas fugaces, tratando de ordenar el torbellino de emociones que Maximiliano Ferrer lograba despertar en mí con tan solo una mirada. -Gracias por llevarme - dije, rompiendo el silencio. -No es nada, Clara. Era lo menos que podía hacer después de… esa situación. Su voz grave tenía un tono diferente al de la oficina, más suave, casi… íntimo. Lo miré de reojo. Sus ojos estaban fijos en la carretera, la luz de los faros iluminando sus facciones marcadas. Después de unos minutos, fruncí el ceño. Las luces que pasaban por la ventana no me resultaban familiares. -Disculpa, Maximiliano… creo que esta no es la dirección a mi casa. Él asintió, sin apartar la vista de la carretera. Volvió la mirada hacia mí por un instante, y en sus labios se dibujó esa pequeña sonrisa, esa que siem
El beso se rompió lentamente, dejando un silencio cargado de respiraciones agitadas y miradas intensas bajo el cielo estrellado de Caracas. Mis labios hormigueaban y la sensación del tacto de Maximiliano en mis mejillas parecía quemar mi piel. El mundo se había reducido a nosotros dos, suspendidos en ese instante robado al borde de la ciudad. Justo cuando iba a decir algo, a intentar descifrar el torbellino de emociones que veía en sus ojos oscuros, su teléfono comenzó a sonar en el bolsillo de su pantalón. El sonido agudo rompió la magia del momento, devolviéndonos bruscamente a la realidad. Maximiliano frunció el ceño, como si la llamada fuera una intrusión molesta. Sacó el teléfono y miró la pantalla. Su expresión cambió, volviéndose tensa, casi preocupada. -Disculpa - murmuró, con la voz aún áspera por el beso. Se giró un poco, apartándose de mí para contestar. -¿Sofía? ¿Pasó algo?- pregunto un poco nervioso. Su tono, aunque bajo para que no escuchara bien, sonaba… cargado de
La llamada había dejado un poso de incomodidad en el aire. La preocupación en el rostro de Maximiliano al hablar con Sofía, la forma en que había evitado mis ojos al colgar… todo contribuía a que una punzante duda se instalara en mi mente. ¿Acaso me está convirtiendo en "la otra"? ¿Será Sofía a razón detrás de su aparente reticencia a involucrarse emocionalmente? El beso apasionado de hacía unos minutos comenzaba a sentirse ahora como un error, una transgresión impulsiva que quizás solo había significado algo para mí. -¿Podemos irnos, Maximiliano? - dije, tratando de que mi voz sonara casual, aunque por dentro la ansiedad comenzaba a hacer mella. - Se está haciendo tarde. Él me miró, notando el cambio en mi tono. Su ceño se frunció ligeramente, como si intentara descifrar mi repentina distancia. -Claro, Clara. ¿Todo bien? ¿Te incómodé? No negué lo evidente, pero tampoco quería confesar mi creciente paranoia sobre Sofía. -Solo estoy cansada - mentí a medias, evitando su mirada m
El domingo había sido una especie de resaca emocional suave. Me la pasé dando vueltas en la cama, repasando el beso en el mirador, la llamada de Sofía, la confesión de Maximiliano sobre Mateo… Un torbellino de sensaciones y preguntas sin respuesta clara. ¿Significó algo ese beso para el? ¿cambiaría nuestra dinámica en la oficina? ¿qué papel jugaría Sofía en esto? La verdad es que no tenía ni la menor idea. Llegué a la oficina el lunes con una mezcla de nerviosismo y curiosidad. Intenté actuar normal, como si nada hubiera pasado el sábado por la noche, pero cada vez que Maximiliano estaba cerca, sentía una corriente eléctrica sutil en el aire. Nuestras miradas se cruzaban a veces, un instante fugaz cargado de algo indefinible. Él parecía igual de reservado que siempre, aunque notaba una… ¿suavidad? en sus ojos cuando me hablaba. Quizás era solo mi imaginación. La mañana transcurrió entre informes y llamadas, la rutina habitual intentando imponerse al caos interno. Hasta que, cerca de
Los días entre el lunes en la oficina y este jueves rumbo a Margarita habían pasado en una especie de limbo extraño. Maximiliano y yo mantuvimos una formalidad casi exagerada en el trabajo, como si el beso en el mirador y la conversación sobre Sofía nunca hubieran ocurrido. Sin embargo, sentía que había una tensión subyacente, una electricidad silenciosa que vibraba en el aire cada vez que estábamos cerca. Sus miradas a veces se detenían un segundo más de lo necesario, y había una ligera sonrisa en sus labios cuando me daba alguna instrucción. Yo, por mi parte, intentaba descifrar esas señales contradictorias mientras lidiaba con la emoción creciente por este viaje inesperado. Daniela, por supuesto, no había dejado de lanzarme miradas cómplices y preguntas insinuantes, alimentando aún más mi nerviosismo. Ahora estábamos aquí, en un lujoso jet privado rumbo a Margarita. Los asientos de cuero eran increíblemente cómodos y el silencio en la cabina era casi absoluto, solo interrumpido p
Después del almuerzo con los socios mexicanos, la tarde se deslizó entre reuniones y llamadas. El señor Mendoza, afortunadamente, mantuvo un comportamiento más profesional, aunque sus miradas ocasionales hacia mí seguían teniendo un brillo… particular. Maximiliano, por su parte, se mantuvo impecablemente correcto, casi distante, lo que me dejó un poco confundida. ¿El beso en el mirador y esa breve conexión durante el vuelo habían sido solo mi imaginación?Cuando terminamos con la última reunión del día, ya el sol comenzaba a teñir el cielo de tonos naranja y rosa. Sentía las piernas cansadas pero la cabeza llena de ideas y notas.-Clara, ¿te apetece tomar algo antes de cenar? Hay un bar por aquí cerca que tiene buenas vistas del atardecer. Y puedes bañarte en la playa si quieres. Sería una buena forma de desconectar un poco.La invitación de Maximiliano me tomó por sorpresa. Era la primera vez que me proponía algo así fuera del contexto estrictamente laboral.-Claro, señor Ferrer… Ma