Mundo ficciónIniciar sesiónLa rabia quemaba a Arthur desde el interior. Salió del edificio de abogados como un huracán, dejando atrás la humillación del golpe y el dolor punzante. Su primer destino no fue la oficina, sino la casa vacía que hasta hacía unas horas había compartido con Abigaíl, un símbolo de su fracaso y la prueba de que su matrimonio de fachada se había derrumbado de la manera más vergonzosa.
Al entrar en su despacho, el mismo lugar donde había cometido su traición, la furia se desbordó. Era una oficina de diseño minimalista, llena de trofeos y reconocimientos que ahora solo servían para alimentar su resentimiento. Con un rugido que desgarró el silencio, Arthur barrió el escritorio de caoba. Las carpetas de proyectos futuros, los papeles con su firma, la fotografía de boda y los trofeos de golf, todo voló por el aire.
Destruyó la superficie de cristal con un golpe del puño, sintiendo que cada pieza rota era un pedazo de su dignidad que se le iba. Abigaíl era la llave para la presidencia del Briston Group. Su inocencia fingida y su apellido eran la fachada perfecta ante el moralista de su abuelo. Ahora, sin ella, tenía que volver a empezar, sabiendo que su abuelo Roberto no le quitaría los ojos de encima, sino que los usaría como dos linternas implacables.
—¡La estúpida! ¡Se atrevió a humillarme! —gritó Arthur al techo, convencido de que ella había planeado todo desde el momento en que perdió al bebé.
No podía quedarse allí. El silencio de la casa, la ausencia de la que había sido su esposa, se sentían como una burla constante, un recordatorio de que su plan había fallado. Arthur tomó la decisión de regresar a la Mansión Briston, donde vivía su madre, Linda, desde que enviudó. Empacó lo poco que necesitaba, tirando ropa limpia y mezclándola con la sucia, porque en la mansión siempre había tenido una suite completa y el servicio se encargaría de todo.
Llegó a la mansión justo a la hora del almuerzo, sintiéndose como un príncipe caído que regresaba de una guerra perdida. Linda, su madre, lo recibió en el recibidor con un abrazo largo y exagerado.
—¡Mi niño, mi hermoso Arthur! ¡Qué buena idea has tenido de volver! —exclamó Linda, sosteniéndole la cara—. Tu abuelo tiene un humor de perros, y esto nos ayudará a mantenerte cerca de él, lejos de las habladurías de la prensa.
Linda, una mujer que solo veía la vida a través del cristal de sus joyas, solo tenía una preocupación: el dinero y la posición de su hijo. El divorcio era un revés, pero no el final. Ella, con su mente fría, ya se encargaría de buscar una nueva "esposa perfecta" para Arthur, una que fuera aún más maleable que Abigaíl, para asegurar su herencia.
Arthur entró en el comedor, sintiendo el ambiente tenso y pesado como el mármol de las paredes. Se encontró con su abuelo, Roberto Briston, sentado en la cabecera de la mesa, un trono de poder. A su lado, revisando unos documentos con total profesionalismo, estaba Joe.
Arthur se quedó de piedra. Joe, el supuesto "granero", el primo que no servía para la ciudad y que supuestamente solo se dedicaba a las tierras, estaba allí, en el centro del poder Briston. Arthur sabía que, aunque Joe amaba la vida en el campo, en realidad era un abogado de élite, especializado en grandes estructuras industriales, y el abuelo Roberto confiaba plenamente en su criterio legal y ético. Joe lo miró, y su saludo fue un simple, frío y distante movimiento de cabeza.
—Buenos días, Arthur —dijo Joe, sin levantar los ojos de los papeles, marcando una clara frontera de profesionalismo.
Arthur se sintió un niño malcriado al lado del hombre serio y concentrado en los negocios que era Joe. Disimulando su molestia, terminó de saludar y se dirigió al verdadero poder: Roberto Briston.
—Abuelo, he regresado a casa —dijo Arthur, con un tono que mezclaba humildad y una desesperación difícil de ocultar—. Estoy aquí. A tu completa disposición para lo que necesites en el Grupo.
Roberto lo miró por encima de sus gafas de lectura. El anciano sabía que las palabras de Arthur eran huecas, llenas de miedo y de un oportunismo que ya no podía disimular.
