Mundo ficciónIniciar sesiónEl mármol de la Mansión Briston se sentía frío bajo los zapatos de Abigaíl. Su corazón, sin embargo, latía con una determinación helada, como un arma lista para usarse. Su reencuentro con Joe en el pasillo había sido un choque eléctrico que intentaba ignorar, pero el nombre de Joe seguía resonando en su mente. Tenía que concentrarse: su objetivo era Roberto Briston, el único hombre de la familia que siempre la había tratado con justicia.
El despacho de Roberto era una biblioteca de caoba y cuero, con un olor a viejo brandy y sabiduría. El patriarca la esperaba sentado en un sillón, con una expresión seria, pero sus ojos azules brillaban con respeto.
—Siéntate, muchacha —dijo Roberto, invitándola a la silla frente a su escritorio. Él no hizo preguntas sobre el divorcio. Él ya lo sabía todo.
Abigaíl tomó asiento y esperó, sintiendo el peso de la oportunidad.
—Me has demostrado carácter, Abigaíl. Y eso, en esta familia, vale más que todo el dinero del mundo —comenzó Roberto, apoyando sus manos sobre la mesa—. Yo sé lo que has vivido. Pusiste tu vida en pausa por Arthur, por mantener una fachada. Te dedicaste a ser la esposa perfecta que esta mansión requería, olvidando quién eras.
Abigaíl asintió lentamente, sintiendo que por fin alguien entendía el sacrificio de los últimos cinco años.
—He terminado con eso, abuelo —respondió ella, usando el término de cariño por primera vez en mucho tiempo, sintiéndose libre—. Desde ahora, mi vida es solo mía. Arthur ya no me detendrá.
Roberto sonrió y, de pronto, su voz se tornó más severa, pero llena de un genuino consejo.
—Tienes una vocación, Abigaíl. Yo mismo vi tu pasión por la medicina veterinaria cuando empezaste la universidad, y sé que te detuviste para complacer a Arthur, quien solo quería una esposa "presentable" —- hizo una mueca — sin una carrera que le hiciera sombra. Te aconsejo que vuelvas a ese camino. Termina tu carrera. El Briston Group tiene intereses en biotecnología agrícola y en la gestión de ranchos, como el de Joe. Siempre habrá un lugar para una mujer inteligente como tú, con carácter y con un título bajo el brazo.
Abigaíl sintió un vuelco en el estómago. La idea la llenaba de una energía olvidada. Ser veterinaria, volver a estudiar. Era el camino que había abandonado.
—No dudes en buscarme si necesitas algo, muchacha. Dinero, contactos o simplemente un consejo. Eres de la familia, aunque el papel ya no lo diga. Sé que vas a lograr todo lo que te propongas.
El encuentro fue corto, pero le dio a Abigaíl un sentido de propósito que el divorcio no había logrado. Salió del despacho con una nueva determinación.
En el pasillo principal, mientras se dirigía a la salida, sintió la mirada de alguien, y se detuvo. Buscó inconscientemente el rostro de Joe, pero antes de encontrarlo, una silueta elegante y demasiado maquillada se interpuso en su camino. Era Linda, la madre de Arthur, con una copa de jerez en la mano y una expresión de desprecio congelada en su rostro.
—Vaya, vaya. ¿Así que la vagabunda regresa a mendigar los últimos favores del viejo? —La voz de Linda era un cuchillo envuelto en seda—. Pensé que ya habías cobrado tu cheque.
Abigaíl se detuvo.
—Con permiso, señora Linda. Ya terminé mis asuntos.
—¿Asuntos? ¿O disculpas? —Linda se rió con una tos seca—. Espero que el abuelo te haya dejado muy claro que la responsabilidad de que Arthur esté en esta situación es tuya. ¡Tu negligencia! Perdiste el único pase que tenías para esta familia. Jamás pudiste darle un hijo a Arthur, y el único que "engendraste" —dijo con un gesto despectivo con las manos—, lo perdiste por conducir como una loca. ¡Eres un desastre, Abigaíl!
Esa frase. La pérdida de su bebé, la noche en la oficina de Arthur, la sangre y el dolor en el hospital. Todo regresó a Abigaíl como un martillo frío. La nueva Abigaíl no iba a tolerar este abuso. La mano le picó.
Con una precisión casi mecánica, sin dudar un solo instante, Abigaíl giró la muñeca y, con una fuerza contenida por años, descargó una cachetada en el rostro de Linda.
El sonido fue un crack seco que resonó en el pasillo de mármol. Linda, tomada por sorpresa, se tambaleó. El jerez se derramó sobre su caro vestido, y su cuerpo cayó al suelo con un golpe seco. Linda, que vivía para el drama, empezó a llorar, sollozando con una exageración digna de una mala telenovela.
—¡Oh, Dios mío! ¡Mi cara! ¡Mi cuello! ¡Me golpeó! —gritaba Linda.
Abigaíl la miró desde arriba. Sus ojos, en ese momento, eran dos trozos de hielo, y su pecho, extrañamente, se sentía liberado.
—Eso, señora Linda —dijo Abigaíl, su voz baja y uniforme, sin una pizca de emoción—, es por el desprecio a mi hijo. Que le quede claro que ni usted, ni su hijo, vuelven a mencionar mi vida ni la de mi bebé.
