Capítulo 5

El vestido negro del fondo del armario resultó ser mi comodín de la noche. Chicas de todo el mundo, el vestido negro, nunca falla, sencillito pero con su toque elegante, y lo suficientemente cómodo para no sentirme disfrazada entre gente importante. Cuando el carrazo negro de Maximiliano me recogió, me sentí un poco como una espía en una película, lista para descifrar códigos y tomar notas mentales.

Al llegar a "Le Gourmet", el ambiente era sofisticado pero relajado, justo como el jefe había pedido. Nos recibieron con reverencias y nos guiaron a una mesa discreta, perfecta para cuchichear sin que nadie oyera. Los dos CEOs extranjeros eran tipos interesantes. El francés, Monsieur Dubois, era un señor como de sesenta, con el pelo blanco peinado hacia atrás con mucha clase, cara flaca y unos ojos azules que te miraban con inteligencia. Vestía un traje impecable y olía a perfume caro, como a madera dulce, era mayor pero muy apuesto debo decir. Mr. Harrison, por su parte era más joven, rozando los cincuenta, más robusto y con la cara sonrojada, pero con unos ojos verdes súper amables y un traje gris que le quedaba como un guante. Los dos hablaban español decente, pero con unos acentos que me hacían sentir que estaba viendo una película europea subtitulada.

Maximiliano, de punta en blanco en su traje oscuro, me presentó como -"mi asistente personal, Clara Vargas, quien además tiene un cerebro privilegiado para los negocios"- Sentí que mi ego se inflaba un poquito. Noté cómo el jefe me echaba unas miraditas de reojo mientras hablaba, con una intensidad diferente a la de siempre. Una mirada que se quedaba pegada un segundo más de lo necesario en mi vestido, haciéndome sentir una cosquilla extraña en el estómago y más abajo también.

La cena fue una mezcla de comida deliciosa y conversaciones sobre plata, mercados y la economía latina. Yo trataba de poner cara de que entendía todo, asintiendo en los momentos clave y rezando para no meter la pata. Sentí la mirada del jefe varias veces durante la noche, una inspección silenciosa que me ponía un poquito nerviosa pero, admitámoslo, también me hacía sentir… observada de una manera… interesante y me hacia pensar cosas que no debía.

En una de esas, el francés mencionó algo sobre unas leyes de importación que le arrugaron el ceño al jefe. Empezó a responder a la defensiva, como un gato acorralado.

Ahí fue cuando mi cerebro de economista de la UCV hizo ¡clic! Recordé un artículo reciente sobre ese tema. Con un poquito de pena, pero segura de lo que sabía, interrumpí la charla.

-Disculpe, Monsieur Dubois, señor Ferrer. Si me permite decir algo, creo que la nueva ley a la que se refiere Monsieur Dubois, la que salió hace poquito, tiene una excepción para las empresas con acuerdos a largo plazo, como el que están hablando ustedes.- les dije mostrando el artículo que llevaba casualmente en mi teléfono.

Los tres se quedaron callados, mirándome fijamente. Sentí todas las miradas en mí. La cara del jefe era un acertijo.

Monsieur Dubois fue el primero en reaccionar. Se le iluminó la cara con una sonrisa.

-¡Ah, formidable, Mademoiselle Clara! No estaba al tanto de esa modificación tan reciente. Señor Ferrer, ¡qué asistente tan… pilas tiene usted!

El inglés asintió, con sus ojos verdes brillando con aprobación. Maximiliano al fin sonrió un poquito, una sonrisa rara que no le llegaba a sus ojos oscuros, pero al menos era una sonrisa. Mientras volvía a mirarme, susurró casi inaudiblemente:

-Estás… bien guapa esta noche, Clara- Un cumplido inesperado que me hizo sentir un calorcito en las mejillas, está bien… en todo el cuerpo.

-Efectivamente, Clara está muy al día en estos temas. Gracias por la aclaración- agregó mi jefe a nuestros compañeros de cena.

El resto de la cena fue más relajada, con el francés y el inglés preguntándole más cosas al jefe, pero ahora con un respeto extra gracias a mi intervención. Sentí una pequeña victoria. ¡A lo mejor no era solo una cara bonita (y eficiente) después de todo! Las miradas del jefe continuaron durante la cena, algunas más intensas de lo normal, como si estuviera tratando de descifrarme.

Al final de la noche, después del postre y el café, cuando nos despedíamos en la puerta, el francés se me acercó con una sonrisa encantadora.

-Mademoiselle Clara, ha sido un placer conocerla. Es usted una mujer muy inteligente y… Hermosa sin duda. Si alguna vez está en París… me encantaría mostrarle la ciudad. O quizás si gusta podríamos tomar un último digestivo en un lugar más… íntimo.- me sugirió.

Sentí que se me subían los colores un poquito ante la invitación tan directa. Antes de que pudiera soltar alguna respuesta ingeniosa, la mano del jefe se posó en mi espalda baja, justo donde terminaba mi vestido. Un toque firme y… como quien está marcando territorio.

-Monsieur Dubois, Clara es mi asistente y está muy ocupada con mis asuntos. Le agradezco su invitación, pero dudo que tenga tiempo libre en el futuro cercano. ¿Verdad, Clara? - Su tono, aunque educado, tenía un filo frío que no le había escuchado en toda la noche. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos, y por un instante, juraría que vi un chispazo de… ¿celos? ¡Ay, caramba!

Asentí rapidísimo, sintiendo la presión de su mano en mi espalda. Esa onda posesiva del jefe me agarró desprevenida, pero también… despertó una curiosidad picarona en mí. ¿Qué le pasa a este hombre?

-Así es, Monsieur Dubois. Mi agenda está… full. Pero muchas gracias por la invitación.- alcance a decir.

Monsieur Dubois pareció entender la indirecta (o la directa). Sonrió con cortesía y se despidió de los dos. El inglés hizo lo mismo con su sonrisa amable.

Una vez que los socios extranjeros se fueron en su carro, Maximiliano quitó su mano de mi espalda, pero la tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo. Me miró con una intensidad que me dejó sin aire.

-Clara, la próxima vez, sea más… discreta con las invitaciones. Usted trabaja para mí. ¿Entendido? - Su mirada recorrió mi figura de arriba abajo antes de volver a mis ojos, con una intensidad que me hizo sentir un calorcito extra en las mejillas. Se acercó un poco más, y con el dorso de su mano, me acarició suavemente la mejilla. Su tacto era… suave, inesperado.

- Estás… bien linda esta noche, Clara. Su voz era un susurro grave, diferente al tono mandón de la oficina. Sus ojos oscuros se quedaron pegados a los míos, y por un segundo, sentí que iba a besarme. Sus ojos bajaron a mis labios, y su cara se inclinó un poquito. ¡Santo cielo! Mi corazón empezó a latir a mil.

Pero justo cuando sus labios estaban a punto de rozar los míos, frenó en seco. Su cara cambió, volviendo a esa seriedad de jefe robot. Se enderezó, quitando su mano de mi mejilla como si le quemara.

-Olvídelo. El coche la llevará a casa. Buenas noches, señorita Vargas.

Se giró sobre sus talones y se marchó hacia su propio carro, dejándome ahí parada, con el corazón a galope y un montón de preguntas en mi cabeza. ¿Qué rayos acababa de pasar? ¿Ese casi beso? ¿Ese cambio de chip repentino? Una cosa era segura: esa cena de negocios había terminado de la forma más inesperada e interesante posible. Y sí, Maximiliano Ferrer definitivamente estaba empezando a… no sé, ¡a darme vueltas la cabeza!

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