—Tu divorcio es un mal comienzo, muchacho —la voz de Roberto era profunda y cortante, como una guillotina moral—. No solo traicionaste a tu esposa y mentiste sobre el embarazo. Me demostraste que la lealtad no es lo tuyo. La presidencia requiere compromiso, Arthur. Estarás a prueba, bajo mi mando directo. Y te estaré vigilando muy de cerca.
Arthur, destrozado por la desconfianza pública y la imposibilidad de ocultar su fracaso, se despidió. Una vez a solas en su antigua habitación, la furia regresó con más fuerza, y esta vez con un objetivo claro: Abigaíl.
—Todo es su culpa. ¡Ella arruinó mi plan! Si se hubiera quedado sin hacer un drama, yo ya tendría la presidencia —pensó Arthur, convencido de que si su "tonta esposa" hubiera sido menos ambiciosa con el divorcio, todo estaría bien. Juró vengarse, aunque no sabía cómo, prometiéndose que si no podía tener la presidencia, al menos la haría pagar por la humillación.
Mientras Arthur se consumía en su ira, algo más importante ocurría en la mansión. Horas después, un elegante coche se detuvo en la entrada principal. Abigaíl, vestida con su nuevo look de cabello castaño y un traje de poder que gritaba independencia, salió. Había sido convocada por Roberto Briston. El patriarca, un hombre de juicios firmes que no se dejaba engañar por el dinero, siempre la había apreciado. Veía en ella una chispa de valor y una ética de trabajo que su propio nieto no poseía.
Apenas cruzó la puerta de cedro, el personal de servicio la saludó con evidente cariño. Ella siempre había sido amable y gentil con ellos, a diferencia de su suegra Linda, que trataba a los empleados como si fueran muebles. Abigaíl, sintiéndose extraña al estar de vuelta en el escenario de su matrimonio fallido, caminó por el pasillo principal. Su traje de sastre negro, con cortes precisos, contrastaba con el ambiente antiguo y dorado de la mansión, como un arma moderna en un museo de historia. Se sentía fría, calculadora, y estaba lista para enfrentar a Roberto Briston.
Al pasar por el comedor, donde aún se servía el café de la tarde, la escena se detuvo. Roberto estaba allí, con Joe, ambos inmersos en una conversación de negocios sobre un plan de desarrollo para el rancho que el abuelo había encomendado a Joe. La mirada de Abigaíl y la de Joe se cruzaron.
En el silencio que siguió, el tiempo pareció desaparecer, estirándose en una cuerda tensa que conectaba sus corazones. Abigaíl se quedó quieta, sosteniendo su respiración. Joe, al verla, perdió el control de sus manos y los documentos cayeron sobre la mesa, dispersando el informe de "Expansión del Sector industrial". Su rostro, generalmente tranquilo y curtido por el sol del rancho, se iluminó con una mezcla cruda de sorpresa, alivio por verla viva y una profunda tristeza por el tiempo perdido. Sus ojos, ahora más serios que antes, no mentían: algo entre ellos, un sentimiento que se había negado a morir, seguía allí.
Joe se levantó y caminó hacia ella, casi por inercia. Su porte era el de un hombre fuerte y decidido, el abogado convertido en estratega, muy diferente al chico que había huido de la ciudad para evitar el dolor.
—Abigaíl —dijo él, su voz apenas un susurro que sonó más a una pregunta que a un saludo. El eco de su nombre en sus labios la hizo estremecer.
—Joe —respondió ella, formal, profesional. Sus ojos oscuros, ahora teñidos de la nueva dureza de la traición, reflejaban el remordimiento y el amor que había perdido por la cobardía de él y la maldad de Arthur.
Se detuvieron cerca uno del otro, separados por la distancia física de solo un metro, pero por cinco años de dolor, mentiras y un matrimonio roto. Joe quiso extender la mano para tomar la de ella, para confirmar que era real, pero se detuvo justo a tiempo, recordando el anillo de boda que Abigaíl había llevado durante años y que ahora, por suerte, ya no estaba allí. Abigaíl esperó, pero tampoco se movió, manteniendo la distancia que su nuevo yo le exigía. El silencio se hizo dueño de la escena, dejando la duda flotando en el aire: ¿qué guardaban sus corazones, y qué destino tendrían ahora que estaban libres el uno del otro, pero compitiendo en lados opuestos del tablero de ajedrez Briston?
El abuelo, Roberto, observando la escena con su mirada astuta, sonrió. El juego de la herencia se ponía mucho más interesante de lo que había imaginado.







