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Capítulo 2: La Casa del Lobo

Los días en la mansión del Rey se arrastraban como bestias dormidas: hermosos en apariencia, pero cargados de un peligro constante. Cada rincón exhalaba control. Cada gesto de los sirvientes estaba milimétricamente medido. Y cada paso que daba Luisa era registrado, aunque nunca se lo dijeran en voz alta.

La llamaban "mi hija" solo cuando estaban frente a los demás. En privado, Víctor la trataba con una corrección fría que dolía más que cualquier insulto.

—Debes aprender a comportarte como lo que eres —le dijo una mañana durante el desayuno, sin siquiera mirarla a los ojos—. Eres Omega. Eres mi sangre. Hay un lugar para ti. Y te guste o no… ya has empezado a ocuparlo.

Luisa no respondió. El té sabía a ceniza en su boca.

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La mansión tenía normas no escritas: los Omegas debían moverse con discreción. No se les permitía asistir a las reuniones de consejo, no podían bajar solas a los niveles inferiores, y bajo ningún motivo debían entablar contacto directo con Alfas que no hubieran sido aprobados por el Rey.

Luisa, sin embargo, ya estaba acostumbrada a romper reglas.

Fue Dominique quien la llevó a recorrer los límites del jardín oculto, un espacio olvidado en la parte trasera de la mansión. Allí crecían enredaderas salvajes, y la vista era un abismo de ciudad y luces. Era el único lugar donde podía respirar.

—Mi padre sirvió al tuyo toda su vida —le dijo Dominique una tarde, con el sol cayendo detrás de los edificios plateados—. Yo heredé su puesto. Pero tú… tú heredaste algo más pesado.

—¿El qué? —preguntó Luisa, con voz baja.

Dominique tardó en responder.

—El deber de obedecer... o la maldición de resistirte.

Ella se giró para mirarlo. Sus ojos tenían una tristeza antigua, como si ya supiera cómo terminaría todo. Por primera vez, Luisa sintió que él también era prisionero de esa casa.

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Una noche, durante la cena de gala mensual organizada por el Rey, Luisa fue presentada oficialmente ante algunos miembros del consejo. Todos Alfas. Todos poderosos. Todos sonriéndole con una mezcla de lujuria e interés político.

Ella se mantuvo firme, con un vestido negro ajustado que Víctor había ordenado expresamente que usara. El escote mostraba su cuello sin marca: símbolo de que aún no pertenecía a nadie.

Los comentarios llegaban disfrazados de elogios:

—La Omega real, por fin en casa.

—Una joya sin tallar. Aún se puede moldear.

—Una belleza digna de un Alfa dominante.

Luisa fingía no escucharlos. Pero Dominique sí los oía. Desde su posición como escolta en la esquina del salón, su mandíbula estaba tensa, su mirada clavada en la copa vacía que sostenía. Ardía por dentro.

Esa noche, Luisa lo enfrentó.

—¿Hasta cuándo vas a callar, Dominique? ¿Qué te impide decirme la verdad?

—No es tan simple —respondió él—. Aquí no se dice lo que uno quiere. Aquí se sobrevive.

Ella dio un paso hacia él, apenas lo suficiente para que sus auras se tocaran. La tensión entre ambos se volvió palpable. Un Alfa y una Omega demasiado cerca. Prohibido.

—¿Y eso es lo que haces tú? ¿Sobrevivir… mientras ves cómo me devoran?

Él apretó los puños.

—Estoy aquí para protegerte —dijo, aunque sus palabras temblaban—. Pero hay cosas de las que ni siquiera yo puedo protegerte, Luisa.

Ella no lo sabía aún. Pero esa sería la última noche en que Dominique podría mantener su distancia.

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Cuando volvió a su habitación, encontró una caja sobre su cama. En su interior, un sobre lacrado y una tarjeta blanca con un nombre escrito a mano:

Raúl A. Ferré.

Y debajo, una frase:

“Cuando quieras dejar de ser una pieza… ven a jugar como una reina.”

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