Antes de que Linda pudiera emitir otro grito, Joe apareció corriendo desde el comedor, seguido por Roberto. Joe no miró a Linda tirada en el suelo; sus ojos solo se dirigieron a Abigaíl. Vio la rabia y el dolor detrás de su máscara de calma y, sin preguntar nada, entendió. La mano de Abigaíl aún temblaba un poco.
—Abigaíl —Joe habló con calma, poniendo una mano protectora en su hombro—. Vámonos.
Ella, exhausta por la adrenalina y el peso de su venganza, solo asintió, dejando que Joe la guiara. Joe apenas miró a su tía, ni se preocupó por ayudarla a levantarse. Dejó ese trabajo al personal de servicio que ya se acercaba.
Joe la llevó hasta su todoterreno. El camino de la mansión al piso de Abigaíl fue un suplicio de tensión. El motor ronroneaba, y la lluvia de la tarde golpeaba el parabrisas.
—Tu mano… ¿está bien? —preguntó Joe al cabo de diez minutos, rompiendo el silencio.
Abigaíl tardó en procesar la pregunta.
—Sí. El rostro de ella, no lo sé —respondió con una media sonrisa amarga.
Joe sonrió también, una sonrisa corta y triste. Abigaíl se sintió mareada por la cercanía de él y la nueva realidad.
—Abigaíl, necesitamos hablar. No como antes, sino de verdad —dijo Joe, estacionando el coche no frente a su apartamento, sino en un pequeño café que conocían de sus días de universidad—. ¿Podríamos tener esa charla que nos debíamos hace cinco años?
Ella suspiró y aceptó. Entraron al café, que era acogedor, buscando una mesa en la esquina.
Mientras el café humeaba en la taza, comenzaron a ponerse al día, un repaso incómodo de cinco años de vidas paralelas. Joe le habló del rancho, de sus planes con Roberto. Abigaíl le habló de su trabajo con Estela, de sus planes de estudiar de nuevo.
—No entiendo cómo tu matrimonio no funcionó, Abigaíl —confesó Joe, apoyándose en la mesa, su voz suave y llena de sincera curiosidad—. Recuerdo a la Abigaíl de la universidad, esa que no tenía miedo de golpear a un desconocido en la oscuridad... la Abigaíl llena de vida, con esa risa contagiosa. Parecían la pareja perfecta.
La mención de su risa perdida la golpeó. Ella tomó un sorbo de café, tratando de ocultar el dolor.
—Nos vendieron la idea de la pareja perfecta, Joe —replicó ella, el tono profesional regresando—. En realidad, solo fui una herramienta de ascenso para Arthur. Y no estoy segura de que tú tengas derecho a opinar sobre mi vida.
Joe entendió la indirecta. Se enderezó en su silla, empuñando la taza.
—¿Te refieres a hace cinco años? —preguntó directamente.
—Sí. La cita en la biblioteca —dijo Abigaíl, sintiendo que por fin podía sacar esa espina que le había dolido durante años.
—¿Aún guardas rencor por eso? Te dije que me había llamado mi madre...
—Arthur te excusó, no tú. Y no es por rencor, es por decepción. Yo estaba ilusionada, Joe. Y tú no llegaste. Yo no sabía que tu madre estaba enferma, ni que tu vida familiar era un desastre, porque no me lo contaste. Y es ahí donde está el problema: no es tu vida, es que decidiste huir sin dar la cara.
La acusación de "huir" le dolió a Joe.
—¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Arrastrarte a mis problemas? ¿A la miseria de mi familia y a mis peleas con Arthur? ¡Yo estaba en medio de una guerra, Abigaíl! No era el momento para ti. Merecías algo limpio, sin el desastre Briston.
—Y eso, Joe, fue una decisión que tomaste solo —dijo ella, con una voz que era casi un susurro, pero firme—. Tú decidiste por mí. Creíste que mi valor humano era tan pequeño que no merecía ni una llamada, ni una disculpa, ni una explicación. No tenías que arrastrarme a tu guerra, pero al menos podías haber sido un hombre decente y haber llamado para excusarte. ¡Una simple cortesía!
La verdad, dicha de manera tan cruda, los dejó a ambos sin aliento. Joe vio la verdad en los ojos de Abigaíl. Él había sido un cobarde. Había usado sus problemas familiares como excusa para no enfrentarse a un posible amor.
—Tú nunca entendiste la presión que yo tenía —susurró Joe, con la garganta seca.
—Y tú nunca me contaste nada, Joe. Por ende, no tengo cómo entenderlo —replicó Abigaíl, con la mirada fría y distante, la que había aprendido a usar contra Arthur—. Ahora, si me disculpas, tengo que volver a casa. Gracias por el café y por el aventón.
Abigaíl se levantó, dejando a Joe solo en la mesa del café, con la sensación de que acababa de perderla de nuevo, esta vez por su propia boca. Joe se quedó sentado, mirando la puerta, con la rabia creciendo. No podía soportar que ella tuviera razón.
Terminó su café, pagó la cuenta y se dirigió a su coche. La noche ya había caído por completo, y la lluvia había regresado. En lugar de regresar a la Mansión Briston, donde su presencia era un recordatorio constante de su fracaso y ahora un encuentro inevitable con Abigaíl y Arthur, Joe encendió el motor de su todoterreno y se dirigió hacia las afueras, hacia la autopista. La única paz que conocía, el único lugar donde podía lamer sus heridas, era el rancho.
Dejó el motor rugir en la oscuridad de la carretera. Joe se fue, una vez más, huyendo de lo que realmente quería.







