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Capítulo II: El precio de la libertad.

La sala de reuniones era un lugar frío, hecho de cristal y metal. Un ambiente perfecto para terminar una mentira de cinco años. Abigaíl entró primero. Había trabajado duro en su aspecto. Llevaba un traje de sastre negro, con cortes precisos que no mostraban nada, pero gritaban poder. Su nuevo pelo castaño caía liso, y sus ojos, que ya no tenían lágrimas, tenían una dureza que era nueva para ella.

Cuando Arthur entró con su abogado, Abigaíl no parpadeó. Él se veía mal. Su rostro estaba pálido y sus hombros caídos por la preocupación, el miedo de su abuelo y la rabia que sentía por la huida de Abigaíl. Intentó verla a los ojos, pero ella solo miraba el cristal de la mesa, como si él fuera invisible.

—Buenos días —dijo el abogado de Arthur con voz tensa.

—No necesitamos formalidades —Estela, la abogada y hermana de Abigaíl, fue directa. —Mi clienta solo necesita la firma del divorcio. Todo está en la mesa.

Arthur, al escuchar la voz fría de Abigaíl a través de su hermana, intentó hablar.

—Abigaíl, por favor, solo escúchame un momento. Sé que estás herida. Podemos hablar esto. ¡Tú eres mi esposa! —La última frase la dijo con una posesión enfermiza.

Estela le lanzó una mirada que lo hizo callar. Rafael, el otro abogado, empujó los documentos hacia él.

—Mi clienta no quiere hablar, Sr. Briston. Solo quiere su libertad. Rápido y en secreto. Si firma, todo termina hoy.

Arthur se apoyó en la mesa, su orgullo herido y su sentido de propiedad atacado. La firma de ese papel significaba que perdía su última herramienta de presión para el puesto de presidente.

—No voy a firmar. Ella es mi esposa, y seguirá siéndolo. Un papel no cambia cinco años. Ella es mi esposa y lo seguirá siendo —dijo Arthur con firmeza, mirando a Abigaíl para ver alguna reacción, pero ella seguía como una estatua.

Estela sonrió con frialdad. Sacó un móvil y se lo entregó a Rafael.

—Una lástima. Entonces, haremos esto más formal.

Rafael encendió el móvil y el silencio de la sala se rompió con un sonido fuerte. Al principio era una voz, la voz de Arthur, riendo. Luego, vino lo terrible: gemidos de mujer, seguidos de la voz de Arthur, diciendo cosas muy privadas, con la amante.

El sonido era desagradable, obsceno y muy claro. La cara de Arthur se puso roja.

—¡Apague eso! —gritó el abogado de Arthur.

Pero Abigaíl, por fin, miró a su esposo con una sonrisa que no tenía nada de felicidad.

—Eso que está escuchando —dijo Abigaíl, por primera vez, y su voz era más dura que el cristal—, es la prueba de su traición. Hay más, Arthur. Muchos más archivos que confirman que usted usó mi apellido y mi dolor para su propio beneficio. ¿Quiere que esto se haga público ante el abuelo Briston?

Arthur entendió la amenaza, pero se negó a ceder. No le importaba el divorcio, sino que su abuelo escuchara la cinta. Él siempre creyó que su voluntad era superior.

—No me importa lo que tengas. No firmaré. Puedes quedarte con todo, pero tú sigues siendo mía —dijo Arthur, lleno de una rabia infantil.

En ese momento, el móvil de Arthur sonó con la melodía reservada solo para una persona: su abuelo, Roberto Briston. Arthur se puso pálido.

—Disculpen —murmuró Arthur, saliendo de la sala para contestar la llamada.

La conversación fue corta, pero demoledora. Se escuchó el grito seco del abuelo al otro lado, una orden que no aceptaba excusas, y que terminaba con una frase terrible: "Más te vale que firmes ese papel, o perderás todo".

Arthur regresó a la sala con la cabeza gacha, su arrogancia completamente destruida.

—Firmo —murmuró Arthur. Sin orgullo, tomó el bolígrafo y firmó con rabia.

Rafael cerró la carpeta con una satisfacción oculta.

—Excelente. Mi clienta, por su parte, renuncia a cualquier derecho sobre sus bienes. Ella solo quiere su apellido de vuelta.

Arthur, humillado y pensando en el abuelo, hizo un gesto con la cabeza.

—No. Yo la indemnizaré. Es mi decisión —dijo con la garganta seca, tratando de recuperar un poco de su dignidad. —Veinticinco mil dólares por cada año de matrimonio. Cinco años. Es un total de $125,000.

Abigaíl se encogió de hombros, como si el dinero no importara. Era un gesto final de desprecio.

La reunión terminó rápido. Abigaíl, Estela y Rafael salieron primero. Arthur intentó seguirlos.

—Abigaíl, espera. Quiero hablar contigo. Por favor... —intentó agarrarle el brazo en el pasillo, pero ella fue más rápida.

Abigaíl se detuvo y se giró. Su mirada era como el acero. Arthur vio de nuevo a la chica que había conocido en la universidad, la que había golpeado a un desconocido. Pero esta vez, no había vergüenza.

Con una precisión aprendida, y sin soltar su bolso, Abigaíl lanzó su pie y lo golpeó justo en el mismo lugar que hacía cinco años, en un fuerte y seco golpe.

Arthur se dobló de dolor, sin poder gritar. Estela y Rafael se quedaron quietos, mirando.

Abigaíl se acercó a su oído, y le habló con una voz baja y helada.

—La primera vez, pensé que eras un depravado, y pedí disculpas. Hoy sé que eres mucho peor, Arthur. En estos días, descubrí toda tu basura, más allá de la secretaria. Así que escucha bien: me dejas en paz. No me vuelves a buscar. Si quieres seguir en la línea de herederos de tu abuelo, más te vale que te olvides de mi existencia.

Arthur, sin poder levantarse, la miró con los ojos llenos de lágrimas de rabia y gritó, con la poca voz que le quedaba.

—¡Un papel no cambia nada, Abigaíl! ¡Sigues siendo mía! ¡Mía!

Abigaíl no lo escuchó. Se alejó, con la espalda recta y el mentón en alto, como una dama que acababa de terminar un paseo agradable. Arthur se quedó solo, en el pasillo, humillado y destrozado, sabiendo que acababa de perder mucho más que una esposa.

— Esto no quedará así, Abigaíl, te prometo que no quedará así. – dijo más para sí mismo, una promesa para sí mismo.

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