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Capítulo I: Verdades que Duelen.

—Llegué. Dime, ¿qué hacemos? ¿Por qué tanto misterio? —Estela entró al hospital, nerviosa. Una chica la agarró del brazo en un pasillo y Estela entendió todo.

—Te vestirás de enfermera y me sacarás de aquí —la voz de Abigaíl era fuerte, sin la debilidad de antes.

Estela obedeció. El miedo se convirtió en asombro por la calma de su hermana. Se puso el uniforme y entró a la habitación con una silla de ruedas. Le dio mucha pena ver a Abigaíl: pálida, con la cara hinchada, pero fingiendo estar con Arthur, el mentiroso que la había engañado. Siguió las instrucciones del médico, diciendo que tenían que hacer unos exámenes urgentes, y salieron.

Apenas las puertas del ascensor se cerraron, las hermanas se abrazaron fuerte. Era una reconciliación por el dolor. Se quitaron los disfraces y salieron del hospital, subiendo a un coche alquilado que las llevaría lejos.

—¿Qué pasa? ¿Qué es todo esto? —Estela conducía, muy tensa. —Aby, tienes que decirme a dónde vamos.

Abigaíl le pidió que parara. Se miraron. Estela vio la oscuridad en los ojos de su hermana.

—Estás muy guapa, pero sé que algo pasó. Dime. Te juro que te escucharé.

Abigaíl asintió y, con lágrimas que ahora eran de rabia, no de pena, le dijo:

—Perdí a mi bebé.

Estela rompió a llorar, y se abrazaron de nuevo, encontrando consuelo. Abigaíl se dio cuenta de que había perdido su vida por un matrimonio que no valía nada.

Arthur, mientras tanto, caminaba como un loco en su oficina. Exigía ver a su esposa, pero ella se había esfumado. Había sacado el dinero de su cuenta, había dejado el coche en un supermercado y su móvil estaba apagado. Ella iba un paso adelante. Su noche no podía ir peor. No entendía cómo su "tonta esposa" lo había dejado con tanta calma, justo después de perder al hijo, que era su pase para ser presidente de la empresa.

—Hijo, hijo mío, ¿Cómo estás?—escuchó la voz suave de su madre al entrar. Ella solo se preocupaba por él.

—¡Estoy mal! ¡Abigaíl perdió a nuestro hijo, y se fue! —Arthur se calló al ver entrar a su abuelo y a Joe.

—¿Y ella? —preguntó el abuelo Briston, el jefe de la familia, con su bastón de diamante. —¿Dónde está tu mujer? ¿Por qué estaba manejando de noche, embarazada?

Cada pregunta del anciano golpeaba a Arthur. Él no sabía qué hacer.

—No sé. Ella no me había dicho que esperábamos un bebé —respondió como un niño regañado.

—¿Por qué conducía a esas horas, sola? —el abuelo se acercó. —Estabas tan ocupado con tu amante que ni te diste cuenta de tu esposa.

La frase fue demoledora. Arthur agachó la cabeza. Joe, que disimulaba su interés, casi sonríe. El abuelo se fue. Arthur, lleno de rabia, se dio cuenta de que su ascenso no era seguro. La huida de su esposa lo complicaba todo. Dio órdenes a sus guardias: debían traer a Abigaíl de vuelta, como fuera.

Lo que él no sabía es que Estela había comprado a esos guardias. Ella había aprovechado un error de seguridad y había sacado algo muy valioso: videos y audios. La prueba de la traición.

Dos días después, Abigaíl estaba sola en el viejo piso de su padre. Ya no quería llorar. ¿Qué podía hacer? Su café fuerte era su única ayuda, aunque no llenaba el vacío. Ya había pasado por la rabia, el arrepentimiento y la borrachera. Solo le faltaba enfrentarlo.

El timbre sonó. Ella se acercó con miedo. No era Arthur. Era uno de sus antiguos empleados, uno de servicio que la apreciaba.

—Señora, aquí está todo —dijo el hombre, dándole una memoria USB.

Un simple, pero triste, gracias salió de sus labios. Con una copa de vino, revisó los videos y audios. Todo le dolía, pero el dolor la hacía fuerte. Se dio cuenta de que había dejado de amar a Arthur hacía mucho tiempo. El engaño solo le abrió los ojos.

Se miró al espejo. Estaba cansada, triste, pero con una rabia que la volvía dura. Su vida en Nueva York se había acabado. Necesitaba cambiar. Un amigo estilista la ayudó a cambiar su pelo rubio por su color castaño natural.

Se vio, renovada.

—No estoy muerta. No he olvidado. Solo me traicionaron —se dijo.

Salió a las calles de Nueva York. Caminaba rápido, agarrando el USB. Entró a un edificio de abogados. Su nueva imagen era de una mujer fría y segura.

—Es un paso muy importante —dijo Estela—. Estoy orgullosa, pero ¿estás segura?

—Sí, lo estoy —Abigaíl la miró con sus ojos castaños, que se veían más oscuros. —Tengo que hacer esto. Él me engañó, y tengo las pruebas.

Estela, la abogada, sonrió y se dedicó a escuchar los planes de su hermana.

Más tarde, Rafael, el segundo mejor amigo de Estela, apareció. Abigaíl le dio el USB: las pruebas para quitarle a Arthur la mitad de su dinero. Pero ella lo detuvo. Solo quería el divorcio, rápido y en secreto. Si Arthur se oponía, ella lo haría público. Estela deseaba en secreto que su excuñado se negara.

—Todo está listo —dijo Rafael, sentado frente a Joe en la ciudad, donde el abuelo lo obligaba a quedarse cerca. —Solo hay que esperar la respuesta de tu primo. No va a decir que no.

—¿Cómo están tan seguros de que firmará? ¿De qué dejará todo en paz? —Joe se tocaba las manos, nervioso. Su miedo ya no era por la familia, sino por ella. La Abigaíl que regresaba era mucho más peligrosa que la que se había ido.

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