Tras la misteriosa muerte de su madre, Luisa, una joven Omega marcada por la tragedia, es obligada a convivir con su padre biológico: el Rey Víctor, un Alfa implacable que gobierna la Manada de Plata desde las sombras del poder moderno. Aunque el mundo ha cambiado, las antiguas jerarquías persisten, y para una Omega sin alianzas, la libertad es apenas un espejismo. Aislada entre lujos fríos y silencios incómodos, Luisa solo encuentra consuelo en Dominique, el enigmático soldado del Rey y su único vínculo real con el pasado. Pero incluso Dominique parece arrastrar heridas que no se atreve a confesar. Todo cambia cuando aparece Raúl, un Alfa carismático, brillante fabricante de automóviles de élite… y dueño de una oscuridad aún más profunda que la del palacio. Él no le promete amor. Le ofrece poder, pertenencia… y un contrato que la haría su Omega, en cuerpo y alma. En una sociedad que aún venera la fuerza del Alfa y el sometimiento del Omega, Luisa deberá elegir entre la obediencia que se espera de ella… o el deseo que amenaza con consumirla. Porque en este mundo, amar a un Alfa no es un cuento… es una condena.
Leer másLa lluvia caía como cuchillas sobre el mármol frío del cementerio. El cielo plomizo parecía guardar silencio por respeto... o por miedo. Vestida de negro, con las manos crispadas alrededor de un paraguas tembloroso, Luisa observaba cómo descendía el ataúd de su madre. Nadie lloraba, excepto ella.
El resto de los asistentes —la mayoría Omegas exiliadas, algunas enfermas, otras temerosas— mantenían la cabeza baja, como si mirar el cuerpo muerto de una igual fuera una blasfemia. Ella no conocía a la mitad de esas mujeres. Pero todas sabían quién era ella. El único Alfa presente se mantenía a una distancia estratégica. Su silueta recta, envuelta en un abrigo de lana gris oscuro, no necesitaba presentaciones. Víctor, el Rey de la Manada de Plata. Su padre. El que nunca la había visitado. El que le había arrebatado a su madre la posición, el poder, el futuro. Apenas cruzaron miradas cuando él se acercó después de la ceremonia. No la abrazó. No le ofreció consuelo. —Ven conmigo, Luisa. Ya no puedes quedarte aquí. Su voz era tan firme como la lápida recién colocada. --- La transición fue abrupta. De la casa modesta y llena de plantas de su madre, a una residencia de proporciones absurdas en las colinas del norte. Vigilancia en cada esquina, sirvientes silenciosos, puertas blindadas. La mansión de los Alfas, donde todo era lujo… y nada era hogar. Luisa tenía su propia ala, una habitación que parecía un hotel de cinco estrellas, pero le helaba la piel. Las ventanas no se abrían. Los muros no filtraban sonido. Dormía con la sensación constante de estar vigilada. La primera noche, no habló. La segunda, tampoco. El tercer día, recibió la visita de un rostro que le resultó vagamente familiar. —¿Luisa? —La voz era grave, cálida, con un dejo de tristeza contenida—. Soy yo, Dominique. Él se había convertido en un hombre. Era más alto, más fuerte, con el cabello revuelto y una barba incipiente. Un Alfa. Pero sus ojos... seguían siendo los mismos. Aquellos ojos que de niños la protegieron de los gritos y los encierros. Dominique, el hijo de uno de los soldados de confianza del Rey, quien solía jugar con ella a escondidas. —¿Qué haces aquí? —preguntó ella con voz ronca. —Trabajo para tu padre —respondió, pero desvió la mirada, incómodo. Pasaron los días, y Dominique se convirtió en su único punto de conexión con la realidad. Caminaban juntos por el jardín, compartían silencios, evitaban hablar de su madre. Pero cada vez que ella le preguntaba por lo que realmente ocurrió… él se cerraba. —No puedo, Luisa. No aquí. Una noche, mientras Luisa recorría los pasillos desiertos, escuchó una conversación entre dos Alfas en la sala de estrategia del Rey. —¿Y la chica? ¿Ya firmó los documentos de sucesión? —preguntó uno. —Todavía no —respondió otro—. Pero lo hará. No tiene opción. Es la única Omega legítima con sangre real. Será útil... si se vincula con el Alfa adecuado. Luisa retrocedió. El frío no provenía del mármol. Estaba adentro de ella. --- De regreso en su habitación, contempló el reflejo en el espejo. Por primera vez en mucho tiempo, no se vio a sí misma como una joven perdida. Se vio como un objeto. Una pieza más en un juego que no comprendía del todo. Y sin embargo, algo dentro de ella se encendió. No una rabia explosiva, sino una llama silenciosa, sostenida. No permitiría que la moldearan. Ni que decidieran por ella. No otra vez. Desde ese día, Luisa supo que no estaba de duelo. Estaba despertando.Cinco años despuésLa frontera entre el bosque y la ciudad ya no era una línea trazada por el miedo.Donde antes se erguían muros y puestos de vigilancia, ahora crecía un campo de lavanda silvestre. No había torres ni escudos, sino banderas de tela hechas a mano, ondeando al viento con símbolos distintos: lunas abiertas, manos entrelazadas, huellas de lobo dibujadas por niños.Era la entrada a la Manada Libre.Un asentamiento que no se parecía a ninguna manada tradicional. No había tronos. No había castas. Solo espacios compartidos, refugios, talleres, centros de aprendizaje y libertad.Allí, el linaje no dictaba el destino.Allí, la voz más suave podía ser la más escuchada.---Luisa caminaba entre las casas de madera, descalza sobre la hierba húmeda, con el cabello recogido en una trenza floja y la marca aún visible, aunque más pálida, como si el tiempo la hubiera cubierto de luz.A su alrededor, los niños jugaban. Alfas, Betas y Omegas, sin miedo a mirarse como iguales. Algunos ya
La decisión no se selló con un decreto ni con una ovación. Se selló con un silencio. Uno denso, incómodo, casi físico. En la sala del Consejo, tras la votación simbólica que salvó a Raúl y reconoció —sin declararlo abiertamente— el derecho de Luisa a elegir su vínculo, los Alfas se retiraron con lentitud. Algunos con rabia contenida, otros con la cabeza baja. Pero unos pocos… unos pocos se detuvieron. Miraron a Luisa con respeto. Con reconocimiento. Con esperanza. Ella permaneció de pie junto a Raúl, la cabeza alta, la marca visible, el cuerpo tenso como un cable estirado al máximo. Solo cuando el último consejero abandonó la sala, soltó el aire que había contenido durante horas. Raúl le tomó la mano. —¿Terminó? —No —dijo ella—. Recién empieza. --- Los días siguientes fueron un torbellino de cambios. Luisa empacó su vida en silencio. Una vida hecha de vestidos formales, libros heredados, coronas jamás usadas. Nada de eso iría con ella. Solo guardó una caja pequeña con una buf
Los muros del castillo nunca le parecieron tan altos. Raúl cruzó el umbral con la cabeza en alto, la mandíbula tensa, y los ojos clavados en el pasillo de mármol que conducía a la sala del Consejo. Luisa caminaba a su lado, descalza, sin joyas, con el cuello descubierto y la marca roja aún visible, como una bandera que no pensaba esconder. Los guardias se apartaban al paso. Nadie se atrevía a mirarlos de frente. --- El juicio no fue llamado así oficialmente, pero todos sabían que lo era. En el trono, Rafael. A su derecha, el Consejo de Alfas. Frente a ellos, dos sillas vacías. Una para Raúl. Otra para Luisa. —¿Nombre? —preguntó el consejero mayor, sin emoción. —Raúl Cortez. Alfa. Independiente. —¿Reconoce el vínculo con la heredera de la Manada de Plata? —Lo reconozco. Y lo respeto. —¿Y se somete a la voluntad del Consejo para decidir su destino? Raúl giró apenas el rostro hacia Luisa. Ella lo miró sin pestañear. —No me someto a nada —dijo él—. Pero los escucho. Un murmul
El escándalo recorrió las manadas como un incendio en campo seco.Durante años, la historia oficial había ocultado las grietas del sistema. Pero una Omega, una sola, había bastado para abrirlas. Y ahora, todos miraban.La Manada de Plata negó los hechos. Declaró falsificados los documentos. Señaló a Raúl como instigador de una campaña de desprestigio. Pero ya era tarde.Los medios se dividieron. Los clanes también. Algunos pedían la renuncia del Rey. Otros, que Luisa fuera expulsada del país.Y otros, los menos… empezaban a preguntarse si tal vez, solo tal vez, era momento de cambiarlo todo.En medio del caos, Luisa se mantuvo firme.No huyó.No negoció.No pidió perdón.Convertida en símbolo, era observada por todos, temida por muchos… y deseada por el poder como nunca antes.Raúl, en cambio, parecía más distante que nunca. No porque la evitara, sino porque la miraba como si ya no supiera cómo sostenerla entre las manos.La revolución que desataron juntos tenía un precio. Y él, más qu
La reunión fue pactada en secreto, pero todos sabían que tarde o temprano ocurriría.Víctor, el Rey de la Manada de Plata, citó a Raúl Ferré en uno de los niveles subterráneos del edificio del consejo. Una sala sin cámaras, sin micrófonos, sin ventanas. El sitio donde las decisiones no se graban… solo se ejecutan.Luisa no fue invitada.Pero supo exactamente qué llevaría Raúl: un reloj sin manecillas, como advertencia, y una caja metálica con documentos que nunca habían sido vistos por el consejo.Cuando él volvió, no dijo nada. Se quitó el abrigo, dejó la caja cerrada sobre la mesa de su estudio, y caminó hasta ella.—Fue una declaración de guerra disfrazada de alianza —dijo.—¿Te amenazó?Raúl negó con la cabeza.—Peor. Me ofreció algo que nunca pensé que usaría: tu libertad… a cambio de mi lealtad.Luisa lo miró con calma.—¿Y qué elegiste?Él alzó la mirada. La voz fue apenas un susurro:—Te elegí a ti. Aunque eso me cueste el reino.Las presiones políticas comenzaron de inmediato.
La lluvia regresó esa semana, como un recordatorio de que las heridas no cicatrizan con rapidez.En la torre Ferré, los ventanales temblaban bajo el peso del agua. Pero adentro, todo seguía funcionando con la misma precisión clínica de siempre. Las reuniones, los informes, los movimientos de poder. Todo impecable. Todo frío.Excepto Raúl.Había cambiado.No de forma visible. No era menos dominante, ni más amable. Pero su silencio ya no era distancia, sino contención. Y sus gestos ya no parecían estrategia, sino defensa.Luisa lo notaba en las madrugadas, cuando lo sorprendía leyendo los mismos documentos una y otra vez, como si buscara algo que no estaba allí.—¿No confías en mí? —le preguntó una noche, desde el umbral del estudio.Raúl alzó la vista.—Confío en lo que puedes hacer. En lo que puedes llegar a ser.—¿Y en mí?Él guardó silencio.—No sé cómo hacerlo —confesó al fin—. El amor… no fue parte de mi entrenamiento.Luisa cruzó la sala. Se detuvo frente a él. No lo tocó.—Yo tam
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